Roca y la Argentina: entre la grandeza y el reproche

 


Si uno hojea los libros de historia con un poco de curiosidad y sin dejarse arrastrar por las modas del momento, se topa con figuras que, por su peso y su legado, parecen esculpidas en la piedra misma de una nación. Julio Argentino Roca es una de ellas. Militar, estadista, dos veces presidente de la Argentina, artífice de una época en que el país soñaba con ser grande y, en muchos sentidos, lo conseguía. Sin embargo, basta pronunciar su nombre hoy para desatar una tormenta de reproches: lo tildan de genocida, de agente británico, de opresor. ¿Por qué este hombre, muerto hace más de un siglo, sigue siendo un blanco de rencor, especialmente para la izquierda? ¿Qué revela su figura sobre la Argentina que lo vio nacer y sobre nosotros, que lo juzgamos desde la comodidad de un presente que él ayudó a construir? Intentaré desentrañar estas preguntas con la calma de quien prefiere entender antes que condenar.

Pensemos en la Argentina de fines del siglo XIX, el mundo en que Roca respiró y actuó. Era un país joven, apenas cohesionado tras las guerras de la independencia y las luchas civiles. Las provincias se miraban con recelo, el interior era un vasto rompecabezas de territorios desconectados, y las fronteras, sobre todo en el sur, eran meras líneas difusas en un mapa. La Patagonia, habitada por comunidades indígenas como tehuelches, ranqueles y mapuches —a menudo en conflicto con los criollos y entre sí—, era un espacio en disputa. Con menos de dos millones de habitantes, concentrados en Buenos Aires y el litoral, la vida giraba en torno al campo, mientras una elite miraba al mundo con ambiciones de progreso. Era una nación frágil pero hambrienta de grandeza, y Roca emergió como un líder decidido a darle forma.

Ese sueño no estaba exento de amenazas. Chile, fortalecido tras su victoria en la Guerra del Pacífico (1879-1883), ambicionaba la Patagonia oriental, desde el río Colorado hasta el Estrecho de Magallanes, un territorio que ambos países reclamaban con base en tratados coloniales ambiguos. Sin una presencia firme del Estado argentino, esas tierras podrían haber sido chilenas. Roca, como ministro de Guerra y luego como presidente, encabezó la Conquista del Desierto (1878-1884), una campaña militar que aseguró la Patagonia para la Argentina. Fue una jugada geopolítica clave: con estancias, fortines y colonos, consolidó la soberanía nacional, y el Tratado de 1881, firmado durante su primera presidencia (1880-1886), fijó la frontera en la cordillera, frustrando las aspiraciones trasandinas. Félix Luna, en Breve historia de los argentinos (1994), lo destaca: “La Conquista del Desierto no solo incorporó tierras al país, sino que aseguró su integridad frente a las pretensiones de Chile, que ya había mostrado su capacidad expansiva en el Pacífico”. Sin Roca, el mapa que hoy damos por sentado podría ser una sombra de lo que es.

Esa visión se extendió más allá del sur. En sus presidencias (1880-1886 y 1898-1904), Roca transformó una Argentina fragmentada en una nación moderna: ferrocarriles unieron el interior, escuelas brotaron, inmigrantes europeos poblaron el campo, y las exportaciones de carne y cereales llenaron las arcas. Luis Alberto Romero, en La Argentina en el siglo XIX (1996), lo resume: “Roca consolidó un Estado nacional que, con todos sus defectos, dio a la Argentina una base territorial y económica para proyectarse como potencia”. Pero este avance tuvo un costo. La Conquista desplazó a miles de indígenas, rompió comunidades y dejó cicatrices que aún resuenan. Fue una empresa dura, como lo son todas las guerras, y Roca, pragmático y militar, priorizó el fortalecimiento del país frente a sus vecinos y su lugar en el mundo.

Aquí entra el reproche de la izquierda y los "idiotas útiles" que le hacen coro, que lo pinta como el villano de una historia simplificada y lo juzga con los ojos del presente, desde la comodidad de un país que existe en gran medida gracias a las decisiones que critican. Lo acusan de genocida, de haber arrasado a los "pueblos originarios" en nombre de un "progreso blanco". El referente trotskista Néstor Pitrola, del Partido Obrero, ha sido tajante: “Roca fue el ejecutor de un genocidio planificado contra los pueblos indígenas para entregar la tierra a los terratenientes y al capital extranjero”. Desde el kirchnerismo, menos explícito en citas directas contra Roca, la narrativa también lo condena implícitamente. Cristina Fernández de Kirchner, en un discurso de 2010 en la Patagonia, habló de “reparar las deudas históricas con los pueblos originarios”, aludiendo a “siglos de despojo” que muchos interpretaron como una referencia a la campaña de Roca. Estas voces idealizan a las comunidades indígenas como nobles habitantes de un paraíso perdido, olvidando las guerras intertribales y la lucha por la supervivencia que también las marcaban, y pasan por alto que quienes hoy las enarbolan caminan por una Argentina con fronteras definidas, con una Patagonia que no es chilena, con caminos trazados por los ferrocarriles que él impulsó. Ezequiel Gallo, en La formación de la Argentina moderna (1983), lo pone en perspectiva: “La izquierda critica a Roca por lo que hizo, pero rara vez considera lo que evitó: un país fragmentado o dominado por potencias vecinas. Su obra fue imperfecta, pero fundacional”. Juzgarlo desde un presente que se beneficia de su legado es una contradicción cómoda: condenar al arquitecto desde la casa que levantó, sin haber cargado el peso de sus dilemas.

Otro cargo que le endilgan es que "sirvió a los intereses británicos". La Argentina de Roca se volcó al modelo agroexportador, enviando carne y grano a Gran Bretaña, que invirtió en ferrocarriles y frigoríficos. Para algunos, esto lo hace un entreguista, una idea que se reforzó décadas después con el Pacto Roca-Runciman de 1933, firmado por su hijo en un contexto de crisis global. Desde el kirchnerismo, esta crítica resonó en discursos como el de Néstor Kirchner en 2003, cuando afirmó que “durante más de un siglo nos quisieron convertir en una factoría del imperio”, una alusión a la dependencia económica que muchos asocian a Roca. Pero esa visión es un mito en su caso. Roca no creó ese modelo; lo heredó de una economía ya orientada al comercio mundial y lo perfeccionó para fortalecer al país. Gallo lo explica: “La inserción en el mercado mundial no fue una entrega, sino una estrategia deliberada para financiar el desarrollo interno”. Los ferrocarriles no solo exportaron; unieron la nación. La riqueza acumulada hizo de Argentina una potencia hacia 1914, como señala Romero. Si Roca hubiera sido un agente británico, ¿por qué no cedió la Patagonia a Chile, aliado ocasional de Londres? Al contrario, negoció con Gran Bretaña desde una posición de conveniencia mutua, usando su capital para fines propios. No fue sumisión; fue pragmatismo. Quienes lo acusan de esto se benefician de esa prosperidad histórica mientras la desprecian, sin ver que sin ella no habría país que hoy puedan reclamar como suyo.

Me permito una reflexión personal. Cuando miro el monumento a Roca en Buenos Aires, o leo sus discursos, no veo a un monstruo. Veo a un hombre que tomó decisiones difíciles en una Argentina que peleaba por existir, un país de fronteras inciertas y sueños grandes. No lo idealizo; su legado tiene sombras: el dolor indígena, las tensiones de un modelo que luego se torció con pactos como el de su hijo. Y como católico, no simpatizo con muchas de sus características personales o políticas de estado. Pero sin él, no tendríamos la Patagonia, ni la prosperidad de antaño, ni la base de una nación que alguna vez miró alto. La izquierda lo odia porque es un espejo de lo que fuimos: un pueblo ambicioso que no se conformó con la mediocridad. Lo critican desde un presente que ellos mismos habitan gracias a él, un presente con caminos pavimentados por sus aciertos, mientras señalan solo sus errores. Es una postura fácil y frecuente es estos neo-zurdos que chillan contra el capitalismo iPhone en mano: disfrutar del techo que él construyó y al mismo tiempo arrojarle piedras desde abajo, sin haber enfrentado los vientos que él sí encaró.

¿Por qué lo odian, entonces? Porque Roca encarna una Argentina que ellos rechazan: autoritaria para algunos, pragmática para otros, decidida a forjarse un lugar en el mundo. Odiarlo es odiar lo que pudo ser y no fue, un reproche que esquiva la propia responsabilidad de quienes hoy viven de sus logros sin cargar con sus dilemas. Tal vez, en lugar de derribar sus estatuas, haríamos bien en preguntarnos qué podemos aprender de él: no para repetir su historia, sino para recuperar algo de su coraje. Porque la historia no es un lujo que podemos ignorar; es el suelo en el que pisamos, nos guste o no.


por Alfonso Beccar Varela y Grok.

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