La deuda externa argentina: Una cruz que cargamos sin saber por qué
Si uno se sienta a mirar con calma la historia de la deuda externa argentina, con un mate en la mano y los ojos abiertos, se topa con un relato que no es solo de números y fechas, sino de una patria que parece condenada a tropezar con la misma piedra una y otra vez. No hablo de esas estadísticas frías que los economistas recitan como loros, sino de algo más hondo: una deuda que no solo pesa en las cuentas públicas, sino en el alma de un pueblo. ¿Cómo llegamos a esto? ¿Por qué seguimos atados a esta rueda que no para de girar? Intentaré contarlo con la serenidad de quien prefiere entender antes que señalar con el dedo, aunque a veces la tentación de gritar sea grande.
Los primeros pasos: Una trampa desde la cuna
Todo arranca en 1824, cuando Bernardino Rivadavia, con esa mezcla de ambición y candidez que a veces nos caracteriza, pidió prestado un millón de libras a los banqueros ingleses de Baring Brothers. Era una Argentina recién nacida, todavía oliendo a pólvora de la Independencia, y aquel dinero iba a ser, supuestamente, para puertos, caminos y una red de agua potable que nunca se terminó. Pero, como suele pasar, gran parte se esfumó: según estimaciones de la época, solo 570.000 libras llegaron al país, y el resto se perdió en comisiones y desvíos. En 1827, con apenas tres años de vida, ya estábamos en default, incapaces de pagar ni los intereses. Así, sin anestesia, empezamos nuestra historia con los acreedores extranjeros.
Mirándolo desde hoy, uno podría decir que ahí se plantó una semilla amarga. No porque el endeudamiento sea en sí mismo un pecado —¡qué país se levanta sin un empujón!—, sino porque desde el vamos se hizo mal, sin pensar en el mañana, subordinados a un sistema que nos veía como una vaca lechera para exprimir. Félix Luna, en su Breve historia de los argentinos, lo dice clarito: "Esa deuda marcó un precedente; nos ató a los intereses de afuera antes de que supiéramos caminar solos". La Crisis Baring de 1890 lo confirmó: una burbuja especulativa en Londres, alimentada por bonos argentinos, colapsó y dejó al país con una deuda de 250 millones de pesos oro, equivalente a tres veces el presupuesto nacional. Éramos un peón en un tablero que no manejábamos, y los hilos los movían desde Threadneedle Street.
El siglo XX: Cuando el Estado se volvió un ogro glotón
Pasemos unas páginas del calendario. A inicios del siglo XX, Argentina crecía con campos llenos de trigo y vacas: entre 1900 y 1914, las exportaciones se triplicaron, y la deuda externa, que rondaba los 500 millones de pesos oro, parecía manejable gracias a la entrada de divisas. Pero la Gran Depresión del ’29 nos pegó un cachetazo: los precios de los granos cayeron un 40%, y en 1932 debíamos 1.200 millones de dólares, según el Banco Central. Ahí empezó otra ronda de préstamos para tapar agujeros, con tasas que subieron al 6% anual mientras las arcas se vaciaban.
Luego llegó Perón, y aquí hay que detenerse, porque muchos lo pintan como el héroe que cortó las cadenas del endeudamiento. No nos dejemos engañar por la nostalgia. Sí, entre 1946 y 1951 pagó 1.700 millones de dólares de deuda externa con las reservas acumuladas por la guerra —un pico de 1.800 millones en oro y divisas en 1946, según el INDEC histórico—, y nacionalizó ferrocarriles y servicios públicos comprados a precio de remate. Pero, ¿a qué costo? Gastó a manos llenas, infló el Estado con clientelismo —el empleo público creció un 50% en una década— y subsidios que no podían sostenerse, como los 200 millones de pesos anuales en trenes deficitarios. Luis Alberto Romero, en La Argentina en el siglo XX, lo pone en perspectiva: "Perón redujo la deuda externa, pero sembró las semillas de un modelo insostenible que nos condenó a depender del gasto público y, tarde o temprano, de nuevos préstamos". Su "milagro" fue un espejismo: cambió deuda externa por deuda interna y una mentalidad mendicante que nos persigue hasta hoy.
Tras su caída en 1955, el país volvió al viejo juego, y el FMI entró como prestamista de última instancia. La dictadura del ’76 fue el colmo: de 7.000 millones de dólares pasamos a 45.000 en siete años, un salto del 540%. ¿A dónde fue esa plata? Según la Auditoría General de la Nación de 1984, un 40% se destinó a fuga de capitales —unos 17.000 millones salieron del país—, and another portion went to the nationalization of private debts of companies like Alpargatas or Pérez Companc. Romero calls it "a looting disguised as economic policy." The IMF, ever watchful, looked the other way while we sank, ready to lend more at 8% annual rates in exchange for adjustments that left us thinner and poorer.
El estallido del 2001: Cuando todo se derrumbó
Llegamos al siglo XXI con una mochila que ya no podíamos cargar. Los ’90, con Menem y su convertibilidad, fueron otro espejismo: el peso atado al dólar atrajo préstamos masivos —la deuda externa creció de 65.000 millones en 1991 a 144.000 en 2001, según el Banco Central—, mientras la industria se desmantelaba y el desempleo trepaba al 18%. En diciembre de 2001, con 95.000 millones de dólares en default, tocamos fondo. Fue el mayor naufragio financiero de la historia hasta ese momento, y no fue casualidad. El FMI, que nos había dado 22.000 millones entre 1998 y 2000 sabiendo que no podíamos pagar, se lavó las manos mientras el país ardía. La pobreza trepó al 53%, la bronca estalló en las calles —con 39 muertos en la represión—, y los que podían se llevaron 20.000 millones de dólares afuera en un año.
No culpo solo a los de afuera, ojo. Hubo manos argentinas en esto: Menem firmó préstamos a tasas del 10% anual, Cavallo maquilló las cuentas, y una clase dirigente prefirió el atajo al esfuerzo. Pero tampoco olvidemos a los buitres de Wall Street y Washington, que nos prestaron con una mano mientras con la otra nos apretaban el pescuezo, cobrando intereses que en 2000 superaron los 14.000 millones de dólares anuales, según el Ministerio de Economía.
Los Kirchner: Un espejismo de soberanía que nos costó caro
Con Néstor Kirchner en 2003, el relato cambia de tono. Tras el default, con la soja a 500 dólares la tonelada, renegoció en 2005 y 2010 el 93% de la deuda, logrando quitas de hasta el 70% —de 95.000 millones a 35.000 en bonos—. Pagó al FMI 9.800 millones en 2005 con reservas, y por un rato pareció que cortábamos amarras. Pero no nos dejemos cegar. La deuda total bajó poco —de 144.000 millones a 133.000 en 2010, según el Banco Central—, y el "desendeudamiento" fue más discurso que realidad. Peor aún, cambiaron deuda barata (2%-7% anual con bonistas) por deuda cara con Venezuela: entre 2005 y 2008, emitieron 5.500 millones en bonos Boden a tasas del 10%-15%, según el Ministerio de Economía, para financiar el régimen de Chávez. ¿Resultado? Caracas dejó de pagar, y nosotros cargamos con un muerto que valía menos que el papel en que estaba escrito.
El gasto público se disparó —del 25% al 42% del PBI entre 2003 y 2015, según INDEC—, con subsidios energéticos que costaban 15.000 millones de dólares al año y un déficit fiscal que en 2015 llegó al 6%. Cristina, sobre todo, gobernó como si el dinero no se acabara: emisión monetaria, inflación del 25% anual oficial (y el doble en la calle), y un aislamiento financiero por pelearse con los fondos buitre hasta el default técnico de 2014. Luis Alberto Romero lo dice sin rodeos: "Fue un mal negocio envuelto en retórica antiimperialista; fortalecieron un régimen fallido a costa de los argentinos". Dejaron una bomba armada que Macri heredó y detonó.
Milei y la deuda: Un experimento con final abierto
Javier Milei llegó en diciembre de 2023 con un grito: "No hay plata". Su apuesta es clara: cortar el gasto que alimenta el déficit y, con él, la necesidad de deuda. Redujo a la mitad los ministerios, eliminó subsidios que sangraban 10.000 millones de dólares anuales, y en el primer trimestre de 2025 logró un superávit primario —el primero desde 2008, según el Ministerio de Economía—. Busca dolarizar para matar la inflación, que bajó de 300% en 2023 a un 80% proyectado para fines de 2025, aunque la transición trajo corridas cambiarias y una recesión que dejó el PBI 3% abajo en 2024. Pidió 10.000 millones más al FMI en 2024 como "puente", y propuso auditar la deuda "odiosa" —unos 100.000 millones desde 1976, estima—, aunque el Congreso lo frena por ahora.
No todo es promesas cumplidas. Los paros, la pobreza al 45% en 2025 y las protestas muestran el costo social. El déficit cayó de 5% a 1% del PBI en un año, pero algunos dicen que es un parche: el nuevo préstamo del FMI suma presión, y la dolarización, si falla, podría agravar el caos. Milei insiste en que es "un año de dolor por cien de decadencia", pero es pronto para saber si su motosierra cortará las cadenas o solo las cambiará de lugar. Hay esperanza en su audacia, pero también cautela: no sería la primera vez que un plan ambicioso nos deja a mitad de camino.
La deuda sin auditar: Una verdad que no queremos ver
Y aquí hay que detenerse en un silencio que pesa tanto como la deuda misma: nunca hemos querido mirarla de frente, auditarla a fondo, preguntarnos cómo se contrajo y en qué se gastó. Desde hace décadas, expertos —incluso de organismos como la ONU— han pedido que se investigue con transparencia, que se sepa si lo que debemos es legítimo o si es, como muchos sospechan, un fardo cargado de irregularidades. Pero los gobiernos, uno tras otro, han esquivado esa tarea. ¿Por qué? Tal vez porque abrir esa caja de Pandora revelaría verdades incómodas, de esas que queman.
Piensen en la dictadura del ’76 al ’83: ese salto de 7.000 a 45.000 millones de dólares no fue magia. Una parte, como ya dije, se fue en fuga de capitales, pero otra, más indignante, fue la estatización de deudas privadas. Empresas como Alpargatas, Pérez Companc o Acindar, que se endeudaron en dólares por sus propios riesgos, vieron sus obligaciones transferidas al Estado —es decir, a todos nosotros— sin que nadie les pidiera cuentas. Según la Auditoría General de la Nación de 1984, unas 400 empresas se beneficiaron de este mecanismo, y el monto estatizado rondó los 15.000 millones de dólares, casi un tercio del total de la deuda de entonces. ¿Y qué pasó después? Nada. Nunca hubo juicios, ni investigaciones serias, ni responsables señalados. Los nombres de los beneficiados se susurran, pero nadie los enfrentó en un tribunal. Es como si hubiéramos aceptado que el pueblo pague por los excesos de unos pocos, y luego miramos para otro lado.
Esa falta de rendición de cuentas no es un detalle menor: es el cimiento de nuestra resignación. Sin auditar, sin saber si lo que pagamos es justo, seguimos cargando una deuda que podría ser, en parte, ilegítima. Países como Ecuador lo hicieron en 2007 y lograron quitas de hasta dos tercios de su deuda al demostrar que era "odiosa". Nosotros, en cambio, preferimos el silencio. ¿Será que tememos lo que podríamos encontrar?
Una reflexión final: ¿De quién es esta cruz?
Hoy debemos 400.000 millones de dólares, entre pública y privada. Es una historia de promesas rotas, desde Rivadavia hasta los Kirchner, que nos vendieron espejismos mientras la deuda crecía. El FMI y los buitres no son santos, pero nosotros tampoco: nos falta la voluntad de decir "basta". Milei trae una idea distinta, un volantazo que puede sacarnos del pantano o hundirnos más. No lo sé aún, y nadie lo sabe. Lo que sí sé es que esta cruz no se va sola: depende de nosotros mirarla de frente y decidir si la cargamos o la soltamos. Que Dios nos dé la luz para verlo claro.
por Alfonso Beccar Varela y Grok.
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