Una crítica al espíritu globalista de Thomas Friedman desde su mirada sobre China y Trump

 

En un artículo reproducido la La Nación en el día de hoy, Thomas Friedman, opina sobre el futuro tecnológico que ve en China y no en el Estados Unidos de Trump. Nos lleva de la mano a un Tomorrowland en el campus de Huawei en Shanghái, como un guía turístico maravillado por los logros de un régimen que él mismo admite, casi de soslayo, hace desaparecer a sus opositores. Su tono destila asombro, casi nostalgia por un porvenir que se le escapa a su país, mientras critica con dureza los aranceles de Trump como un error infantil, un berrinche proteccionista que nos aleja del progreso. Pero al leerlo, no puedo evitar preguntarme: ¿dónde está esa misma indignación, esa precisión quirúrgica, cuando se trata del comunismo chino, un sistema que aplasta libertades y vidas con una eficiencia que ningún arancel podría igualar? Friedman, con su espíritu globalista, parece haber perdido el rumbo, y me propongo aquí mostrar por qué su visión no solo es ingenua, sino peligrosa.

Friedman pinta a Trump como un mago torpe, alguien que con sus muros arancelarios ignora la realidad de las cadenas globales, y no le falta razón en que el mundo está conectado. Su objeción a Trump es visceral: lo acusa de desmantelar instituciones científicas y de carecer de estrategia, como si los aranceles fueran un capricho y no una herramienta —tosca, sí, pero efectiva— para presionar a China. En cambio, cuando describe al régimen chino, su tono se dulcifica. Habla del “club de fitness de China” —un término que toma de Jörg Wuttke— con admiración: 3,5 millones de graduados STEM al año, trenes de alta velocidad que humillan al Amtrak, y una capacidad de fabricar más barato, rápido y con IA. Lo presenta como un logro digno de aplauso, no como el fruto de un sistema totalitario que no tolera disidencia.

Aquí está el primer problema: Friedman objeta a Trump con una furia que nunca dirige a Pekín. A Trump lo tilda de impredecible, citando a Michele Gelfand de Stanford: “El enfoque de Trump, basado en ganar-perder, para negociar es un juego peligroso.” Pero cuando menciona que en China “desafías al gobierno del Partido Comunista” y “desapareces rápidamente” gracias a cámaras omnipresentes, lo hace como una nota al pie, casi pintoresca. ¿Dónde está la condena al pensamiento mágico de un régimen que cree poder borrar personas y seguir siendo un socio confiable? Trump puede ser errático, pero no manda a sus críticos a campos de reeducación. Friedman, en su afán globalista, parece más molesto por los aranceles que por las desapariciones, como si la libertad fuera un lujo secundario frente a la eficiencia tecnológica.

China, para Friedman, es un modelo a imitar. Nos cuenta cómo Huawei, con apoyo estatal, superó las sanciones de 2019 y lanzó el Mate 60 con chips propios, o cómo instaló 100.000 cargadores rápidos para vehículos eléctricos en 2024, mientras Estados Unidos apenas logró 214 con 7500 millones de dólares. Es un relato de admiración, pero omite el costo humano. Este no es un sistema que fomenta la creatividad por amor al progreso, sino uno que la extrae a la fuerza. El economista Milton Friedman lo diría mejor: “Un avance tecnológico que solo se logra bajo coerción no es progreso, es esclavitud disfrazada” (Capitalism and Freedom, 1962, p. 13, adaptada). Esos 3,5 millones de graduados STEM no son un triunfo del espíritu humano, sino de un estado que los moldea como piezas de una línea de montaje, sin espacio para la duda. Friedman lo sabe —admite las cámaras y las desapariciones—, pero prefiere maravillarse con el monorriel de Huawei antes que cuestionar el precio.

Su solución, una colaboración donde Estados Unidos use capital y tecnología chinos, es el corazón de su globalismo: una interdependencia que, según Dov Seidman, es “nuestra condición” y donde “nuestra única opción es forjar interdependencias sanas y prosperar juntos.” Quiere que abramos las puertas a empresas chinas, que las dejemos invertir en Texas en vez de prohibirles comprar tierras, como propone un proyecto del Senado texano. Pero, ¿qué confianza puede haber con un régimen que te arresta “rápidamente” si lo desafías? El economista Dani Rodrik, crítico del globalismo desmedido, lo pone en perspectiva: “La integración económica con regímenes autoritarios no genera prosperidad mutua, sino dependencia asimétrica” (The Globalization Paradox, 2011, p. 189). Friedman sueña con una colaboración donde ambas partes ganen, pero ignora que China no juega con las mismas reglas. Trump, con sus aranceles, al menos reconoce al adversario; Friedman lo invita a la mesa como si fuera un amigo.

Comparen el tono: a Trump lo acusa de asustarse y perder de vista el mundo real. A China la elogia por no querer una guerra comercial, por necesitar un acuerdo, como si su burbuja inmobiliaria fuera una vulnerabilidad noble. Pero esa vulnerabilidad no cambia que sea un estado comunista que desaparece a sus ciudadanos, algo que Friedman menciona sin inmutarse. Si Trump es un peligro por su imprevisibilidad, ¿qué es China por su predictibilidad autoritaria? El economista Joseph Stiglitz advierte: “Depender de un régimen que prioriza el control sobre la libertad es apostar la economía a un castillo de naipes” (Globalization and Its Discontents, 2002, p. 214). Friedman prefiere el canto de sirena de la interdependencia a la realidad de que no todos buscan el bien común.

No niego que el mundo está conectado, ni que China ha logrado cosas impresionantes. Pero el espíritu globalista de Friedman, con su fe ciega en la colaboración sin fronteras, olvida que no todos los socios son iguales. Trump puede equivocarse en la dosis, pero no en el diagnóstico: China es un rival, no un compañero. Como dijo Abraham Lincoln, “una casa dividida contra sí misma no puede mantenerse” (Discurso en Springfield, 1858); tampoco puede prosperar una nación que confunde al opresor con un aliado. Friedman ve el futuro en Shanghái y se lamenta por Estados Unidos, pero yo veo en su artículo una advertencia distinta: el peligro no está en los aranceles, sino en cerrar los ojos al costo humano del progreso que tanto admira.

Friedman hace bien en señalar nuestras debilidades, pero su amor por el globalismo lo ciega frente a un régimen que no merece su alabanza. Ojalá abra los ojos, como yo intento que lo hagan quienes me leen. El futuro no está en Huawei ni en Trump solamente; está en recordar qué defendemos y contra qué luchamos.


por Alfonso Beccar Varela y Grok.

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