La paradoja de la apertura argentina: Entre el cosmopolitismo y la introspección
La identidad argentina está marcada por una tensión fascinante: la convicción de ser un pueblo abierto al mundo, conectado con las grandes corrientes culturales y políticas globales, frente a una realidad que a menudo revela un fuerte apego a lo propio, una introspección provinciana que puede limitar esa apertura proclamada. Esta dicotomía no es necesariamente un defecto, sino un rasgo humano que adquiere matices únicos en Argentina, moldeado por su historia de inmigración, su aislamiento geográfico y una cultura que combina orgullo, pasión y autocrítica. Este ensayo explora esta paradoja, ofreciendo contexto histórico, ejemplos concretos y un análisis sociológico del arquetipo argentino. Invito al lector a reflexionar sobre cómo esta tensión puede transformarse en una oportunidad para un crecimiento colectivo, guiados por la humildad y la búsqueda de la verdad.
Contexto histórico: Raíces de una identidad dual
La historia de Argentina es clave para entender su autopercepción de apertura y su tendencia a la introspección. A fines del siglo XIX y principios del XX, el país se transformó en un crisol de culturas gracias a la llegada de millones de inmigrantes, principalmente italianos y españoles, pero también judíos, sirios, alemanes y otros. Entre 1870 y 1930, Argentina recibió cerca de 6 millones de inmigrantes, un fenómeno que pocos países igualaron en proporción a su población. Este flujo trajo consigo ideas liberales, socialistas, anarquistas y católicas, configurando una sociedad plural que se enorgullecía de su diversidad. Buenos Aires, apodada la “París de Sudamérica”, se convirtió en un centro cultural con teatros, cafés y universidades que rivalizaban con las de Europa. Como escribió José Luis Romero, “Buenos Aires se pensó siempre como una capital del mundo” (Las ciudades y las ideas, 1970, p. 245).
Sin embargo, esta apertura al mundo tuvo límites. La élite criolla, que dominaba la política y la economía, buscó moldear a los inmigrantes bajo un ideal nacional basado en el catolicismo y la tradición hispánica, a menudo marginando otras identidades. La Ley de Residencia de 1902, por ejemplo, permitió deportar a inmigrantes considerados “subversivos” —muchos de ellos anarquistas o socialistas—, revelando una resistencia a ciertas ideas foráneas. Al mismo tiempo, el aislamiento geográfico de Argentina, en el extremo sur del continente, fomentó una mentalidad insular. Lejos de los centros de poder global, el país desarrolló una identidad que miraba tanto hacia afuera, admirando a Europa, como hacia adentro, defendiendo lo propio frente a influencias externas.
El siglo XX profundizó esta dualidad. Durante el peronismo (1946-1955), Juan Domingo Perón promovió una narrativa de soberanía nacional que exaltaba lo argentino —el gaucho, el tango, el obrero— mientras desconfiaba de las influencias extranjeras, particularmente de Estados Unidos. Esta retórica nacionalista, aunque inclusiva para las clases populares, reforzó una introspección que veía lo foráneo como potencialmente amenazante. Las crisis económicas y políticas posteriores, desde el golpe de 1976 hasta la crisis de 2001, consolidaron una desconfianza hacia instituciones globales como el FMI, percibidas como impositoras de recetas ajenas a la realidad local. Como señaló el sociólogo Juan José Sebreli, “el argentino oscila entre la arrogancia de creerse superior y la inseguridad de sentirse periférico” (El asedio a la modernidad, 1991, p. 87). Esta historia de apertura selectiva y resistencia al cambio externo configura la paradoja actual.
La autoproclamada apertura al mundo
Los argentinos se perciben como cosmopolitas, herederos de una tradición que los conecta con el mundo. Esta autopercepción tiene bases sólidas. Buenos Aires es un epicentro cultural donde se estrenan óperas, se publican novelas que trascienden fronteras y se debaten ideas globales en cafés como el Tortoni. La educación, históricamente gratuita y de calidad, ha producido generaciones capaces de dialogar con corrientes filosóficas, científicas y artísticas internacionales. Figuras como Jorge Luis Borges, cuya literatura fusiona lo universal con lo local, o Lionel Messi, un ícono global del fútbol, refuerzan esta idea de una Argentina proyectada al mundo.
Esta apertura se refleja en el consumo cultural. Los argentinos adoptan con entusiasmo modas globales: series de Netflix como Stranger Things, música de artistas como Billie Eilish o tendencias como el veganismo. En los años 80, el rock nacional —inspirado en The Beatles y The Rolling Stones— se convirtió en un fenómeno cultural que, aunque profundamente argentino, dialogaba con el mundo. Más recientemente, el éxito de artistas como Lali Espósito o Tini Stoessel en plataformas globales muestra una capacidad de integración con la cultura pop internacional.
Sin embargo, esta apertura es a menudo superficial. Adoptar una serie o una moda no implica interiorizar los valores que las acompañan. Por ejemplo, un argentino puede disfrutar de una película de Hollywood sobre diversidad cultural, pero resistirse a cuestionar prejuicios locales, como la estigmatización de ciertas provincias o comunidades inmigrantes. Esta selectividad revela una apertura más aspiracional que práctica, donde lo global se consume, pero no siempre se integra en la cosmovisión cotidiana.
La introspección que define lo argentino
Frente a esta autopercepción de apertura, la cultura argentina muestra una fuerte inclinación a centrarse en sí misma. Este apego a lo local se manifiesta en la idealización de símbolos nacionales: el asado como ritual social, el mate como emblema de comunidad, el fútbol como pasión colectiva. Estos elementos no son meras costumbres, sino pilares de una identidad que se percibe como única y, a veces, superior. Por ejemplo, un argentino puede bromear sobre la “viveza criolla”, pero defender con fervor que el asado argentino es “el mejor del mundo”, desestimando otras tradiciones culinarias.
Esta introspección tiene raíces prácticas. Las crisis recurrentes han generado una desconfianza hacia lo externo, desde políticas económicas impuestas por organismos internacionales hasta modas culturales que puedan diluir la identidad local. Un ejemplo claro es la resistencia al uso de anglicismos en el lenguaje cotidiano. Mientras países como Chile o México incorporan términos como “marketing” o “software” sin mayor conflicto, en Argentina se prefiere “publicidad” o “programa”, reflejando un celo por preservar el español rioplatense. Esta actitud, aunque comprensible, puede percibirse como una barrera a la integración global.
En lo social, los argentinos son cálidos y hospitalarios, pero tienden a formar círculos cerrados de confianza. Un extranjero puede ser recibido con entusiasmo en una reunión, pero integrarse plenamente en un grupo de amigos requiere tiempo y esfuerzo. Esta dinámica se ve incluso dentro del país: un porteño puede mirar con cierta condescendencia a alguien de una provincia del interior, y un cordobés puede bromear sobre los “chetos” de Buenos Aires. Estas divisiones internas refuerzan una mentalidad que prioriza lo conocido sobre lo ajeno.
Un caso ilustrativo es la reacción a la globalización en los años 90. Durante el gobierno de Carlos Menem, Argentina abrazó el neoliberalismo, abriendo su economía y adoptando modas globales como los shoppings y las marcas internacionales. Sin embargo, la crisis de 2001, que muchos atribuyeron a esas políticas, generó un rechazo visceral a la globalización. Movimientos como las asambleas barriales o el trueque reflejaron un retorno a lo local, a la comunidad inmediata, como respuesta a un mundo percibido como hostil. Este episodio muestra cómo la apertura argentina puede replegarse hacia la introspección en momentos de adversidad.
Análisis sociológico: El arquetipo argentino
Desde una perspectiva sociológica, el arquetipo argentino puede entenderse como un individuo que combina una ambición cosmopolita con un arraigo emocional a lo local. Este arquetipo, descrito por el antropólogo Alejandro Grimson como “el argentino apasionado” (Mitomanías argentinas, 2012), es un ser de contradicciones: culto pero desconfiado, orgulloso pero autocrítico, abierto al mundo pero defensor de su identidad. Este carácter se forja en una sociedad que ha enfrentado constantes desafíos —crisis económicas, inestabilidad política, desigualdad— y que ha aprendido a sobrevivir mediante la creatividad y la resiliencia.
El sociólogo Norbert Lechner ofrece una clave para entender esta dualidad: “En América Latina, la identidad se construye en tensión entre la modernidad que se desea y la tradición que se defiende” (Los patios interiores de la democracia, 1988, p. 54). En Argentina, esta tensión es particularmente aguda. El argentino aspira a la modernidad —tecnología, cultura global, prestigio internacional—, pero se refugia en la tradición cuando siente que su identidad está amenazada. Esta ambivalencia se ve en actitudes cotidianas: un joven puede usar TikTok para compartir contenido global, pero defender con pasión el dulce de leche como “patrimonio nacional”; un intelectual puede citar a Derrida, pero resistirse a políticas públicas que percibe como impuestas desde afuera.
El arquetipo argentino también está marcado por lo que Grimson llama “la pasión por la excepcionalidad”. Los argentinos tienden a verse como únicos, diferentes incluso de sus vecinos latinoamericanos. Esta excepcionalidad alimenta el orgullo, pero también la introspección, ya que lleva a priorizar lo propio sobre lo externo. Por ejemplo, durante la pandemia de COVID-19, Argentina desarrolló su propia vacuna, un logro científico notable, pero las discusiones públicas se centraron más en la “genialidad argentina” que en el contexto global de colaboración científica. Esta tendencia a autoreferenciarse refuerza la paradoja: el deseo de ser global coexiste con una mirada que privilegia lo local.
Otro rasgo del arquetipo es la “viveza criolla”, una mezcla de ingenio y oportunismo que, aunque criticada, refleja una adaptación a la incertidumbre. Esta viveza puede ser una fortaleza —como en la creatividad de los emprendedores argentinos—, pero también una limitación cuando se traduce en desconfianza o rechazo a lo nuevo. Por ejemplo, la resistencia a adoptar tecnologías como el voto electrónico, común en otros países, responde en parte a esta mentalidad, que prefiere lo conocido, aunque imperfecto, a lo desconocido.
Ejemplos contemporáneos de la paradoja
Para ilustrar esta dicotomía, consideremos algunos ejemplos recientes. En el ámbito cultural, el éxito de la película Argentina, 1985 (2022) es un caso paradigmático. La cinta, que narra el juicio a las juntas militares, fue aclamada internacionalmente y nominada al Oscar, proyectando a Argentina como un país capaz de reflexionar sobre su historia con madurez. Sin embargo, en el debate interno, la película generó polarización: mientras algunos la celebraron como un hito universal, otros la criticaron por no incluir ciertas perspectivas locales, como el rol de los movimientos subversivos. Esta reacción muestra una apertura al reconocimiento global, pero también una introspección que exige que la narrativa refleje “la verdad argentina”.
En lo económico, la adopción de criptomonedas en Argentina es otro ejemplo. El país lidera la región en el uso de monedas digitales, adoptando una tecnología global para sortear la inflación y las restricciones cambiarias. Esto refleja una mentalidad abierta a la innovación. Sin embargo, muchos argentinos usan las criptomonedas no para integrarse a la economía global, sino para proteger sus ahorros en un contexto de desconfianza hacia el sistema financiero internacional. Esta apertura pragmática está limitada por una mirada centrada en la supervivencia local.
En lo social, la recepción de inmigrantes recientes, como los venezolanos, también ilustra la paradoja. Argentina ha acogido a cientos de miles de venezolanos desde 2015, ofreciendo refugio y oportunidades laborales. Esta hospitalidad refleja una apertura humanitaria. Sin embargo, en algunos sectores, persisten prejuicios que estigmatizan a los inmigrantes como “competencia” en el mercado laboral, revelando una resistencia a integrar plenamente al “otro” en la comunidad.
Una invitación a la reflexión
La paradoja entre la apertura proclamada y la introspección práctica no es un defecto, sino una oportunidad. La verdadera apertura no se mide por consumir cultura global o viajar al exterior, sino por la disposición a cuestionar las propias certezas, a escuchar al otro sin prejuicios y a aprender de las críticas sin sentirse atacado. Los argentinos tienen una pasión, una creatividad y una resiliencia que los hacen únicos, pero estas virtudes podrían brillar aún más si se combinan con una humildad que reconozca las limitaciones propias.
Como nos enseñó Nuestro Señor, “quien tenga oídos, que oiga” (Mateo 11:15). La historia de Argentina, con sus luces y sombras, demuestra que este pueblo tiene la capacidad de ser no solo un consumidor de lo global, sino un protagonista que dialogue con el mundo sin perder su esencia. Esto requiere un esfuerzo colectivo: abrazar lo mejor de la identidad argentina —la calidez, el ingenio, la fe— mientras se cultiva una apertura que no tema evolucionar. La humildad, como nos recuerda Santa Teresa de Ávila, es “caminar en verdad” (Las Moradas, cap. 6). En esa verdad, Argentina puede transformar su paradoja en una fortaleza, demostrando que es posible ser fiel a lo propio mientras se construye un puente hacia los demás.
Invito al lector a preguntarse: ¿no es la apertura genuina aquella que comienza por dudar de uno mismo, por acercarse al otro con el corazón abierto? Que la búsqueda de la verdad, guiada por la fe y la razón, nos lleve a ser no solo argentinos, sino portadores de una luz que ilumine un mundo más justo y fraterno.
por Alfonso Beccar Varela y Grok.
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