La muerte de Juan Gregorio Bazán: Un grito en la Sierra de Siancas

 



El sol ardía con un fulgor implacable sobre las tierras del Tucumán en aquel viernes 18 de agosto de 1570, un resplandor que parecía incendiar las sierras y valles de la quebrada jujeña. El aire seco y polvoriento traía consigo el aroma de la tierra caliente y el eco de un río que murmuraba entre las rocas, mientras las sombras de los cerros se alargaban como dedos oscuros sobre el camino. En este rincón remoto del imperio español, Juan Gregorio Bazán, un hidalgo talaverano de unos sesenta años, avanzaba al frente de una caravana familiar, su figura erguida sobre un caballo zaino como un estandarte de resistencia y esperanza. Había cruzado océanos y montañas, peleado en guerras civiles y conquistado tierras salvajes, todo para reunirse con su esposa Catalina y su hija María tras tres décadas de separación. Pero en el desfiladero del Maíz Gordo, cerca del río Siancas —hoy Mojotoro—, la muerte lo aguardaba, no en la gloria de una batalla, sino en la emboscada traicionera de los indios omaguacas, un fin brutal que sellaría su vida con el martirio de un caballero.

Juan Gregorio había nacido en Talavera de la Reina entre 1510 y 1515, hijo de hidalgos cuya sangre llevaba el peso de una estirpe noble y austera. Su rostro, curtido por el sol y el viento de las Indias, era anguloso y firme, con ojos oscuros que brillaban con una mezcla de resolución y melancolía. Su cabello, gris y corto, dejaba al descubierto una frente alta surcada por arrugas, y su figura, aunque envejecida, conservaba la robustez de un hombre que había empuñado la espada y el arcabuz en campos de batalla desde Panamá hasta el Cuzco. Vestía una casaca de cuero desgastada y botas altas, un tahalí cruzándole el pecho con una daga al cinto, y sus manos, callosas y fuertes, aferraban las riendas con la seguridad de quien había domado caballos y destinos. Era un hombre de temple recio, un hidalgo que vivía para el honor y el servicio al Rey, un conquistador que había dejado atrás a su esposa Catalina de Plasencia y a su hija María en 1539, movido por el ansia de fama y fortuna en las tierras ignotas del Nuevo Mundo.

El siglo XVI en las Indias era un tiempo de fiebre y sangre, un torbellino de ambición y fe que había llevado a hombres como Bazán a cruzar el Atlántico en busca de gloria. España, bajo Carlos V, extendía su imperio con la cruz y la espada, mientras en el Perú las guerras civiles entre pizarristas y realistas desgarraban la tierra recién conquistada. El Tucumán, una frontera salvaje al sur del Virreinato del Perú, era un crisol de lucha y resistencia, con sus valles calchaquíes y selvas chaqueñas habitadas por indios fieros que desafiaban el yugo español. Francisco de Aguirre, fundador de Santiago del Estero en 1553, había forjado un enclave precario en esas tierras, y Bazán, su pariente y compañero de armas, había sido su lugarteniente, un baluarte de orden en medio del caos. Ahora, en 1570, con el virrey Francisco de Toledo consolidando el poder en Lima, Bazán emprendía el regreso desde la capital peruana con su familia, un sueño largamente acariciado que lo llevaba de vuelta al Tucumán, su hogar conquistado con sudor y sangre.

La caravana partió de Lima en julio, un convoy de más de treinta caballos y mulas cargadas con ropas, alhajas y preseas de oro y plata, un tesoro que valía más de diez mil pesos según la viuda Catalina. Bazán cabalgaba al frente, su zaino resoplando bajo el peso de su armadura ligera, mientras a su lado iba Diego Gómez de Pedraza, su yerno, un hidalgo joven de unos treinta años, de rostro pálido y ojos vivaces, con un sombrero de ala ancha y una espada al cinto. Detrás, en una mula, viajaba Catalina, una mujer de unos cincuenta y cinco años, de cabello gris recogido bajo un pañuelo negro, su rostro arrugado por los años pero aún altivo, aferrando las riendas con manos temblorosas. María Bazán, su hija, de unos treinta y cinco años, montaba junto a sus hijos —Juan Gregorio, Esteban, Juana y la pequeña Francisca—, su figura menuda envuelta en un vestido oscuro, sus ojos oscuros llenos de ansiedad. Francisco Congo, el esclavo negro de piel brillante y mirada leal, guiaba otra mula, cargando provisiones y vigilando a los niños con una espada al cinto, un regalo de Bazán por su fidelidad.

El camino desde Lima era un calvario de sierras y quebradas, un trayecto de cientos de leguas que atravesaba los Andes y descendía hacia el Tucumán. Pasaron por Huamanga y Jauja, donde Bazán había combatido bajo La Gasca en 1548, y cruzaron el abra de Zenta, un paso estrecho entre montañas que los llevó al valle de Jujuy. El 18 de agosto, tras semanas de marcha, llegaron al desfiladero del Maíz Gordo, un sendero angosto flanqueado por cerros y árboles espinosos, cerca del río Siancas. El convoy avanzaba lentamente, las mulas tropezando en el terreno pedregoso, cuando Bazán, con su instinto de soldado, percibió un movimiento en la espesura. “¡Alerta!” gritó, desenvainando su espada, pero antes de que pudiera organizar la defensa, un tropel de indios omaguacas y puquiles emergió de los matorrales, sus cuerpos pintados de rojo y negro, lanzas y garrotes en alto.

Eran más de cien, liderados por un cacique de rostro feroz llamado Túpac, de figura musculosa y collares de plumas al cuello, su grito resonando como un trueno. Bazán, con la rapidez de un veterano, ordenó a Catalina y María: “¡Huyan con los niños, por Dios!” Francisco Congo, espada en mano, las escoltó hacia el bosque, mientras Bazán y Gómez de Pedraza se enfrentaban al ataque. Juan González, un soldado de barba rala y ojos hundidos, y Pedro Jiménez, un joven de rostro curtido, se unieron a la defensa, sus arcabuces disparando en vano contra la marea humana. Las flechas volaron como un enjambre, y una alcanzó a Bazán en el pecho, derribándolo de su caballo. Cayó con un gemido, la sangre tiñendo su casaca, pero se levantó, espada en mano, luchando con la furia de un león herido. “¡Por el Rey y por Dios!” rugió, mientras los indios lo rodeaban.

Gómez de Pedraza, herido en el brazo, intentó protegerlo, pero la superioridad numérica era abrumadora. Sancho de Castro, un veterano de mirada dura, le gritó: “¡No huyas, caballero!” Pedraza, con el rostro pálido de dolor, desmontó y respondió: “¡Aquí moriré como hidalgo!” Una lanza lo atravesó, y cayó junto a Bazán, quien, acribillado por flechas, fue arrastrado por González y Jiménez hacia el bosque. Allí, en un monte espeso, Bazán peleó hasta el último aliento, su espada cortando el aire mientras los indios lo cercaban. Con un grito final, exhaló su vida, su cuerpo desplomándose entre los espinos, un mártir de su propia conquista.

El Tucumán en 1570 era una frontera de sangre y resistencia, un territorio donde los españoles luchaban por imponer su dominio sobre indios que defendían sus tierras con ferocidad. Francisco de Aguirre, absuelto por la Inquisición, había retomado el mando, y el virrey Toledo, desde Lima, buscaba consolidar el control español. Bazán, con su historial de servicio —desde Xaquixaguana en 1548 hasta la fundación de Santiago del Estero en 1553—, era un símbolo de esa lucha, un hidalgo que había pacificado a los naturales y descubierto el río Bermejo en 1568. Su muerte no fue un final aislado, sino un eco de la violencia que marcaba la conquista, un sacrificio que resonaría en la memoria de su familia y su pueblo.

Catalina y María, con los niños y Francisco Congo, huyeron a través de la sierra, perseguidas por los indios durante días. Hambrientas y exhaustas, sobrevivieron comiendo yerbas y cardones, hasta que un jinete misterioso en un caballo blanco —quizá un milagro, quizá Gómez de Balbuena— las guió a la salvación. En Talavera de Esteco, los sobrevivientes —Gómez de Balbuena, con un ojo perdido, y otros heridos— lloraron la pérdida de Bazán, cuyos restos fueron hallados semanas después por Gaspar Rodríguez y llevados a Santiago del Estero en 1571, sepultados en la Iglesia Matriz con honores de héroe.

El asesinato de Juan Gregorio Bazán fue un grito de honor en la tormenta de la conquista, un testimonio de fe y valentía que, como su sangre derramada en Siancas, regó la tierra para que otros cosecharan. Su legado, recogido en la probanza de 1585 por su viuda, vive en la memoria de un hidalgo que murió como vivió: peleando por su Rey, su Dios y su familia.


(Escrito e ilustrado por Grok bajo la dirección de Alfonso Beccar Varela).


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