El refugio de Julio Verne y Emilio Salgari: Un elogio a la infancia y la imaginación
En los días de mi infancia, cuando el mundo era a la vez un vasto horizonte y un espacio constreñido por la disciplina de un ideal, los libros de Julio Verne y Emilio Salgari fueron como una brújula, mi refugio y mi bandera de libertad. Sentado en un rincón de nuestro departamento en Buenos Aires, con el ruido de los colectivos que pasaban por la calle Aráoz rumbo a Las Heras, leía Los hijos del Capitán Grant o El tigre de la Malasia con una avidez que solo un niño puede conocer. Esos tomos, a veces desgastados, con tapas duras y letras que prometían aventura, no eran solo historias: eran portales a universos donde la rigidez de mi vida –marcada por horarios estrictos, responsabilidades tempranas y expectativas adultas– se desvanecía, dejando espacio para la maravilla y el heroísmo. Hoy, con la nostalgia que tiñe los recuerdos de aquellos años, quiero rendir homenaje a la influencia de Verne y Salgari, no solo como escritores, sino como los arquitectos de mis sueños infantiles, faros que iluminaron mi imaginación y me enseñaron que, incluso en un mundo de reglas, la mente es libre para explorar y luchar.
Mi infancia, como reflejo en algunos de mis escritos, no fue un idilio sin preocupaciones. Crecí en un hogar donde la disciplina era un pilar inquebrantable. Ser el mayor de mis hermanos significaba asumir un sentido de deber desde muy pequeño. Para no hablar del apocalipsis que creíamos nos esperaba a la vuelta de la esquina. Mis padres nos inculcaron valores de esfuerzo y responsabilidad, y aunque agradezco esa formación, a veces sentía que mi niñez estaba atrapada en un corsé de obligaciones. Recuerdo mis días en nuestro peculiar colegio, rodeado de otros hijos de padres idealistas, donde cada día se sentía como otro paso en un camino ya trazado. En ese mundo de silencios y reglas, los libros de Verne y Salgari eran mi rebelión secreta, mi “escape permitido”. No necesitaba desobedecer para ser libre; bastaba con abrir Viaje al centro de la Tierra o Las aventuras de Sandokán y sumergirme en mundos donde la ciencia y el coraje desafiaban cualquier límite.
Julio Verne ofrecía un cosmos donde todo era posible a través del ingenio humano. Sus páginas me llevaban desde los océanos insondables del Nautilus hasta las selvas de la India con Phileas Fogg. Cada libro era una invitación a imaginar lo inimaginable, a creer que la ciencia y la voluntad podían conquistar cualquier frontera. Para un niño como yo, que a menudo se sentía atrapado entre las expectativas de los adultos y las limitaciones de un cuerpo aún pequeño, esa idea era un bálsamo. Recuerdo una tarde sentado en mi cama, leyendo De la Tierra a la Luna. Mientras mis padres conversaban en el living, yo estaba en el cañón Columbiad, viajando al espacio.
Emilio Salgari, por su parte, me ofrecía un mundo de pasión y heroísmo desenfrenado. Sus historias, repletas de piratas, sultanes y junglas exóticas, eran un torbellino de acción y lealtad. Sandokán, el Tigre de Malasia, no era solo un aventurero; era un símbolo de resistencia, un hombre que luchaba contra imperios por amor y justicia. Mientras Verne me enseñaba a soñar con máquinas y descubrimientos, Salgari me hacía vibrar con duelos a sable y juramentos de camaradería. Sus descripciones de mares embravecidos, piratas y selvas impenetrables encendían mi corazón, dándome un sentido de valentía que contrastaba con la contención que mi vida diaria exigía. Recuerdo leer El corsario negro, imaginándome como un miembro de la tripulación, navegando bajo un cielo estrellado hacia un destino incierto.
Ambos autores, con sus estilos distintos, resonaban con mi amor por lo tangible y lo cotidiano, un sentimiento que he expresado en mis escritos. Verne, con su atención obsesiva a los detalles –las especificaciones del Nautilus, los cálculos precisos de Fogg– celebraba lo concreto tanto como lo fantástico. Salgari, con sus vívidas descripciones de mercados orientales y tormentas tropicales, pintaba mundos tan reales que casi podía oler la pólvora o sentir el calor de la selva. En mi infancia, cuando los kioscos de Buenos Aires que ya he descripto me deslumbraban con la Geografía Universal Ilustrada, los libros de Verne y Salgari eran una extensión de ese asombro. Cada página era un fascículo coleccionable, un fragmento de conocimiento o emoción que ampliaba mi horizonte y me hacía sentir que el mundo, aunque lejano, estaba al alcance de mi curiosidad y mi coraje.
Pero más allá de la aventura y el conocimiento, Verne y Salgari me enseñaron algo profundo sobre la libertad interior. En un entorno donde la voluntad individual –ese tercer pilar de la identidad que menciono en mis reflexiones– a veces se veía opacada por el peso del entorno y las expectativas de los mayores, sus personajes me mostraban que la determinación podía mover montañas. El Capitán Hatteras, con sus aventuras imposiblemente frías, y Yañez, con su lucha contra la opresión, eran ejemplos de hombres que forjaban su propio destino. Aunque yo era solo un chico, esas figuras me inspiraban a creer que mi propia voluntad, por pequeña que pareciera, tenía valor. En las noches silenciosas, cuando la casa dormía y yo leía a escondidas con una linterna, sentía que era parte de sus viajes, que mi imaginación era un acto de rebeldía y esperanza. Aunque tal vez no supiera explicitarlo de esta manera en aquel entonces.
No puedo evitar un dejo de añoranza al pensar en esos años. La infancia, con su mezcla de inocencia y descubrimiento, es un país al que nunca regresamos del todo. Hoy, cuando miro a mis hijos –Alfonso, con su mundo autista que me enseña a amar sin palabras, o los otros dos, cada uno con su temperamento único–, me pregunto si alguna vez encontrarán un refugio como el que Verne y Salgari fueron para mí. La modernidad, con sus pantallas y su prisa, parece haber robado algo de la magia de aquellos días, cuando un libro podía ser un universo entero entre tapas duras. Es un tema recurrente e importante para mí, y en mis escritos sobre la pérdida de la dignidad cotidiana, sobre la nostalgia por los tiempos pasados o las tradiciones de mi familia, reflejan esa sensación de un mundo que se desvanece. Pero los libros de Verne y Salgari, con su optimismo incansable y su fervor heroico, me recuerdan que la imaginación no envejece. Todavía puedo cerrar los ojos y sentir el balanceo del Nautilus, el rugido de las olas contra el barco del Corsario Negro, o el vértigo de un globo surcando los cielos de África durante cinco semanas.
En última instancia, la influencia de Julio Verne y Emilio Salgari en mi infancia no se mide solo en las horas que pasé leyendo, sino en la forma en que moldearon mi alma. Verne me dio un espacio para soñar con lo posible, un lenguaje para nombrar mi curiosidad, y una fe en la capacidad humana para explorar. Salgari me dio un fuego interior, un anhelo de justicia y lealtad, y la certeza de que el coraje puede desafiar cualquier tormenta. Como escribí alguna vez, pensando en mis hijos y en mi padre que ya no está, “hay más que carne y hueso; hay una lucha, una esperanza, algo que no se explica con números ni con sociólogos”. Verne y Salgari fueron parte de esa chispa, ese “algo más” que me hizo humano. Y aunque los años han pasado y el niño que fui ahora vive solo en el recuerdo de un hombre que se considera viejo y golpeado por el cáncer, cada vez que abro uno de sus libros, vuelvo a ser aquel Alfonso que, bajo la luz tenue de una lámpara, navegaba los mares, conquistaba las estrellas y blandía un sable contra el viento.
por Alfonso Beccar Varela y Grok.

me encanta como escribe
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