La historia de un judío en el Buenos Aires colonial

 



Buenos Aires, 1634. El sol ardía sobre el Río de la Plata, un espejo de aguas inquietas que lamía las orillas fangosas de una ciudad aún en formación. El puerto era un caos de carretas, gritos de marineros y el crujir de cuerdas que anunciaban la llegada de un navío portugués, su casco maltrecho por la travesía atlántica. Entre los pasajeros que desembarcaban, un joven de mirada esquiva, Juan Rodríguez de Estela, pisaba la tierra americana con el corazón latiendo entre la esperanza y el terror. A sus veinte años, dejaba atrás Lisboa, donde la Inquisición acechaba a los de su estirpe sefardí como un lobo hambriento. Pero este nuevo mundo, lejos de ser la tierra prometida, estaba cerrado a los de su sangre. Las Leyes de Indias, reforzadas por cédulas reales, eran implacables: "Mandamos que ningún reconciliado, ni hijo ni nieto del que públicamente hubiese traído sambenito, ni hijo ni nieto de quemado o condenado por la herética parvedad y apostasía, por línea masculina ni femenina, pueda pasar ni pase a nuestras Indias, o Islas adyacentes, pena de perdimiento de todos sus bienes para nuestra Cámara y Fisco, y sus personas a nuestra merced; y si no tuviera bienes les dén cien azotes públicamente". Otra cédula ordenaba al Gobernador del Río de la Plata: "No permitan que por los puertos de aquella Governación passen al Perú ni a otra parte extranjeros ni naturales sin particular licencia nuestra, pena de nuestra indignación, y de que mandaremos hacer exemplar castigo". Juan, con su origen judío oculto tras un bautismo forzado, era un intruso, un hombre cuya mera existencia era un delito.

Juan era un contraste vivo: su rostro de rasgos finos, con ojos oscuros que parecían guardar un secreto antiguo, chocaba con la energía casi febril con la que se movía. Los porteños lo llamaban buscavida, alguien que olfateaba las oportunidades en el aire húmedo del puerto. Pero bajo esa fachada de audacia, cargaba una herida que no sanaba: el miedo constante de ser descubierto. En Lisboa, había aprendido a caminar con la cabeza gacha, a murmurar oraciones cristianas mientras su corazón recitaba en hebreo. Había visto a vecinos desaparecer en la noche, arrastrados por denuncias anónimas, y había escuchado los gritos de su madre, una conversa que rezaba en dos lenguas para proteger a su familia. Ahora, en Buenos Aires, debía reinventarse, sabiendo que un paso en falso podía costarle todo. Cada mirada de un desconocido, cada pregunta sobre su pasado, era una amenaza. Sin embargo, algo en él se negaba a rendirse. Había cruzado el mar, y no iba a dejar que el miedo dictara su destino.

Su primer golpe de suerte llegó en la figura de Diego de Vera, un mercader converso cuya influencia se extendía como las raíces de un ceibo. Diego, con su porte elegante y su voz grave, lo acogió en su casa de adobe en la calle de la Santísima Trinidad, un refugio de paredes encaladas y un patio donde los jazmines perfumaban el aire. Allí, bajo la luz titilante de un candelabro, Diego le habló con una mezcla de complicidad y advertencia. “No eres el primero que llega huyendo, Juan”, dijo, sirviéndole un vaso de vino tinto. “Las leyes son duras, pero aquí la corona está lejos, y los ojos de la Inquisición no siempre ven claro. Si juegas bien tus cartas, esta tierra puede ser generosa”. Juan, con la garganta seca, preguntó: “¿Y si me descubren?”. Diego lo miró con ojos duros como el acero. “Entonces asegúrate de que tu protector sea más astuto que tus acusadores”. Aquella noche, mientras el viento traía el olor del río, Juan sintió que había encontrado un aliado, pero también un recordatorio de que su vida sería una danza constante en el filo de una navaja.

Diego no solo le ofreció refugio, sino una puerta al mundo del comercio. Lo incorporó a su red, manejando las rutas que llevaban esclavos y mercancías al Alto Perú. Juan, con su mente ágil y su talento para los números, demostró ser indispensable. Aprendió a negociar con traficantes curtidos, a sortear las sospechas de los oficiales reales y a ganarse la confianza de los criollos. En el mercado, entre el polvo y el bullicio, regateaba con la seguridad de un veterano, pero nunca bajaba la guardia. Cada noche, en la soledad de su cuarto, los fantasmas de Lisboa lo visitaban: hogueras, sambenitos, el eco de cadenas. Despertaba sudando, con la certeza de que su secreto lo perseguiría siempre. Para calmar su alma, a veces sacaba una pequeña menorá de madera, un recuerdo de su madre, y la apretaba contra su pecho. No la encendía, por miedo a que una criada o un vecino lo delatara, pero su peso le recordaba quién era, incluso cuando el mundo le exigía ser otro.

En 1641, el destino le tendió una mano salvadora. Catalina de Aguilar y Burgos, viuda de Francisco de Vargas Machuca, era una mujer de presencia imponente: alta, de cabello negro azabache y una mirada que parecía atravesar el alma. Hija de Francisco Pérez de Burgos, un escribano de linaje conquistador, Catalina era una figura respetada en la ciudad, dueña de casas, solares y esclavos. Juan la conoció en una misa en la iglesia de San Ignacio, un edificio tosco pero lleno de devoción. Cuando sus ojos se encontraron, sintió que el suelo temblaba bajo sus pies. No era solo su belleza, sino lo que representaba: casarse con ella lo anclaría al corazón de la sociedad porteña, lo haría casi intocable, incluso ante las leyes que prohibían su presencia. Catalina, a sus treinta y tantos, no buscaba romanticismos, sino un aliado. Juan, con su encanto y su determinación, la convenció en pocas semanas. Sus conversaciones, bajo los naranjos del patio de Catalina, eran una mezcla de cortesía y estrategia. Ella veía en él a un hombre astuto, capaz de proteger su patrimonio; él, a una mujer que podía ser su escudo.

El 24 de mayo de 1641, se casaron en una ceremonia discreta, pero las lenguas de Buenos Aires no tardaron en murmurar: ¿cómo una viuda de tan rancia estirpe se unía a un portugués sin pasado claro? La respuesta llegó con la Carta de Dote que Catalina otorgó: 4.421 pesos en bienes, una fortuna que catapultó a Juan a la prosperidad. Con ese capital, compró tierras, esclavos y una casa en la traza de la ciudad, un edificio de adobe con un patio donde sus tres hijos varones pronto correteaban. La casa, con sus paredes blancas y sus ventanas de madera, se convirtió en un refugio, pero también en un escenario donde Juan debía interpretar su papel de cristiano devoto. Catalina, ferviente católica, exigía que cumpliera con las formas: misas dominicales, confesiones regulares, donaciones a la iglesia. Él obedecía, pero cada vez que se arrodillaba ante un crucifijo, sentía una punzada de traición hacia sus antepasados. En la intimidad, Catalina lo observaba con una mezcla de afecto y recelo. Una noche, tras una cena de carne asada y vino, ella le preguntó, con voz calma pero afilada: “¿Qué escondes, Juan? Hay algo en tus ojos que no me cuentas”. Él sonrió, tomó su mano y respondió: “Solo los fantasmas de un hombre que cruzó el mar”. Ella no insistió, pero Juan supo que nunca estaría del todo a salvo.

El matrimonio trajo estabilidad, pero no paz. Catalina era una aliada, pero también una guardiana. Sus hijos, bautizados con nombres cristianos —Juan, Francisco, Duarte—, crecían bajo la sombra de su madre, aprendiendo las costumbres de una sociedad que los veía como herederos de conquistadores. Juan los miraba con orgullo, pero también con temor: ¿qué pasaría si algún día su origen sefardí salía a la luz? En las noches, cuando la ciudad dormía y el río susurraba, Juan se sentaba en su escritorio, rodeado de libros de cuentas y mapas. Allí, en la penumbra, sacaba la menorá y la contemplaba. Era un objeto sencillo, tallado por manos que ya no existían, pero para él era un ancla, un recordatorio de que su vida era una mentira construida con cuidado. A veces, en un impulso, acercaba una vela, pero siempre se detenía. El riesgo era demasiado grande.

La tranquilidad duró poco. En 1640, Portugal se sublevó contra España, y el eco de esa rebelión llegó al Río de la Plata. El virrey del Perú, Marqués de Mancera, ordenó la expulsión de todos los portugueses de Buenos Aires, sospechosos de traición. Juan, con su origen luso, encabezó la lista de presuntos enemigos. El 6 de enero de 1643, fue citado ante el gobernador Jerónimo Luis de Cabrera. Con el corazón en la garganta, declaró su lealtad al rey, mencionó su matrimonio con Catalina, hija de conquistadores, y enumeró sus bienes: casas, tierras, seis esclavos. Su tono era firme, pero sus manos temblaban al entregar su arcabuz, su espada y una cota de malla vieja, reliquias de un hombre que nunca había sido guerrero. Catalina, con la ferocidad de una leona, apeló la orden. Su linaje y sus contactos en el Cabildo pesaron más que las sospechas contra Juan. La expulsión fue revocada, y él recuperó su espada, pero el episodio dejó una marca. Los vecinos lo miraban con recelo, y los rumores sobre su judaísmo, prohibido por las cédulas reales, comenzaron a circular como el viento en las calles polvorientas.

Juan redobló sus esfuerzos para integrarse. Asistía a misa con ostentación, donaba generosamente a la iglesia y se aseguraba de que sus hijos fueran educados en la fe católica. Pero en su interior, la lucha no cesaba. Cada vez que pasaba por el mercado, donde los esclavos eran vendidos como mercancía, sentía una punzada de culpa. Él mismo poseía esclavos, una práctica que lo convertía en cómplice de un sistema que, en el fondo, le repugnaba. Pero no había alternativa: para sobrevivir en Buenos Aires, debía jugar el juego de los poderosos. En las noches, cuando el sueño no llegaba, se preguntaba si era un traidor a su fe ancestral o simplemente un hombre haciendo lo necesario para proteger a su familia. La respuesta nunca llegaba.

Los años pasaron, y Juan se convirtió en un hombre respetado, aunque nunca plenamente aceptado. Su fortuna creció: poseía casas, dos suertes de tierras para estancias, y sus hijos comenzaban a forjar sus propios caminos. Pero la prosperidad no apagó su soledad. En 1650, un encuentro fortuito en el puerto lo sacudió. Un marinero portugués, borracho y parlanchín, lo reconoció como “el judío de Lisboa”. Juan lo ignoró, pero el incidente lo dejó temblando. Desde entonces, redobló su cautela. Evitaba las tabernas, limitaba sus viajes y se aseguraba de que su casa estuviera siempre cerrada al anochecer. Pero los rumores, como el río, seguían fluyendo. En 1636, el Fiscal de la Real Audiencia de Charcas, Sebastián de Alarcón, había denunciado la “afluencia de innumerables hebreos” en el Río de la Plata, y aunque Juan había escapado de esa red, sabía que su tiempo de gracia podía acabarse.

Catalina murió en 1666, tras una fiebre que la consumió en semanas. Su muerte fue un golpe devastador. Sin su protección, Juan se sintió vulnerable, como un barco sin ancla en una tormenta. Sus hijos, ya adolescentes, llevaban el prestigio de su madre, pero él seguía siendo el portugués, el forastero. En los años siguientes, se volcó al trabajo, ampliando sus negocios y fortaleciendo sus lazos con los comerciantes criollos. Pero la pérdida de Catalina lo dejó a la deriva. En su escritorio, donde antes pasaba horas planeando rutas comerciales, ahora se sentaba a escribir cartas que nunca enviaba, dirigidas a una madre que había muerto hacía décadas. “¿Hice bien, madre?”, escribía. “¿Es esto lo que querías para mí?”. Las cartas terminaban en el fuego, pero las preguntas permanecían.

En 1673, a los sesenta años, el pasado que tanto había temido lo alcanzó. Una mañana de febrero, mientras revisaba un cargamento de cueros en el puerto, un grupo de soldados irrumpió en su casa. El Comisario de la Inquisición, Juan Arias de Saavedra, lo acusó de judaizar, un delito que violaba las leyes que prohibían la presencia de judíos en las Indias. Los cargos eran vagos pero graves: un crucifijo maltratado encontrado en su escritorio, testimonios de vecinos que juraban haberlo visto rezar en hebreo, rumores de un pasado herético en Lisboa. Juan fue arrestado, sus bienes confiscados, y trasladado a Lima, un viaje agotador de meses por caminos polvorientos y mares traicioneros. En el trayecto, encadenado en la bodega de un barco, pensó en sus hijos, en la casa que había construido, en la menorá que había quedado atrás. Por primera vez, se permitió imaginar la muerte, no como un castigo, sino como un descanso.

En las cárceles secretas del Tribunal del Santo Oficio, encerrado en una celda húmeda y oscura, Juan enfrentó a sus acusadores. Negó todo: los azotes al crucifijo, las ceremonias judías, el sambenito en Lisboa. Su voz, antes firme, ahora temblaba, pero sus ojos seguían encendidos. En la primera audiencia, el 14 de febrero de 1674, declaró ser mercader, natural de Lisboa, cristiano nuevo por parte de padre y madre. “Soy bautizado y confirmado”, dijo. “He sido prefecto de la Compañía de Jesús en Buenos Aires durante veinte años. Rezo, confieso, comulgo. ¿Qué más quieren de mí?”. El inquisidor, Juan Queipo de Llano, un hombre de rostro afilado y mirada gélida, respondió: “La verdad, Juan. Solo la verdad”. Pero la verdad era un lujo que Juan no podía permitirse. Confesar su judaísmo sería condenarse a la hoguera; negarlo, vivir con la culpa de traicionar a sus antepasados.

Las audiencias se sucedieron, cada una más agotadora que la anterior. Un testigo afirmó que, en 1650, en la Villa de Oruro, un tal Juan Rodríguez había azotado un crucifijo los viernes. Otro, que en Brasil se hablaba de un Juan Rodríguez de Estela penitenciado en Lisboa. Juan replicó que había muchos con su nombre en las provincias, que él siempre había vivido en Buenos Aires, casado y con hijos. Sobre el crucifijo hallado en su escritorio, explicó que estaba descarnado porque lo había recibido así, y planeaba restaurarlo. Un artífice lo corroboró, pero los inquisidores no cedían. Cada noche, en su celda, Juan rezaba, no a Jesús, sino al Dios de Abraham, pidiendo fuerza para resistir. En un momento de debilidad, confesó que su padre le había enseñado las ceremonias de la Ley de Moisés hasta los quince años, pero se retractó, diciendo que lo había olvidado al llegar al Río de la Plata. Las lágrimas rodaban por sus mejillas, pero no sabía si eran de arrepentimiento o de rabia.

El proceso se prolongó, con testimonios contradictorios y diligencias que se perdían en la burocracia del virreinato. Las actas, conservadas en el Archivo Histórico de Madrid, no revelan un veredicto claro. Algunos creen que Juan fue absuelto, gracias a la influencia de los parientes de Catalina, que movieron hilos desde Buenos Aires. Otros, que murió en la cárcel, consumido por la enfermedad y la desesperanza. Lo cierto es que su nombre se desvaneció de los registros de la ciudad, como si Buenos Aires quisiera olvidar al hombre que había desafiado sus leyes y prejuicios. Pero su sangre no se extinguió. Sus hijos, criados en el prestigio de su madre, se entrelazaron con las familias más ilustres del Río de la Plata: Soria, Dogan, Pueyrredón, Sáenz Valiente, Balcarce, Leloir. A través de ellos, la estirpe de Juan Rodríguez de Estela, el sefardí que soñó con una tierra donde ser libre, sigue latiendo en los corazones de sus descendientes. Y en algún rincón olvidado, tal vez, su menorá espera aún ser encendida, un testimonio silencioso de una fe que ni la Inquisición pudo apagar.


por Alfonso Beccar Varela y Grok.



Este es uno de una serie de cuentos que se basan en personajes y episodios reales. Fueron escritos por Grok, usando el estilo de Alfonso Beccar Varela. Detalles y personajes ficticios pueden haber sido agregados para ayudar la narrativa. Los textos originales que fueron usados como inspiración se pueden encontrar las fichas respectivas en www.GenealogiaFamiliar.net.

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