Un paseo por la Rambla: Nostalgia y la dignidad perdida
Cuando miro esta fotografía de 1941 tomada en la Rambla de Mar del Plata, siento que el tiempo se detiene y, al mismo tiempo, me lamento de lo que hemos perdido. Ahí está mi abuelo, Cosme Beccar Varela, caminando con paso firme, llevando en brazos a mi padre, Alfonso, mientras su otro hijo, Cosme, avanza a su lado con esa mezcla de curiosidad y solemnidad propia de los niños de entonces. La imagen en blanco y negro no solo captura un momento familiar, sino toda una época: los veraneos elegantes de antaño, cuando Mar del Plata era un refugio de tradiciones y distinción. Pero al contemplarla, también me pregunto: ¿qué ha pasado con la dignidad cotidiana que esta foto destila? ¿Cómo explicar que ese cuidado por lo simple, por lo compartido, se haya desvanecido?
En la imagen, todo habla de las costumbres de 1941. Mi abuelo viste un traje claro, impecable, con esa sobriedad que no necesitaba alardes para imponerse. Los niños, con pantalones cortos y camisas blancas, reflejan una formalidad que incluso los más pequeños abrazaban para pasear por la Rambla. Al fondo, la gente camina sin prisa, con sombreros, vestidos largos y corbatas, como si el tiempo se hubiera detenido para saborear el aire salado y las charlas pausadas. Era un ritual: las familias llegaban en tren o en auto, se instalaban en hoteles de nombres grandilocuentes o casonas alquiladas, y pasaban semanas dedicadas al descanso, a los baños de mar con trajes que hoy nos harían sonreír, a caminatas bajo los toldos de la Rambla, saludando a los conocidos con un leve movimiento de cabeza. Había una virtud en esa época, un estilo que se manifestaba en el orgullo de mantener las formas, en el respeto por el momento compartido, en hacer de cada verano un capítulo memorable.
Pero al comparar esa escena con los veraneos modernos, siento una punzada de nostalgia y una pregunta que no me suelta: ¿por qué hemos perdido esa dignidad cotidiana? Hoy, Mar del Plata vibra con ruido: parlantes en la playa, edificios que tapan el horizonte, la urgencia de sacarse fotos para redes sociales. La ropa es más cómoda (y más escasa), sí, pero a menudo descuidada; los shorts y las ojotas han reemplazado a los trajes y los zapatos lustrados. El descanso se ha convertido en una carrera por llenar el día, y la Rambla ya no es el escenario de un desfile pausado, sino un paso más en el trajín. Esta erosión no es solo un cambio de modas; es el reflejo de transformaciones más profundas.
La vida moderna, con su ritmo vertiginoso, es parte de la respuesta. En 1941, pasear por la Rambla era un fin en sí mismo; la gente se tomaba el tiempo para estar presente, para vestir con esmero, para conversar sin urgencia. Hoy, la tecnología—celulares, notificaciones, la presión de estar siempre “conectados”—fragmenta nuestra atención. Como decía Zygmunt Bauman, vivimos en una “modernidad líquida” donde todo es fugaz, desde las relaciones hasta los momentos de ocio. Esa prisa diluye la dignidad de lo cotidiano, porque ya no nos detenemos a darle peso a las pequeñas cosas. Además, hemos cambiado los valores que priorizamos. La elegancia de mi abuelo, que vestía con cuidado para honrar el momento con sus hijos, era una forma de respeto: hacia sí mismo, hacia los demás, hacia el lugar. Ahora, la informalidad se celebra como autenticidad, pero frecuentemente se confunde con descuido. La comodidad ha reemplazado a la disciplina, y con eso perdemos el sentido de que lo cotidiano puede ser elevado por el esfuerzo.
También está el auge del individualismo frente a la comunidad. En la foto, la Rambla es un espacio colectivo donde las familias se reconocían, se saludaban, se medían con respeto mutuo. Hoy, el foco está en el “yo”: mi foto, mi experiencia, mi placer inmediato. Esta mentalidad, alimentada por una cultura de consumo que nos vende la idea de que todo debe ser rápido y personal, desdibuja la idea de que la dignidad cotidiana se construye en el encuentro con los demás. Como señalaba Alexis de Tocqueville, una sociedad que exalta al individuo por encima de todo termina debilitando los lazos que le dan sentido a la vida común.
Mi abuelo, con su porte serio pero cálido, encarnaba esas virtudes perdidas: sabía que los momentos con sus hijos eran un tesoro, que caminar por la Rambla con ellos era construir un recuerdo que perduraría. ¿Qué queda de eso? Me lo pregunto mientras miro la foto. Quizás algo sobrevive en quienes buscan en Mar del Plata un eco de su vieja magia, en los que pasean por la Rambla imaginando cómo era antes. Pero siento que hemos perdido más de lo que ganamos. Recuperar esa dignidad exige cuestionar la inercia moderna, preguntarnos si estamos dispuestos a sacrificar un poco de comodidad por devolverle valor al presente. ¿Podemos volver a caminar por la Rambla, real o metafórica, con la calma y el orgullo de mi abuelo? Esta imagen no solo guarda un recuerdo; me desafía a llevar ese estilo pasado al presente, a no dejar que esas virtudes se desvanezcan, aunque sea en un gesto tan simple como caminar con los míos, sin prisa, bajo el sol del verano.
por Alfonso Beccar Varela y Grok.
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