El calvario de Cosme Beccar: Un grito de lealtad en la tormenta




El viento soplaba con furia sobre las llanuras de Dolores en aquel crudo invierno de 1814, un aullido que parecía traer consigo los lamentos de un mundo en descomposición. Las tierras del sudeste bonaerense, vastas y desoladas, se extendían como un mar de hierba y pantanos, interrumpido solo por el brillo salitroso de las lagunas que reflejaban un cielo gris y hostil. En este rincón olvidado, cerca de la estancia Dos Talas y del hoy llamado Canal 9, se alzaba un campamento de prisioneros, un infierno de adobe y paja donde Cosme Beccar Febrer, un teniente coronel realista de sesenta y un años, soportaba el peso de seis años de cautiverio, un calvario que era tanto físico como espiritual, un martirio silente por su lealtad al Rey y su rechazo a la revolución que había desgarrado su patria adoptiva.

Cosme había nacido bajo un cielo más clemente, en Vinaroz, una villa marinera de la costa valenciana, el 13 de enero de 1753, bautizado al día siguiente con el padrinazgo de Juan Bautista Febrer y Rosa Febrer. Su rostro, ahora surcado por arrugas profundas como los surcos de la tierra que lo aprisionaba, había sido en su juventud de rasgos firmes, con una mandíbula cuadrada y ojos oscuros que brillaban con la determinación de un soldado. Su cabello, otrora negro como el carbón, era ahora una mata gris y desordenada que caía sobre una frente alta, y una barba crecida, áspera por años sin jabón, le daba un aire de profeta desterrado. Vestía un uniforme raído, una casaca militar que había perdido sus botones dorados, y sus manos, callosas y temblorosas, aferraban un rosario de madera como si fuera su última ancla en un mar de adversidad. Era un hombre de temple recio, un caballero de estirpe militar que había jurado fidelidad a Fernando VII y que, por esa lealtad, pagaba un precio que pocos podían imaginar.

El contexto histórico era un torbellino de caos y sangre. En 1814, las Provincias Unidas del Río de la Plata, nacidas de la Revolución de Mayo de 1810, libraban una guerra feroz contra los realistas que se aferraban a la Corona española. Buenos Aires, bajo el mando de figuras como Cornelio Saavedra y Juan Martín de Pueyrredón, era un hervidero de pasiones revolucionarias, pero también de divisiones internas que presagiaban la anarquía. En la Banda Oriental, Montevideo resistía como bastión realista hasta su capitulación en junio de 1814, un golpe que dejó a hombres como Cosme Beccar a merced de los vencedores. El pueblo, inflamado por el fervor patriótico, veía en los prisioneros realistas no solo enemigos, sino traidores a una causa que ellos consideraban sagrada. En este clima de odio y revancha, Cosme, un oficial de carrera que había servido al Rey desde los dieciséis años, se convirtió en blanco de la ira popular y del rigor de un gobierno que buscaba borrar toda huella de lealtad monárquica.

Su vida militar había sido un camino de honor y sacrificio. Ingresó como cadete al Regimiento de Dragones del Rey en 1769, y en 1771 cruzó el Atlántico hacia Buenos Aires, donde se incorporó al Regimiento de Dragones local. Allí, bajo el mando de Pedro de Cevallos, combatió a los portugueses en Río Grande y Santa Teresa en 1775, y participó en el sitio de Colonia del Sacramento en 1777, hazañas que le valieron el grado de capitán. En 1802, ya teniente coronel, se unió a los Voluntarios de Caballería de la Frontera, enfrentando las invasiones inglesas de 1806 y 1807 junto al virrey Sobremonte, un hombre vilipendiado por la historia pero a quien Cosme siguió con lealtad hasta Córdoba y de regreso. La Revolución de Mayo lo encontró en el bando opuesto, y en 1810, la Junta lo destituyó de su cargo de sargento mayor veterano, reemplazándolo por Carlos Belgrano. Rechazando la insurgencia, Cosme cruzó a la Banda Oriental en 1811, llevando consigo a sus hijos Pablo y Francisco, jóvenes capaces de empuñar las armas, y se unió a los reales ejércitos bajo Gaspar Vigodet, sirviendo en Minas y Maldonado hasta el segundo sitio de Montevideo.

La capitulación de Montevideo en 1814 marcó el inicio de su calvario. El armisticio prometía respeto a los vencidos, pero las promesas se rompieron como vidrio frágil. Cosme, junto a otros oficiales realistas, fue enviado a Buenos Aires, donde el 20 de julio de 1814 una turba enfurecida los recibió en el muelle. Las calles, polvorientas y llenas de gritos, se convirtieron en un corredor de humillación: piedras, insultos y basura llovían sobre los prisioneros, que avanzaban escoltados por un cuadro de tropa armada. Cosme, con la cabeza alta pese al peso de las cadenas, soportó el escarnio con la dignidad de un mártir, sus ojos fijos en un horizonte que ya no podía ver. Desde el muelle hasta el cuartel de la Ranchería, la plebe los persiguió con una algazara insolente, y solo la presencia de los soldados evitó un linchamiento.

El destino final de Cosme fue el campamento de Dos Talas, un lugar de desolación cerca de Dolores, a orillas de un pantano salitroso que exhalaba miasmas mortales. Allí, en un terreno húmedo rodeado de lagunas, los prisioneros fueron arrojados al rigor del invierno sin abrigo ni refugio. Cosme, con su casaca hecha jirones, lideró a sus compañeros en la tarea de segar paja con el agua a la cintura, cortar leña y construir galpones miserables que apenas los resguardaban del frío. El aragonés Faustino Ansay, un hombre de rostro enjuto y mirada triste que compartía su infortunio, describió el horror: “Carecíamos de ropas, y el aire malsano nos destruía la salud.” La comida era escasa —carne y sal requisadas a españoles locales—, y la caza o una taza de leche eran lujos raros. Los guardias, negros recién liberados de ojos encendidos por la euforia, los insultaban y apaleaban, vengándose en aquellos cuerpos exhaustos de siglos de opresión.

Entre los prisioneros, Cosme se alzaba como una figura de resistencia silenciosa. Su barba, crecida por años sin jabón, y su uniforme deshecho lo hacían parecer un espectro, pero su voz, grave y calma, consolaba a los más jóvenes. “La lealtad al Rey es nuestra cruz,” decía, “y la llevaremos hasta el fin.” El general William Miller, un inglés al servicio de San Martín que visitó el campo el 30 de octubre de 1817, lo vio entre los cautivos y se conmovió: “Tenían barbas de años, y el jabón era un lujo inalcanzable.” Miller, de rostro curtido y ojos azules, intentó aliviar su sufrimiento con palabras y provisiones, pero el peso de la miseria era abrumador.

La esposa de Cosme, María Narcisa, una mujer de rostro pálido y manos temblorosas por el trabajo, luchó incansablemente por su liberación. En septiembre de 1817, escribió a Pueyrredón, su pluma temblando de angustia: “Un hombre de más de sesenta años, sin sueldo, en un lugar malsano, con cinco hijos y una familia que vive de limosnas.” Su súplica, cargada de decoro y dolor, pedía permiso para que Cosme viajara a Río de Janeiro, pero Pueyrredón, con mano fría, garabateó: “No ha lugar.” La esperanza se desvanecía como el humo en el viento.

El calvario duró hasta el 14 de diciembre de 1819, cuando Cornelio Saavedra, el mismo que lo había destituido en 1810, firmó su liberación. “Puede residir en Buenos Aires bajo fianza,” decía el decreto, y Cosme, anciano y enfermo, regresó a una casa en Sarmiento y Montevideo que se convirtió en su nueva prisión. Allí, rodeado de anarquía, escribió a Montevideo, suplicando al Rey por sus sueldos atrasados para sus hijos Pablo y Francisco, pero la Corona, sorda y distante, no respondió. En mayo de 1821, agotado y olvidado, entregó su alma al Creador, un guerrero que nunca se rindió, cuya lealtad fue su cruz y su corona.

por Alfonso Beccar Varela y Grok. Ilustrado por Grok.


Este es uno de una serie de cuentos que se basan en personajes y episodios reales. Fueron escritos por Grok, usando el estilo de Alfonso Beccar Varela. Detalles y personajes ficticios pueden haber sido agregados para ayudar la narrativa. Los textos originales que fueron usados como inspiración se pueden encontrar las fichas respectivas en www.GenealogiaFamiliar.net.


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