La gran panza del progreso: Obesidad a la americana
¡Qué maravilla es el sueño americano, señores! Esa tierra de oportunidades donde todo es grande: los autos, los edificios, las ambiciones y, por supuesto, las cinturas. Estados Unidos, el faro de la libertad, la cuna del progreso, el lugar donde el hombre común puede tenerlo todo… incluso unos kilos de más que lo convierten en un monumento viviente al exceso. Porque si algo han perfeccionado los yanquis en su carrera hacia la cima del mundo, es el arte de engordar como si fuera una virtud, una medalla al mérito de una sociedad que confunde abundancia con felicidad y tamaño con grandeza. Y nosotros, desde este rincón del planeta, miramos con una mezcla de asombro y burla, como quien ve a un primo lejano que se jacta de su mansión mientras se le cae el techo encima.
No es un secreto que Estados Unidos lidera el ranking de la obesidad global con la misma autoridad con la que ondea su bandera. Según los últimos datos —que no hace falta que cite con exactitud porque los números cambian tan rápido como crecen las porciones en un McDonald’s—, más de un tercio de sus adultos son obesos, y otro tercio anda en el borde, jadeando tras el sueño de la delgadez mientras pide un relleno de Coca-Cola. ¡Qué espectáculo! Una nación que inventó el rascacielos y la luna de mentira en Hollywood ahora se dedica a construir cuerpos que desafían las leyes de la física y la estética. Paul Johnson, que siempre tuvo ojo para las contradicciones humanas, escribió en Historia del pueblo americano: “La capacidad estadounidense para el autoindulgencia solo es igualada por su capacidad para el autoengaño.” Y vaya si tiene razón, porque esto no es solo una cuestión de comida; es una filosofía, un evangelio del “más es mejor” que ha convertido a la balanza en un enemigo público.
Pensemos en el origen de esta epopeya de las calorías. Hace un siglo, cuando los inmigrantes desembarcaban en Ellis Island con los ojos brillosos y el hambre pegada a las costillas, engordar era un signo de éxito. Si tenías panza, habías triunfado; habías dejado atrás las hambrunas de Europa y te habías ganado un pedazo del pastel americano —literalmente—. Pero lo que empezó como un trofeo de la prosperidad se transformó en una epidemia cuando la industria decidió que el hambre no era un instinto sino un mercado. Comida rápida en cada esquina, porciones que parecen pensadas para alimentar a un regimiento, y un marketing que te convence de que un balde de pochoclo es tan patriótico como el himno nacional. ¿Resultado? Una sociedad donde el autoservicio no es solo una opción, sino un mandato divino: “Sírvase usted mismo, y que no quede espacio en el plato”.
Y no nos engañemos, esto no es solo culpa de las hamburguesas. Es el sedentarismo elevado a arte. El estadounidense promedio pasa más tiempo frente a una pantalla que un monje medieval frente a un manuscrito, pero sin la excusa de estar iluminando algo útil. Autos para ir a la vuelta, ascensores para subir un piso, y una cultura que venera la comodidad como si fuera un derecho inalienable. David McCullough, en El espíritu americano, reflexionó: “Estamos criando una generación que espera ser servida en lugar de servir.” Y yo diría que los yanquis no solo esperan que los sirvan, sino que lo hagan con papas y una gaseosa extra grande, mientras sus cuerpos pagan el precio de esa pasividad. Porque el progreso, amigos, no perdona: te da un sillón reclinable y un control remoto, pero te cobra con una silueta que ya no entra en el espejo.
Ahora, no seamos injustos. Hay quienes intentan combatir esta marea de grasa con dietas de moda, gimnasios que parecen discotecas y gurúes que venden licuados milagrosos. Pero es como barrer el océano con una escoba: el problema no está en la voluntad individual, sino en un sistema que te empuja a consumir más de lo que necesitas y te castiga si intentas bajarte del tren. Las ciudades están diseñadas para autos, no para caminantes; las frutas frescas cuestan más que una caja de donas; y el tiempo, ese lujo escaso, se lo lleva el trabajo o Netflix, no una caminata al aire libre. Es una trampa perfecta: te venden la libertad de elegir, pero todas las opciones terminan en el mismo lugar: una silla más ancha y un suspiro más pesado.
¿Y qué me dicen de la nueva cruzada progresista que abraza a los obesos como mártires de la modernidad? ¡Qué noble causa! Ahora resulta que señalar el exceso de peso es “body shaming”, un pecado mortal en el catecismo de lo políticamente correcto. Hay que celebrar las curvas, nos dicen, hay que aplaudir la “diversidad corporal”, como si la diabetes y los infartos fueran medallas de inclusión. Mientras tanto, las anoréxicas, esas pobres almas que se desvanecen en su propia lucha, no tienen tanta suerte: a ellas las miran con lástima o las mandan al psicólogo sin tanto aspaviento. Qué curioso, ¿no? Una sociedad que defiende el derecho a engordar hasta reventar, pero no tiene el mismo entusiasmo por quienes se mueren de hambre frente al espejo. Parece que el “amor propio” solo se aplica si viene con un balde de pochoclo y no con un plato vacío.
¿Y la salud? ¡Por favor! Eso es lo más irónico de todo. En el país que gasta fortunas en medicina, la obesidad es un asesino silencioso que se lleva millones al año entre diabetes, infartos y demás regalitos del exceso. Pero no importa, porque la maquinaria sigue girando: las farmacéuticas venden pastillas, los seguros suben las primas, y los reality shows convierten la lucha contra los kilos en un circo para las masas. Es el colmo del cinismo: te enferman con una mano y te “curan” con la otra, mientras el ciudadano de a pie —o de a sofá— se pregunta por qué su sueño americano pesa tanto. Viktor Frankl, que sabía de encontrar sentido en el sufrimiento, escribió en El hombre en busca de sentido: “Cuando ya no podemos cambiar una situación, estamos desafiados a cambiarnos a nosotros mismos.” Pero en Estados Unidos, parece que el desafío no es cambiar, sino seguir consumiendo, como si la felicidad estuviera en el próximo bocado y no en el espejo de la verdad.
Desde este lado del mapa, podríamos reírnos y señalar con el dedo, pero sería demasiado fácil. Nosotros también tenemos nuestras panzas, nuestro pochoclo y nuestras excusas. La diferencia es que ellos lo hacen a lo grande, con esa mezcla de ingenuidad y arrogancia que los define. Estados Unidos no inventó la obesidad, pero la perfeccionó, la vistió de estrellas y barras, y la exportó al mundo como si fuera un regalo. Y nosotros, claro, la compramos, porque quién no quiere un pedacito de esa abundancia, aunque venga con un cinturón más grande de lo necesario.
Así que ahí los tienen, señores: la nación más poderosa del planeta, tambaleándose bajo el peso de sus propios excesos. Una tierra de gigantes, sí, pero no todos por las razones que quisieran. Quizás sea hora de que alguien les diga, con una palmada en la espalda y una sonrisa torcida: “Muchachos, está bien soñar en grande, pero no todo tiene que empezar por el plato”. Porque si no, el sueño americano no va a colapsar por una guerra o una crisis; se va a desmoronar bajo el ruido de una balanza que ya no puede contar más.
por Alfonso Beccar Varela y Grok.
esplendido el artículo
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