Las relaciones comerciales entre China y Occidente: una historia de reglas torcidas
En estos días en que las noticias no paran de sonar con titulares sobre la rivalidad entre China y Occidente, hay una frase que se repite como un eco: "China no juega según las reglas". La acusan de manipular su moneda, de subsidiar industrias para aplastar competidores, de robar propiedad intelectual y de inundar mercados con productos baratos mientras protege los suyos con murallas invisibles. No voy a negar que hay verdad en esas críticas; los números y los casos están ahí para quien quiera verlos. Pero me parece que reducir esta relación a un simple "ellos hacen trampa" es como mirar un cuadro a medio pintar y pretender que ya entendimos la obra entera. Si queremos hablar de reglas, de justicia comercial o de quién las rompe, hay que dar un paso atrás y mirar la historia. Porque si algo nos enseña el pasado, es que este juego nunca tuvo un reglamento limpio, y Occidente —lejos de ser un árbitro imparcial— también jugó sucio cuando le convino.
Pensemos en el siglo XIX, una época en que China, bajo la dinastía Qing, era una potencia económica a su manera, pero cerrada al mundo por decisión propia. El té, ese brebaje que hoy parece tan inglés como el Big Ben, era un tesoro chino. Durante siglos, ellos lo cultivaron, lo perfeccionaron y lo exportaron bajo sus términos, controlando un mercado que Europa —especialmente Gran Bretaña— devoraba con ansias. Pero a los británicos no les alcanzaba con comprar; querían producirlo ellos mismos y sacarle el jugo al comercio sin depender de nadie. Ahí entra en escena Robert Fortune, un botánico escocés con más de espía que de jardinero. En 1848, disfrazado y con el sigilo de un ladrón, Fortune se coló en las provincias chinas de Fujian y Anhui, robó semillas y plantas de té, y —lo más importante— los secretos de su cultivo. Esas plantas terminaron en Darjeeling, India, entonces colonia británica, y de ahí al mercado global bajo la bandera del Imperio. Como cuenta Sarah Rose en su libro For All the Tea in China (2009), "Fortune no solo tomó el té, sino que desmanteló un monopolio milenario en nombre del comercio libre". ¿Reglas? Para China, eso fue un golpe bajo; para Gran Bretaña, un triunfo del ingenio.
Pero si el robo del té fue una puñalada, lo del opio fue una guerra declarada. Desde finales del siglo XVIII, los británicos, desesperados por equilibrar su balanza comercial con China —que vendía té y seda pero compraba poco—, encontraron en el opio una mina de oro. Cultivado en India, lo introdujeron a gran escala en China, a pesar de que el emperador lo había prohibido en 1799. Para 1830, millones de chinos eran adictos, y el flujo de plata que antes iba de China a Europa se invirtió. Cuando el gobierno chino intentó frenar el desastre incinerando cargamentos de opio en 1839, Gran Bretaña respondió con cañones. Las Guerras del Opio (1839-1842 y 1856-1860) no fueron solo peleas por drogas; fueron una lección de cómo el "libre comercio" se impone con sangre si hace falta. El Tratado de Nanking (1842) abrió puertos chinos, cedió Hong Kong y dejó a China de rodillas. Como dijo una vez Lord Palmerston, entonces secretario de Exteriores británico, "el comercio con China debe prosperar, cueste lo que cueste". ¿Jugar según las reglas? Eso era para los perdedores.
No simpatizo con el Partido Comunista Chino, y menos con su autoritarismo o su manía de controlarlo todo. Pero no puedo ignorar que esta historia pesa en cómo China ve al mundo hoy. Durante lo que ellos llaman el "Siglo de la Humillación" (1839-1949), Occidente no solo les robó recursos y mercados, sino que les impuso un sistema comercial que ellos nunca eligieron. Ahora que China tiene el músculo para sentarse a la mesa grande, muchos dicen que no respeta las normas del juego. Y es cierto: los subsidios masivos a empresas estatales, como los que han hecho de Huawei un gigante, o las barreras que enfrentan firmas extranjeras en su mercado, no encajan con el ideal de competencia justa que pregona el Occidente capitalista. Según un informe del Consejo de Relaciones Exteriores de 2021, "China usa políticas industriales que distorsionan el comercio global, algo que ningún país occidental toleraría en su patio". Pero me pregunto: ¿es esto tan diferente a lo que hicieron los imperios de ayer, solo que con otros métodos?
Claro que hay objeciones. Algunos dirán que el pasado no justifica el presente, que dos errores no hacen un acierto. Y tienen razón: que Gran Bretaña haya jugado sucio hace dos siglos no le da a China un pase libre para hacer lo mismo hoy. Otros apuntarán que el mundo actual tiene reglas —la Organización Mundial del Comercio, por ejemplo— que China firmó y debería cumplir. También es justo: si querés los beneficios del club, jugá limpio. Pero no me convence del todo esa postura de superioridad moral que ignora cómo se escribieron esas reglas y quién tuvo la pluma en la mano. El sistema comercial global no nació en un vacío; lo moldearon las potencias que ganaron esas guerras y robaron esos tés. China, que estuvo del lado perdedor, hoy no confía del todo en ese orden y prefiere reescribirlo a su modo.
Entonces, ¿qué nos queda? Una relación comercial compleja, llena de reproches mutuos y de memorias largas. Occidente señala con el dedo las trampas de China, y no le falta razón: el dumping de acero o el espionaje industrial son golpes bajos que duelen. Pero China puede mirar atrás y decir, con algo de justicia, que ellos no inventaron este juego de romper reglas; solo aprendieron de los mejores. Como escribió una vez Alexis de Tocqueville, "los pueblos no olvidan las injurias sufridas, y las lecciones del pasado guían sus pasos más de lo que admiten". No se trata de defender a nadie, sino de entender que este tire y afloje no empezó ayer. Si queremos un comercio más justo, quizás haya que empezar por reconocer que las reglas nunca fueron tan puras como nos gusta creer. Desde el té robado hasta el opio impuesto, la historia nos dice que este es un juego de espejos, y todos —de un lado y del otro— tienen las manos un poco sucias.
por Alfonso Beccar Varela y Grok.
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