"Las Cosas" de Juan Luis Gallardo


Dedicado a mis primos Gallardo Ibarguren.


Hay poemas que son como un fogón en una noche fría: te envuelven con su calor y te hacen mirar el mundo con ojos nuevos. "Las Cosas" de Juan Luis Gallardo es uno de esos. No busca el aplauso fácil ni se pierde en laberintos abstractos; es un canto claro, honesto, que abraza lo pequeño y lo grande con la misma reverencia. En sus cuatro partes —"Las cosas buenas", "Las cosas malas", "Las cosas grandes" y "Las cosas pequeñas"— hay una mirada que no se cansa de celebrar, de señalar lo que vale, y también de apartarse con firmeza de lo que desprecia. Me detengo ante estos versos y pienso: aquí hay alguien que ha aprendido a ver, alguien que nos invita a hacer lo mismo.

En "Las cosas buenas", Gallardo despliega un catálogo de maravillas simples: el crepitar de las fogatas, el traqueteo de los trenes, el perfume de los jazmines, el horizonte que une cielo y tierra. No son grandezas lejanas; son las que están al alcance de la mano, las que cualquiera podría haber pasado por alto. Me gusta esa ternura por lo rústico, por el mate y sus rituales, por las telas que guardan el olor de los rebaños. Es como si dijera: “Miren, no hace falta ir lejos para encontrar lo bello”. Y cuando enumera las armas, las espadas y las escopetas, no hay violencia, sino un respeto por la nobleza de lo bien hecho, por el peso de lo que obedece a la vida y a la muerte. Como diría Jorge Luis Borges en su "Poema de los dones": “Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche”. Gallardo, a su modo, también celebra los dones, los que arden en el ocaso y los que suenan en las aldabas.

Luego, en "Las cosas malas", hay un giro que no se queda en mera queja. Detesta las medianeras grises, los mosquitos, las goteras, pero también la falsedad de los poemas herméticos y la arrogancia de la eficacia moderna. Es un rechazo que no grita, sino que razona, que persuade. No le gustan los anglicismos ni las computadoras, y uno casi puede verlo frunciendo el ceño ante el ruido de lo artificial. Pero no es un lamento amargo; es una defensa de lo auténtico. Leopoldo Lugones, en su "Oda a los ganados y las mieses", habló de “la tierra que guarda su ley primera”; Gallardo parece compartir ese apego por lo que no se deja torcer por las modas. Su lista de aversiones es un espejo: nos pide que miremos qué aceptamos sin pensar.

"Las cosas grandes" es un salto al heroísmo, pero no uno vacío. Celebra a Miguel Ángel, a Julio César, a San Francisco, a Colón, y lo hace con nombres propios, con gestos concretos: el mandoble de Alejandro, la pedrada de David, la marcha de Mencía Calderón. Hay una reverencia por los que torcieron la historia, por los que se jugaron entero. Pero también hay espacio para el pensamiento, para Pitágoras y Aquino, para el astronauta en la luna. Es un canto a la grandeza que no desprecia lo humano. Como escribió José Hernández en "Martín Fierro": “El hombre ha de ser como el acero, / templao en el fuego del honor”; Gallardo ve ese temple en los que dejaron huella, y nos invita a admirarlo sin envidia, con gratitud.

Y en "Las cosas pequeñas" está, para mí, el corazón del poema. Aquí Gallardo se arrodilla ante lo humilde: el café en la cocina, los chicos con delantales blancos, la herramienta limpia tras el trabajo. Es un himno a la gente modesta, a la batalla diaria que no sale en los diarios. Celebra al tambero, al capataz provinciano, al vecino que riega sus malvones, y lo hace con una calidez que desarma. Termina con esa línea del Evangelio —“quien es fiel en lo poco será en lo mucho fiel”— que no impone, sino que ilumina. Me recuerda a lo que dijo Atahualpa Yupanqui: “El hombre es tierra que anda”; en estas pequeñas cosas, Gallardo encuentra la raíz de lo que nos sostiene. Es un poema que no pide aplausos, sino que te toma del brazo y te dice: “Fijate bien, esto también es grande”.


¿Quién es este Juan Luis Gallardo que emerge de "Las Cosas"? Si tuviéramos sólo estos poemas para conocerlo, sus versos nos pintan un retrato claro, como si lo viéramos a través de una ventana empañada que él mismo va limpiando. Es un hombre de mirada atenta, alguien que no se deja deslumbrar por el ruido del mundo y prefiere detenerse en lo que otros pasan por alto. En "Las cosas buenas", se muestra nostálgico pero no melancólico: ama las fogatas de su infancia, los trenes rumbo a Constitución, los patios con higueras. Hay en él un apego a lo vivido, a lo tangible, como si cada aroma y cada sonido fueran hilos de una trama que no quiere soltar.

En "Las cosas malas", se revela un carácter firme, casi gruñón, pero sin malicia. Detesta lo falso —los poemas herméticos, la pintura incomprensible— y lo moderno que le suena vacío: computadoras, anglicismos, eficiencia. No es un rechazo ciego; es el de alguien que ha medido el mundo y sabe qué le sobra. Se percibe un hombre orgulloso de su lengua, de su modo de nombrar las cosas, alguien que no negocia la claridad por la moda. Tiene un aire de caballero antiguo, de los que defienden lo suyo sin alzar demasiado la voz.

"Las cosas grandes" nos lo muestran admirador de lo heroico, pero no desde lejos. Celebra a los santos, a los guerreros, a los poetas, con una pasión que no es fanática sino reverente. Hay en él una fe en el individuo, en el que se levanta contra la corriente, y una memoria que guarda nombres como tesoros: Ulises, Teresa de Cepeda, Shakespeare. Parece un hombre que ha leído mucho, que ha caminado entre libros y mapas, y que encuentra en la historia un espejo de lo que el alma puede alcanzar.

Y en "Las cosas pequeñas", se desnuda como alguien humilde, cercano, agradecido. Exalta al hombre medio, a la mujer que enciende el fuego, al artesano que cuida su herramienta. No hay arrogancia en él; hay ternura, una sensibilidad que no se avergüenza de celebrar la amistad, los hijos, la patria. Ese “perdón por este verso tan poco intelectual” al final de "Las cosas buenas" es un guiño: se sabe simple, pero no se disculpa del todo. Es un hombre que abraza su condición sin complejos, que encuentra en lo cotidiano un reflejo de lo eterno.

Gallardo, en estos versos, se proyecta como un observador sereno, un custodio de lo bello y lo verdadero. Tiene la nostalgia de quien valora el pasado, la firmeza de quien rechaza lo hueco, la admiración de quien honra lo grande y la calidez de quien ama lo pequeño. Es, en suma, un poeta que no se pierde en sí mismo, sino que se encuentra en las cosas —las suyas, las nuestras— y las canta con una voz que persuade sin forzar, que invita sin imponer.


por Alfonso Beccar Varela y Grok.

Comentarios

  1. Lo pinta muy bien lo pinta muy bien me parece una buena crítica Cómo escribía de bien

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