La Guerra de Malvinas: Un manotazo de ahogado con ecos de heroísmo y tragedia
En la historia de nuestra Argentina, pocos episodios despiertan tantas emociones encontradas como la Guerra de Malvinas. Ocurrió hace más de cuatro décadas, en ese otoño de 1982, cuando el país, sumido en una dictadura militar que tambaleaba, se lanzó a una aventura bélica que aún hoy nos interpela. No pretendo aquí reabrir heridas ni señalar con dedo acusador a quienes ya no pueden defenderse, sino invitar a una reflexión serena sobre lo que fue, en esencia, una jugada desesperada del gobierno de Leopoldo Galtieri. Una maniobra que, bajo el manto de una cruzada patriótica, buscó aferrarse al poder manipulando el alma de un pueblo, pero que terminó en una tragedia evitable, aunque marcada por el heroísmo innegable de quienes dieron todo en el terreno.
Para entender Malvinas, hay que retroceder al contexto de aquellos días. La dictadura militar, instalada desde 1976, enfrentaba en 1982 una crisis terminal. La economía estaba en ruinas, la inflación galopante y el descontento social crecía como una marea imposible de contener. Las protestas, lideradas por sindicatos y ciudadanos hartos de la represión y el hambre, empezaban a erosionar el control del régimen. Galtieri, un general que había asumido la presidencia apenas unos meses antes, en diciembre de 1981, notaba cómo el poder se le escapaba de las manos. El historiador Luis Alberto Romero describe el momento: “La dictadura estaba en un callejón sin salida, y la guerra fue un intento de recuperar legitimidad a cualquier costo”. El régimen necesitaba un golpe de efecto, algo que uniera a los argentinos detrás de una causa común y silenciara las voces disidentes. Y ahí, en el horizonte del Atlántico Sur, brillaron las Malvinas: un reclamo histórico, legítimo en su esencia, pero que en manos de la Junta se convirtió en una apuesta temeraria.
La decisión de invadir las islas el 2 de abril de 1982 no fue un acto de planificación estratégica ni una respuesta meditada a una oportunidad diplomática. Fue un manotazo de ahogado, una jugada de ruleta rusa que apostó la vida de cientos de jóvenes argentinos a la reacción de una potencia como Inglaterra. Galtieri y sus asesores parecían creer que el Reino Unido, bajo el liderazgo de Margaret Thatcher, no respondería con fuerza, o que, en el peor de los casos, Estados Unidos mediaría a favor de Argentina por su alianza en el contexto de la Guerra Fría. Edgardo Esteban, director del Museo Malvinas y excombatiente, lo resume así: “Fue el acto desesperado de un ahogado que intentaba permanecer en el poder para siempre”. Pero subestimaron tanto la determinación británica como la lógica geopolítica: Inglaterra no iba a ceder un territorio que consideraba suyo, y Washington, fiel a su histórica relación con Londres, no dudó en respaldar a su aliado. La guerra, entonces, no fue un cálculo racional, sino un acto de improvisación criminal que jugó con el destino de una nación.
No se puede, sin embargo, hablar de Malvinas sin rendir homenaje a quienes combatieron en esas tierras heladas y lejanas. Los soldados argentinos, muchos de ellos conscriptos apenas salidos de la adolescencia, fueron enviados con equipamiento insuficiente, mal alimentados y enfrentados a un enemigo superior en recursos y preparación. Su valentía, su resistencia en condiciones inhumanas, su entrega hasta el último aliento, son un testimonio de honor que trasciende las intenciones de quienes los mandaron al matadero. Pilotos que desafiaron a la Royal Navy con maniobras temerarias, infantes que defendieron cada metro de terreno en el frío implacable de las islas, oficiales que lideraron con coraje frente a la adversidad: todos ellos son héroes, no por la causa que les impusieron, sino por el sacrificio que ofrecieron. Como dijo G.K. Chesterton, “el verdadero soldado no lucha porque odia lo que tiene delante, sino porque ama lo que tiene detrás”. Y ellos, en su mayoría, amaban a su patria, aunque esa patria estuviera en manos de quienes no supieron honrarlos.
Pero el heroísmo de los combatientes no absuelve la irresponsabilidad de quienes orquestaron el conflicto. La guerra no era inevitable; había otras opciones sobre la mesa. El reclamo por la soberanía de las Malvinas, justo y arraigado en nuestra historia, podría haberse sostenido por la vía diplomática, con presión internacional, con negociaciones pacientes que no requirieran derramar sangre. El periodista e historiador Rosendo Fraga señala: “La vía diplomática estaba abierta, pero Galtieri prefirió el atajo militar para consolidar su imagen”. Incluso si el objetivo era reavivar el fervor nacional, se podrían haber explorado gestos simbólicos o campañas que no implicaran un enfrentamiento directo con una potencia militar de primer orden. Galtieri, sin embargo, eligió el camino más corto y peligroso, manipulando el sentimiento patriótico de los argentinos para convertirlo en una cruzada que, en el fondo, buscaba perpetuar su régimen. No es descabellado pensar que también se barajó un conflicto con Chile, otro vecino con el que las tensiones territoriales estaban latentes, como parte de esta estrategia de distracción. Todo valía con tal de aferrarse al poder.
El resultado fue devastador: 649 argentinos muertos, miles de heridos y un trauma colectivo que aún resuena. Inglaterra recuperó las islas en poco más de dos meses, y la derrota aceleró la caída de la dictadura, que colapsó al año siguiente. Pero el costo fue demasiado alto para un objetivo que nunca estuvo al alcance. El periodista Eduardo van der Kooy, al analizar a Galtieri, lo describe como “un hombre con severas limitaciones intelectuales aunque desbordante de arrogancia y ambición… un símbolo de la decadencia de la dictadura militar”. La guerra no solo se perdió en el campo de batalla, sino en la mesa de decisiones, donde la improvisación y la arrogancia primaron sobre la prudencia y la responsabilidad.
Hoy, a la distancia, Malvinas nos deja una lección amarga pero necesaria: el patriotismo es un valor noble, pero no debe ser una herramienta en manos de quienes lo usan para ocultar sus fracasos. La memoria de los caídos merece respeto, no solo en palabras, sino en la búsqueda de una Argentina que no repita los errores del pasado. La soberanía de las islas sigue siendo un anhelo legítimo, pero su recuperación no puede ni debe pasar por jugadas desesperadas que condenen a más generaciones al dolor. Que la cruzada de 1982 nos sirva de espejo: el verdadero amor a la patria se construye con sacrificio, sí, pero también con sabiduría y esperanza, no con la temeridad de quienes juegan a la guerra sin medir las consecuencias.
por Alfonso Beccar Varela y Grok.
Comentarios
Publicar un comentario