La suerte de los cristianos en tierras musulmanas

 


En un mundo que se vanagloria de su “progreso” y “tolerancia”, la situación de los cristianos en países gobernados por musulmanes es un grito que resuena en el silencio de la indiferencia. No escribo desde el rencor, sino desde una pena honda, la de quien contempla el sufrimiento de hermanos en la fe mientras el mundo aparta la mirada. Sus historias de resistencia, martirio y abandono son un espejo que nos confronta: ¿qué hemos hecho con el legado de nuestra fe? Este ensayo, inspirado en las palabras de Jesús —“No teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma” (Mateo 10:28)—, busca, con amabilidad pero con firmeza, abrir los ojos a una verdad que no podemos seguir ignorando.

Un legado de fe en tierras hostiles

Desde el siglo VII, cuando el islam se expandió por Oriente Medio, los cristianos han vivido como minorías en tierras dominadas por la media luna. Bajo los califatos omeya (661-750) y abasí (750-1258), se les otorgaba el estatus de dhimmi, un pacto que les permitía practicar su fe a cambio de pagar la jizya —un impuesto especial— y aceptar restricciones sociales, como no construir nuevas iglesias o no portar armas. Este sistema, aunque desigual, permitió a comunidades como los coptos en Egipto, los maronitas en Líbano y los asirios en Mesopotamia preservar su identidad. Por ejemplo, los cristianos nestorianos de Bagdad tradujeron textos griegos al árabe, contribuyendo al florecimiento intelectual del islam medieval.

Sin embargo, la coexistencia fue inestable. Durante las Cruzadas (1095-1291), las tensiones entre cristianos y musulmanes se exacerbaron, y episodios como la masacre de cristianos en Jerusalén en 1099 por los cruzados, o la reconquista musulmana, dejaron heridas profundas. En los siglos posteriores, la presión para convertirse al islam, junto con migraciones y persecuciones esporádicas, redujo la población cristiana. En Egipto, los cristianos eran cerca del 90% de la población en el siglo VII; hoy, los coptos representan apenas el 10% de 100 millones de habitantes. En Irak, los cristianos, que eran 1.5 millones en 2003, no superan los 250,000 en 2025, según estimaciones de Open Doors.

Hoy, la realidad es un mosaico de contrastes. En Jordania, donde los cristianos son un 2-3% de 11 millones de habitantes, la monarquía hachemita protege su libertad religiosa. Las iglesias de Ammán y Madaba celebran misas sin restricciones, y figuras cristianas como el diputado Tarek Khoury ocupan cargos públicos. Líbano, con un 34% de cristianos (maronitas, ortodoxos y otros), mantiene un sistema confesional que garantiza su influencia política, aunque las tensiones sectarias y la crisis económica amenazan esta estabilidad. En cambio, en Arabia Saudita, donde el islam wahabí rige, el culto cristiano público es ilegal, y los conversos enfrentan la pena de muerte por apostasía. En Pakistán, con 4 millones de cristianos (2% de 240 millones), las leyes de blasfemia han llevado a casos como el de Asia Bibi, condenada en 2010 y absuelta en 2018 tras una batalla legal internacional. En Irak y Siria, el ISIS destruyó comunidades cristianas milenarias entre 2014 y 2017, desplazando a cientos de miles. Como dijo Jesús: “Si me persiguieron a mí, también los perseguirán a ustedes” (Juan 15:20).

El martirio: La corona de los fieles

El martirio no es una reliquia de los coliseos romanos; es una realidad palpitante en tierras musulmanas. En Nigeria, donde los cristianos representan la mitad de 220 millones de habitantes, grupos como Boko Haram han matado a miles en el norte. Según el World Watch List 2024 de Open Doors, Nigeria es el país donde más cristianos fueron asesinados por su fe en 2023, con 4,118 víctimas. En 2014, Boko Haram secuestró a 276 niñas en Chibok, muchas de ellas cristianas, y algunas, como Leah Sharibu, siguen cautivas por negarse a renunciar a su fe.

En Egipto, los coptos han enfrentado ataques devastadores. El Domingo de Ramos de 2017, dos bombas en iglesias de Tanta y Alejandría mataron a 45 personas. En 2015, en Libia, 21 cristianos coptos fueron decapitados por ISIS en una playa, sus últimas palabras captadas en video: “Jesús”. En Irak, el padre Ragheed Ganni, un sacerdote caldeo, fue asesinado en Mosul en 2007 tras negarse a cerrar su iglesia. Sus palabras resuenan: “Sin la Eucaristía, no podemos vivir”. En Siria, donde los cristianos eran 1.8 millones (10%) antes de la guerra civil, hoy apenas quedan 300,000, según la ONG Aid to the Church in Need. En 2013, extremistas asesinaron a 11 cristianos en Maaloula, un pueblo donde aún se habla arameo, la lengua de Jesús.

Pero el martirio no siempre es sangre. Hay un martirio silencioso, el de quienes viven bajo constante amenaza. En Irán, los cristianos evangélicos, que suman unos 800,000 según estimaciones, rezan en iglesias domésticas clandestinas, sabiendo que la policía religiosa puede arrestarlos. En Pakistán, los cristianos enfrentan discriminación laboral y social; muchos trabajan en oficios humildes, como la limpieza, y sus hijos son acosados en las escuelas. Este martirio cotidiano, sin medallas ni titulares, es un eco de la paciencia de Job, que soportó la pérdida con fe inquebrantable (Job 1:21). Como los argentinos que en la Independencia sostuvieron la patria con su esfuerzo callado, estos cristianos sostienen la Iglesia con su perseverancia.

La indiferencia de Occidente: Un silencio que traiciona

Mientras los cristianos sufren, Occidente, heredero de la cristiandad, permanece mudo. En Europa, donde catedrales como Notre Dame alzan sus agujas al cielo, las comunidades musulmanas crecen en influencia. En Francia, los musulmanes son el 10% de 67 millones de habitantes, y en el Reino Unido, el 6.7% de 67 millones, según Pew Research (2020). Sus líderes abogan por mezquitas, escuelas islámicas y derechos culturales, y son escuchados. No lo critico; la libertad es para todos. Pero, ¿dónde está la voz por los cristianos perseguidos? El incendio de Notre Dame en 2019 movilizó 2,000 millones de euros en donaciones, pero los 200,000 cristianos desplazados de Mosul en 2014 apenas recibieron ayuda. En Nigeria, donde 5,000 iglesias fueron destruidas entre 2014 y 2023, según Open Doors, las noticias pasan desapercibidas.

Esta indiferencia tiene raíces ideológicas. El secularismo ha despojado a Europa de su alma cristiana, como advirtió G.K. Chesterton: “El mundo moderno ha perdido la capacidad de maravillarse ante su propia herencia” (Orthodoxy, 1908). En su lugar, una mentalidad “progresista” teme condenar la persecución de cristianos por no ser tildada de “islamofóbica”. Es la misma lógica que maquilla el aborto como “atención médica”, pero calla ante el genocidio cultural de los asirios. Los gobiernos occidentales, más preocupados por alianzas con países como Arabia Saudita —que exportó 28,000 millones de dólares en petróleo a la UE en 2023, según Eurostat— o por votos domésticos, evaden el tema. Informes como el de la U.S. Commission on International Religious Freedom (2024) detallan la persecución en 28 países, pero rara vez generan acción concreta.

Mientras tanto, las comunidades musulmanas en Europa, organizadas y vocales, logran avances. En Alemania, el Consejo Central de Musulmanes representa a 5.5 millones de fieles, y en Francia, el Consejo Francés del Culto Musulmán negocia con el gobierno. En contraste, los cristianos perseguidos carecen de un lobby poderoso. ¿Dónde están las manifestaciones por los coptos asesinados? ¿Dónde los líderes que exijan asilo para los asirios? Como dijo Jesús: “Lo que hicieron con el menor de mis hermanos, conmigo lo hicieron” (Mateo 25:40). El silencio de Occidente es una traición a esta enseñanza.

Un camino de esperanza y responsabilidad

A pesar de la oscuridad, hay destellos de luz. En Egipto, tras los atentados de 2017, el gran imán de Al-Azhar, Ahmed el-Tayeb, condenó la violencia y visitó iglesias coptas, un gesto de solidaridad. En Jordania, el rey Abdalá II financia la restauración de sitios cristianos, como el lugar del bautismo de Jesús. En Marruecos, reformas educativas desde 2019 promueven la tolerancia religiosa, incluyendo el estudio del judaísmo y el cristianismo. Estas acciones muestran que la convivencia es posible cuando hay voluntad.

Pero la responsabilidad no recae solo en los países musulmanes. Occidente debe actuar. Los gobiernos pueden condicionar la ayuda económica a mejoras en los derechos de las minorías, como hizo la UE con Turquía en 2020. Organizaciones como Aid to the Church in Need, que apoyó a 330,000 cristianos en 2023, necesitan más respaldo. Los ciudadanos pueden presionar a sus líderes y, sobre todo, rezar. La oración, como las madres argentinas que sostenían la Independencia con sus rosarios, es un arma poderosa. Como dijo San Pablo: “La fe es la certeza de lo que se espera” (Hebreos 11:1).

Los cristianos en tierras musulmanas no piden compasión, sino justicia. Su resistencia es un recordatorio de quiénes somos como cristianos. Sus mártires, desde los coptos decapitados hasta los sacerdotes asesinados, son semillas de una Iglesia que no muere. Que su ejemplo nos despierte del letargo, nos devuelva el coraje y nos impulse a defender a los nuestros, no con odio, sino con la caridad que “todo lo soporta” (1 Corintios 13:7).


por Alfonso Beccar Varela y Grok.



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