¿Necesitó Jesús a Judas para completar su plan redentor?

 


El plan redentor de Jesús es el corazón de la fe cristiana: la obra divina por la cual, a través de su vida, pasión, muerte y resurrección, Nuestro Señor reconcilió a la humanidad con Dios, venciendo el pecado y la muerte. Este plan, nacido del amor infinito del Padre, no es un esquema rígido, sino una sinfonía de gracia que abarca la historia humana, integrando incluso las notas disonantes del pecado. En este contexto, la traición de Judas Iscariote, quien entregó a Jesús a las autoridades judías por treinta monedas de plata (Mateo 26:14-16), aparece como un evento crucial. Judas, uno de los doce apóstoles, elegido por Jesús para compartir su misión, optó por un acto que desencadenó la captura y crucifixión de su Maestro. Pero, ¿fue Judas necesario para que Jesús cumpliera su misión redentora? ¿Era su traición una pieza indispensable en el designio divino, o pudo Dios haber logrado la salvación por otros medios? Y, más aún, ¿qué nos dice la tragedia de Judas sobre la libertad humana y la posibilidad de redención que él, en su desesperación, no abrazó?

Para abordar estas preguntas, debemos comenzar por la presciencia divina, un atributo que define la omnisciencia de Dios. En su eternidad, Dios conoce todos los acontecimientos, pasados, presentes y futuros, no como un observador pasivo, sino como el Creador que sostiene la existencia misma. Jesús, como Verbo Encarnado, comparte esta presciencia, como lo demuestra al anunciar la traición de Judas: “Uno de ustedes me traicionará” (Mateo 26:21), y al identificarlo explícitamente: “Es aquel a quien yo le dé este pedazo de pan” (Juan 13:26). Estas palabras no solo revelan que la traición estaba prevista, sino que también sugieren que formaba parte del plan divino, al menos en el sentido de que Dios permitió que ocurriera. Sin embargo, prever no es lo mismo que determinar. La fe católica sostiene que el libre albedrío es un don sagrado, otorgado por Dios para que el hombre pueda amar y elegir libremente. El Catecismo de la Iglesia Católica lo expresa con claridad: “La libertad hace al hombre responsable de sus actos en la medida en que son voluntarios” (CIC 1734). Judas, al traicionar a Jesús, actuó movido por su propia voluntad, influida por la codicia (Mateo 26:15) y, según el Evangelio, por la acción de Satanás, quien “entró en él” (Juan 13:27). Pero esta influencia no anuló su libertad. San Juan Crisóstomo, en sus reflexiones sobre el Evangelio, subraya que “el diablo puede tentar, pero no puede forzar; la voluntad humana es la que decide” (Homilías sobre el Evangelio de Mateo, Homilía 82). Judas, por tanto, no fue un títere en manos de fuerzas sobrenaturales, sino un hombre que, enfrentado a la elección entre la fidelidad y el pecado, optó por este último.

El libre albedrío, como pilar de la antropología cristiana, plantea una tensión teológica fascinante: si Dios conoce el futuro, ¿cómo puede el hombre ser libre? La respuesta radica en la distinción entre presciencia y predestinación. Dios conoce las elecciones humanas, pero no las impone. San Agustín aborda esta paradoja con profundidad: “El que Dios sepa de antemano lo que harás no significa que te obligue a hacerlo; tu libertad permanece intacta” (De libero arbitrio, Libro III, cap. 4). En el caso de Judas, su traición fue un acto libre, pero conocido por Dios desde la eternidad. Esta libertad, sin embargo, no es absoluta, pues está condicionada por la fragilidad humana y el peso del pecado original. San Pablo, en su lucha interior, describe esta realidad: “No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Romanos 7:19). Judas, como apóstol, tuvo el privilegio de caminar junto a Jesús, escuchar sus enseñanzas y presenciar sus milagros. Sin embargo, su libertad le permitió ceder a la tentación, eligiendo un camino que lo alejó de la gracia. Pero esta misma libertad también le ofrecía la posibilidad de arrepentirse, de volver al amor de Dios, una puerta que permaneció abierta hasta el final de su vida.

La cuestión de si Jesús necesitó a Judas para cumplir su plan redentor requiere distinguir entre necesidad absoluta y necesidad contingente. En un sentido absoluto, la redención es una obra de la omnipotencia divina, que no depende de las acciones humanas. Jesús, como Hijo de Dios, podía haber cumplido su misión sin la traición de Judas. Las autoridades judías, impulsadas por la oposición a su mensaje, ya buscaban arrestarlo: “Los principales sacerdotes y los fariseos habían dado órdenes de que, si alguien sabía dónde estaba, lo denunciara para prenderlo” (Juan 11:57). La predicación pública de Jesús, su desafío a las estructuras religiosas y su entrada triunfal en Jerusalén lo hacían un objetivo evidente. Santo Tomás de Aquino, en su análisis de la providencia, afirma: “Dios, como causa primera, puede realizar su voluntad sin necesidad de causas secundarias, aunque en su sabiduría elija servirse de ellas” (Suma Teológica, I, q. 22, a. 2). El plan redentor, en su esencia, es un acto libre de Dios, no un rompecabezas que requiera piezas humanas específicas. Si Judas no hubiera traicionado, Dios, en su infinita creatividad, habría dispuesto otro camino para que Jesús llegara a la cruz, pues la salvación es obra de su amor, no de la mecánica de los eventos humanos.

Sin embargo, en el contexto histórico narrado en los Evangelios, la traición de Judas fue el medio concreto por el cual Jesús fue entregado. Este acto cumplió profecías del Antiguo Testamento, como la del Salmo 41:9: “Aun mi amigo íntimo, en quien yo confiaba, el que comía mi pan, ha levantado contra mí su calcañar” (citado en Juan 13:18). La traición de Judas, aunque pecaminosa, fue integrada por Dios al plan redentor, no porque fuera necesaria en sí misma, sino porque Dios, en su providencia, puede transformar el mal en bien. San Gregorio Magno reflexiona sobre esta capacidad divina: “Lo que el hombre hace por maldad, Dios lo ordena para un fin superior, sin aprobar el pecado” (Moralia in Job, Libro 6). La crucifixión, el momento culminante de la redención, requería que Jesús fuera entregado a las autoridades, y la traición de Judas proporcionó esa oportunidad. Pero esto no significa que Judas fuera indispensable. Otros apóstoles, como Pedro, también fallaron, y las multitudes que aclamaron a Jesús en su entrada a Jerusalén pronto gritaron “¡Crucifícalo!” (Mateo 27:22). La humanidad, en su fragilidad, ofreció múltiples ocasiones para que Jesús asumiera la cruz, y la traición de Judas fue una de ellas, no la única posible.

El libre albedrío de Judas, sin embargo, no se limita a su decisión de traicionar. Su historia es trágica no solo por el pecado cometido, sino por la posibilidad de redención que no aprovechó. La fe católica enseña que la misericordia de Dios es infinita y que el arrepentimiento es posible mientras el hombre vive. El Evangelio de Mateo relata que Judas, tras traicionar a Jesús, experimentó un profundo remordimiento: “Viendo que Jesús había sido condenado, devolvió arrepentido las treinta monedas de plata a los principales sacerdotes y a los ancianos” (Mateo 27:3). Este remordimiento, aunque un paso hacia el reconocimiento de su culpa, no se tradujo en un arrepentimiento verdadero, que implica confiar en la misericordia divina. En lugar de buscar el perdón de Dios, Judas cayó en la desesperación y se quitó la vida (Mateo 27:5). Su tragedia contrasta con la de otros pecadores en los Evangelios, como San Pedro, quien, tras negar a Jesús tres veces, lloró amargamente (Lucas 22:62) y, al encontrar la mirada misericordiosa de su Maestro, se abrió a la gracia, siendo restaurado como líder de la Iglesia (Juan 21:15-19). María Magdalena, liberada de siete demonios (Lucas 8:2), y el buen ladrón, que en la cruz pidió a Jesús que lo recordara (Lucas 23:42), también encontraron redención al confiar en el amor de Dios. Judas, en cambio, cerró la puerta a esa posibilidad.

El teólogo Hans Urs von Balthasar ofrece una reflexión profunda sobre este punto: “El pecado de Judas no fue mayor que el de otros, pero su desesperación lo alejó de la misericordia que siempre está disponible” (Teología de la Historia, 1959). La desesperación de Judas refleja una falta de fe en la capacidad de Dios para perdonar incluso los peores pecados. San Juan Pablo II, en su encíclica sobre la misericordia, subraya esta verdad: “No hay pecado que pueda superar el amor de Dios, pero el hombre, en su libertad, puede rechazar ese amor” (Dives in Misericordia, 1980, n. 15). Judas tuvo la oportunidad de arrepentirse, de acudir a Jesús como lo hicieron otros, pero su libre albedrío, que lo llevó a traicionar, también lo condujo a la desesperación. Esta elección no estaba predestinada; hasta el último momento, la gracia estaba disponible para él, como lo está para todo ser humano. La tradición católica, con prudencia, no declara definitivamente la condenación de Judas, dejando su destino al juicio de Dios, pero su suicidio es visto como un acto de desesperanza que subraya la gravedad de rechazar la misericordia.

La interacción entre el libre albedrío y la providencia divina en la historia de Judas revela una verdad profunda: Dios respeta la libertad humana, incluso cuando esta lleva al pecado, pero su amor es tan grande que puede transformar el mal en un instrumento de salvación. El Concilio de Trento enseña que “el hombre peca por su propia voluntad, pero Dios, en su sabiduría, puede ordenar los actos malos hacia un fin bueno” (Sesión VI, Decreto sobre la Justificación, cap. 11). Esta enseñanza no implica que Dios desee el pecado, sino que, en su omnipotencia, lo integra a su plan sin violar la libertad humana. San Gregorio Nacianceno, en sus reflexiones teológicas, captura esta idea: “El poder de Dios toma las debilidades humanas y las convierte en un testimonio de su gloria” (Oraciones Teológicas, Oración 5). La traición de Judas, un acto de maldad, se convirtió en la ocasión para que Jesús asumiera la cruz, demostrando que el amor divino es más fuerte que el pecado humano.

Espiritualmente, la historia de Judas es tanto una advertencia como una invitación. Nos advierte contra el peligro de ceder a la tentación y, más aún, de caer en la desesperación cuando hemos pecado. Judas no fue condenado por su traición, sino por su negativa a confiar en la misericordia de Dios. Al mismo tiempo, su historia nos invita a imitar a Jesús, quien, incluso en el momento de la traición, no rechazó a Judas, sino que lo llamó “amigo” (Mateo 26:50) y, desde la cruz, ofreció perdón a sus verdugos: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). Como cristianos, estamos llamados a vivir en la libertad de los hijos de Dios, eligiendo el amor y la obediencia, y confiando en la misericordia divina cuando fallamos. El Salmo 103:8 nos ofrece consuelo: “Misericordioso y clemente es el Señor, lento para la ira y grande en misericordia”. Esta verdad nos anima a perseverar, sabiendo que ningún pecado es demasiado grande para el amor de Dios.

La historia de Judas también nos confronta con nuestra propia libertad. Cada uno de nosotros, como él, tiene la capacidad de elegir entre seguir a Jesús o apartarnos de Él. Pero, a diferencia de Judas, tenemos la oportunidad de volver a Él, sin importar cuán lejos hayamos caído. El Papa Benedicto XVI, en una meditación sobre la Pasión, reflexiona: “En la cruz, Dios toma el pecado del mundo y lo transforma en la victoria del amor, invitándonos a todos a participar en esa victoria” (Homilía, 14 de abril de 2006). Esta invitación es universal, y la historia de Judas nos recuerda que la misericordia está siempre disponible, pero requiere que abramos nuestro corazón a ella. Que la Virgen María, Madre de Misericordia, nos guíe para vivir como discípulos fieles, confiando en el amor de su Hijo, que transforma nuestras fragilidades en un canto de redención.


por Alfonso Beccar Varela y Grok.

Ilustración de Gustave Dore.

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