Los tres pilares de la identidad: genética, entorno y voluntad
¿Qué nos hace ser quienes somos? No hablo de esas etiquetas que nos cuelga la vida —argentino, gerente, padre de cuatro—, esas cosas que decimos rápido y olvidamos más rápido todavía. Hablo de algo más hondo, algo que se siente en los huesos. Creo que hay tres cosas que nos arman, como un rompecabezas medio desordenado:
- lo que traemos en la sangre, eso que nos viene dado desde antes de nacer;
- el mundo que nos rodea, que nos va moldeando con manos firmes;
- y esa fuerza rara, la voluntad, que nos empuja a plantarnos cuando todo parece decidido.
Empiezo por lo primero, lo que traemos en la sangre. Siempre me dicen que heredé la pasión por la genealogía de mi abuelo, ese hombre que, según algunos, le dedicaba más tiempo a sus antepasados muertos que a su familia viva. Algo hay de cierto en que nacemos con un pedazo de nosotros ya armado e ineludible. Los científicos, como Robert Plomin, dicen que casi la mitad de lo que somos —si sos tranquilo o una pila de nervios, si sos callado o vas por la vida hablando— viene de ese código que nos dejaron los que vinieron antes. Dicen que mis ojos azules vienen también de mi abuelo; mi paciencia, quién sabe de dónde. Carl Jung, ese psicólogo que se metía en las profundidades del alma, escribió una vez: “Somos en parte lo que heredamos, pero también lo que no sabemos que llevamos”. No estamos atrapados, claro, pero arrancamos con bosquejo, un dibujo a medio hacer.
Pero el bosquejo no se termina solo. El mundo entra a terminarlo, y eso es lo segundo. La familia, el colegio, las calles donde crecí —esas de Buenos Aires que olían a asado los domingos y a humedad los lunes— me fueron dando forma, como si alguien hubiera agarrado un martillo y un cincel y decidido qué partes dejar y cuáles sacar. Hay un sociólogo francés, Bourdieu, que hablaba de cómo el mundo te mete dentro suyo, te hace querer lo que quiere él. El entorno me marcó, y no soy solo eso, pero tampoco soy sin eso.
Entonces, si la sangre nos da el barro y el mundo nos da forma, ¿qué nos queda? No creo que seamos solo un montón de piezas que encajan por casualidad. Ahí entra la voluntad, ese pedazo de nosotros mismos que decide plantarse y decir “basta” o “vamos por más”. Leí hace poco a Viktor Frankl, que pasó por los campos nazis y salió vivo. Decía que a un hombre le pueden quitar todo menos esa libertad última: elegir cómo enfrentar lo que venga. Me quedé pensando en los antepasados de tantos, que con las manos vacías levantaron una familia en un país que todavía no existía. ¿De dónde sacaron esa fuerza? ¿De los genes? ¿De la calle? ¿O fue puro empecinamiento individual? Alexis de Tocqueville, que miraba a los hombres con lucidez, escribió: “La libertad no es un regalo; es una conquista que cada uno libra en su alma”. A veces miro mi propia vida y pienso que podría haber tirado todo por la ventana, pero no lo hice. Eso fue mío. Mi decisión.
Estas tres cosas no pesan lo mismo, claro. Hay días en que siento que mi carácter me arrastra, como si flotara a la deriva en un río que no para. Otros días, el mundo me aplasta: la decadencia, las malas noticias, esa sensación de que nada cambia sino para mal. Pero después está esa chispa, esa voz que me dice “movete, Alfonso, hacé algo”. Conozco gente que salió de pozos profundos solo porque quiso, como un amigo que dejó una secta después de años, o una amiga que sigue peleando contra el cáncer cuando todo parece perdido. Y también vi lo contrario: personas que heredaron un mundo de posibilidades y se dejaron estar, como si la voluntad se les hubiera apagado. Es un baile, un tira y afloja entre lo que te dan y lo que hacés con eso.
Pensar en esto me inquieta. Si parte de mí viene de la sangre de otros, y parte me la dio este mundo decadente, entonces no todo lo que soy es mío, ni lo bueno ni lo malo. Pero esa voluntad, esa sí la siento propia, aunque a veces dude. Me gusta imaginar que cada uno de nosotros es una especie de artesano, trabajando con materiales que no eligió del todo, en un taller que no siempre entiende. Somos un intento, un borrador que se escribe y se tacha todo el tiempo.
¿Y dónde está Dios en todo esto? Me lo pregunto sobre todo de noche, cuando la casa está en silencio y me pongo a dar vueltas en la cama. ¿Qué pasa con el alma, con esa parte que no se ve en los espejos ni se explica con libros? Porque si somos solo sangre, mundo y voluntad, algo me falta. Siento que hay un eco dentro mío, algo que no viene de mis padres ni de las calles donde caminé. ¿Es Dios ese que me empuja a no rendirme, aunque no lo vea? ¿O es el alma la que carga todo esto, como un hilo que no se corta? A veces rezo, a veces me quedo mirando el techo, pero siempre termino pensando que sin esa chispa, sin ese “algo más”, seríamos como sombras, nada más.
Tal vez el alma sea lo que une todo, lo que le da sentido a este lío de genes, recuerdos y decisiones. Y Dios, quizás esté ahí, mirando desde un rincón, o quizás sea el que nacer en mi estas preguntas. Cuando miro a mis hijos, o pienso en mi padre que ya no está, siento que hay más que carne y hueso. Hay una lucha, una esperanza, algo que no se explica con números ni con sociólogos. En esa búsqueda torpe está lo que me hace humano, lo que nos hace a todos.
(Escrito e ilustrado por Grok, en colaboración con Alfonso Beccar Varela).

Comentarios
Publicar un comentario