Los kioscos de diarios de Buenos Aires

 

Para un chico que creció en Buenos Aires en décadas pasadas, caminar por la vereda y pasar frente a un kiosco de diarios era como asomarse a una ventana hacia un mundo inmenso, vibrante y lleno de promesas. Esos pequeños puestos, encajados en las esquinas o alineados contra las paredes de las avenidas, no eran solo lugares donde se vendían periódicos y revistas. Eran portales a la imaginación, cápsulas de la vida cotidiana y, para muchos, un rito de paso en la infancia. Con sus estantes abarrotados, sus colores chillones y ese olor inconfundible a papel impreso mezclado con el aire húmedo de la ciudad, los kioscos de diarios representaban un microcosmos de la cultura porteña, un punto de encuentro entre lo cotidiano y lo extraordinario.

Un escaparate de maravillas

Para un niño, el kiosco de diarios era, ante todo, un espectáculo visual. Las portadas de las revistas colgaban en hileras, sujetas con broches, como un mosaico de historias que competían por atención. Las tapas de Billiken y Anteojito prometían aventuras de Hijitus o Calculín, con dibujos que parecían saltar del papel. Más allá, las revistas de historietas como D’Artagnan o El Tony desplegaban a Nippur de Lagash o al Eternauta, héroes que un chico podía imaginar mientras esquivaba baldosas flojas en la vereda. Y luego estaban las portadas de los diarios —ClarínLa NaciónCrónica— con titulares en letras enormes que hablaban de goles de Maradona, crisis políticas o, a veces, tragedias que el niño no entendía del todo, pero que lo hacían sentir parte de algo más grande.

El kiosco no era solo un lugar de noticias; era un bazar de sueños. Había figuritas para completar el álbum del Mundial, con ese brillo pegajoso que se adhería a los dedos. También estaban las revistas coleccionables, verdaderos tesoros que abrían las puertas del mundo y la historia. Series como Geografía Universal Ilustrada desplegaban mapas de continentes lejanos, fotos de selvas amazónicas o templos asiáticos, y textos que hacían soñar con tierras que un chico porteño solo podía imaginar. Otras, como las coleccionables sobre la Guerra Civil Española, narraban con fotos en blanco y negro y relatos detallados las batallas, los héroes y las tragedias de un conflicto que, aunque lejano, resonaba en las charlas familiares sobre abuelos inmigrantes o ideales políticos. Estas revistas no solo entretenían; eran una educación silenciosa, un puente hacia el conocimiento que, dosificado semanalmente, ensanchaba la mente de un niño y lo invitaba a preguntarse por el pasado y el mundo más allá de su barrio.

Todo esto, amontonado en un espacio que apenas permitía al vendedor girar sobre sí mismo, creaba una sensación de abundancia caótica, como si el mundo entero cupiera en esos pocos metros cuadrados.

El kiosquero, guardián y cómplice

El kiosquero era una figura central en esta experiencia. Con su delantal gris, su lápiz detrás de la oreja y esa habilidad para encontrar cualquier cosa en medio del desorden, era una mezcla de bibliotecario, comerciante y confesor. Para un chico, el kiosquero podía ser un aliado: el que te fiaba una revista cuando te faltaban unas monedas, o el que te avisaba, guiñando un ojo, que habían llegado las nuevas figuritas de Campeones o el próximo fascículo de Geografía Universal Ilustrada. Pero también podía ser intimidante, con esa mirada que parecía decir “no toques si no vas a comprar”. Interactuar con él era una pequeña lección de vida: aprender a pedir con claridad, a negociar el cambio exacto, a ganarse su confianza para que, tal vez, te dejara hojear una revista sin comprarla.

Había algo mágico en esa relación. El kiosquero conocía el barrio, sabía quién eras, quiénes eran tus padres. En una ciudad tan grande como Buenos Aires, donde las veredas podían sentirse anónimas, el kiosco era un ancla, un lugar donde el chico dejaba de ser solo un transeúnte para convertirse en parte de una comunidad. “Decile a tu papá que me debe la Gente de la semana pasada”, podía decir el kiosquero, y el chico asentía, sabiendo que ese mensaje era una prueba de que pertenecía a ese mundo.

Un umbral a la adultez

Para un niño, el kiosco también representaba un primer roce con el mundo adulto, tentador y con frutos prohibidos como la manzana del Paraíso. Mientras los mayores compraban La Razón para leer sobre política o Caras para chismear sobre famosos, el chico miraba de costado esas otras revistas, las que estaban en los estantes más altos, envueltas en plástico negro que colgaban como la fruta prohibida en el Edén. Siempre estaban ahí, al alcance de la mano pero fuera de su mundo, susurrando promesas de un conocimiento que aún no podía reclamar. Mirarlas era sentir el vértigo de lo vedado, una mezcla de intriga, nerviosismo y la certeza de que tocarlas traería consecuencias. Como Adán y Eva frente al árbol, el chico sabía que debía resistir, pero la tentación de al menos echar un vistazo era una prueba constante de su inocencia.

Incluso los diarios, con sus columnas densas y sus fotos en blanco y negro, eran un recordatorio de que el mundo era más grande y más complicado de lo que parecía desde la vereda. Un titular sobre una huelga, una foto de un presidente saludando, una crónica sobre un partido de Boca: todo eso era un idioma que el chico aún no dominaba, pero que empezaba a descifrar, palabra por palabra, cada vez que pasaba por el kiosco.

El pulso de la ciudad

Más allá de las figuritas, las historietas y las revistas coleccionables, el kiosco era un reflejo de Buenos Aires misma. En sus estantes se podía leer el humor de la ciudad: los días de euforia tras un campeonato, los meses de bronca por una devaluación, las mañanas de luto por un atentado terrorista. Para un chico, estas señales eran pistas de un mundo que aún no comprendía del todo, pero que sentía en el aire. El kiosco era donde la ciudad se contaba a sí misma, donde las noticias frescas se mezclaban con las fantasías de las historietas, los chismes de las revistas y las lecciones de historia o geografía de las colecciones.

Caminar frente a un kiosco era también aprender el ritmo de Buenos Aires. La prisa de los oficinistas comprando el diario al amanecer, el murmullo de los jubilados discutiendo política al mediodía, el bullicio de los chicos pidiendo el último fascículo al salir del colegio. El kiosco estaba siempre ahí, abierto desde el alba hasta la medianoche, como un faro en la vereda, marcando el paso del tiempo en una ciudad que nunca se detenía.

Un recuerdo que no se borra

Hoy, muchos de esos kioscos han desaparecido o han cambiado. Los diarios se leen en pantallas, las figuritas son un hobby de coleccionistas, y los chicos pasan más tiempo mirando TikTok que hojeando una Billiken o coleccionando fascículos sobre la Guerra Civil Española. Pero para quienes crecimos caminando por las veredas de Buenos Aires, el recuerdo de los kioscos de diarios sigue vivo. No era solo un lugar para comprar; era un espacio donde la infancia se encontraba con el mundo, donde la imaginación se alimentaba de tapas coloridas, titulares urgentes y relatos que llevaban a tierras y tiempos lejanos. Era soñar con ser un héroe de historieta, completar un álbum, o explorar el mundo a través de una revista coleccionable.

Pasar frente a un kiosco era detenerse, aunque sea un segundo, a mirar esa galería de historias que colgaban en la vereda. Era, en definitiva, crecer en Buenos Aires, con el corazón latiendo al ritmo de una ciudad que, como el kiosco, siempre tenía algo nuevo que contar.


por Alfonso Beccar Varela y Grok.

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