El poder transformador del cristianismo: Aspirando a lo inalcanzable
El cristianismo plantea una invitación que desafía toda lógica humana: nos llama a ser “otros Cristos”, a reflejar la perfección divina en nuestra fragilidad terrenal. Es un desafío audaz, casi inconcebible, que nos pide amar a Dios con la gratuidad de Santa Teresa de Ávila, un amor que no calcula beneficios, no negocia condiciones, no se somete a las leyes del intercambio humano. En términos racionales, esta meta parece una quimera. ¿Cómo puede un ser limitado, atrapado en sus pasiones, errores y egoísmos, aspirar a la santidad de Jesús? Sin embargo, en el corazón de esta aparente imposibilidad yace una verdad profunda: el esfuerzo por alcanzar lo inalcanzable desencadena una transformación milagrosa, no solo en el alma del individuo, sino en el tejido mismo de la sociedad. Al intentar imitar a Cristo, nos volvemos más humanos, más generosos, más justos, y esa transformación irradia hacia el mundo, haciendo que, aunque imperfecto, sea un poco más luminoso.
La aspiración a lo divino: Un llamado contra toda lógica
El cristianismo no se conforma con exhortarnos a ser “buenas personas” o a cumplir normas éticas básicas. Su propuesta es radical, casi revolucionaria. En el Evangelio, Jesús establece un estándar que parece inalcanzable: “Sean perfectos como es perfecto su Padre celestial” (Mateo 5:48). Este mandato no es una orden opresiva, sino una invitación a trascender nuestra naturaleza caída, a mirar más allá de nuestras limitaciones y apuntar hacia un ideal divino. Santa Teresa de Ávila, en su Camino de Perfección, describe este amor a Dios como una entrega total, un abandono que no busca recompensas terrenales ni garantías de éxito. “No ha de ser fabricado en nuestra imaginación, sino probado por obras”, escribe (Camino de Perfección, cap. 40), subrayando que este amor se manifiesta en acciones concretas, no en meros sentimientos.
Desde una perspectiva racional, este ideal parece una ecuación insoluble. Somos seres frágiles, propensos a la impaciencia, al juicio, al egoísmo. Nuestras intenciones más nobles a menudo se ven frustradas por nuestras limitaciones humanas: un momento de enojo, una decisión apresurada, un cansancio que nos hace ceder a la indiferencia. Sin embargo, el cristianismo no exige que alcancemos la perfección de inmediato, sino que emprendamos un camino de esfuerzo continuo. Como decía San Agustín, “no es que lleguemos ya, sino que siempre estamos en camino” (Sermones, 169). Este camino no está exento de tropiezos, pero es precisamente en la tensión entre lo que somos y lo que aspiramos a ser donde se gesta el milagro de la transformación. Cada paso hacia Cristo, por pequeño que sea, nos acerca a una versión más plena de nosotros mismos, moldeada por la gracia divina.
El cristianismo, en este sentido, es un desafío a la lógica utilitaria del mundo moderno, que mide el valor de las acciones por sus resultados inmediatos. Amar como Cristo, con gratuidad y sin esperar recompensa, es un acto de fe que trasciende el cálculo humano. Es un salto hacia lo imposible que, paradójicamente, hace posible lo que parecía inalcanzable.
La transformación personal: De la fragilidad a la grandeza
El esfuerzo por vivir como “otro Cristo” no es un ejercicio vacío, aunque el objetivo parezca lejano. Al intentar amar desinteresadamente, perdonar cuando el rencor nos tienta, o actuar con justicia en un mundo que a menudo premia el egoísmo, algo profundo cambia en nosotros. Nos volvemos más pacientes, porque aprendemos a ver al otro no como un rival, sino como un reflejo de Dios. Nos volvemos más generosos, porque descubrimos que dar sin esperar nada a cambio nos libera de las cadenas del interés propio. Nos volvemos más humildes, porque reconocemos nuestras limitaciones y confiamos en la gracia divina para superarlas. En una palabra, nos volvemos más humanos, más cercanos a la imagen de Cristo que llevamos en el alma.
Este proceso de transformación no es lineal ni libre de dificultades. Como señalaba C.S. Lewis en Mero Cristianismo, “el cristianismo no es para los que se creen perfectos, sino para los que saben que no lo son”. Cada paso hacia la imitación de Cristo requiere humildad, una aceptación de nuestras flaquezas y una apertura a la gracia. San Pablo lo expresó con claridad: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Corintios 12:10), porque es en nuestra debilidad donde el poder de Dios se manifiesta. Esta gracia no elimina nuestras imperfecciones, pero nos da la fuerza para perseverar, para levantarnos tras cada caída y seguir adelante.
La transformación personal que el cristianismo promueve no es solo una cuestión de moralidad, sino de identidad. Al aspirar a ser “otros Cristos”, comenzamos a vernos no como meros individuos definidos por nuestras ambiciones o fracasos, sino como hijos de Dios, llamados a una vocación más alta. Esta nueva perspectiva nos libera de las ataduras del orgullo y el miedo, permitiéndonos vivir con una libertad interior que el mundo no puede ofrecer. Como escribió Santa Teresa, “basta ser pobre de espíritu para ser rico de Dios” (Las Moradas, cap. 2). En este esfuerzo por reflejar a Cristo, encontramos un propósito que trasciende las circunstancias y nos conecta con lo eterno.
El impacto social del cristianismo: Un agente de civilización
La transformación que el cristianismo obra en el individuo no se limita al ámbito personal; se derrama hacia la sociedad, como un río que nutre la tierra a su paso. Cuando una persona se esfuerza por vivir según los principios de Cristo —amar al prójimo, perdonar al enemigo, servir al necesitado—, su ejemplo se convierte en un catalizador de cambio. Una madre que enseña a sus hijos la empatía, un trabajador que actúa con integridad en un entorno corrupto, un vecino que tiende la mano sin esperar reconocimiento: estos actos, aunque parezcan pequeños, tejen una red de compasión y justicia que fortalece el tejido social.
El historiador Paul Johnson, en su obra A History of Christianity, ofrece una reflexión poderosa sobre este impacto. Reconoce que la historia del cristianismo no está exenta de sombras: “ha traído masacres, tortura, intolerancia y un orgullo destructivo a gran escala”, escribe, señalando la “naturaleza cruel y despiadada” del hombre que a veces resiste las restricciones cristianas. Sin embargo, Johnson argumenta que, sin estas restricciones y sin los estímulos del cristianismo, “¡cuán más horrenda habría sido la historia de estos últimos 2.000 años!”. Para él, el cristianismo no garantiza felicidad ni dignidad absoluta, pero “proveé una esperanza” y actúa como “un agente civilizador” que “ayuda a enjaular a la bestia” (A History of Christianity). En un mundo descristianizado, advierte, la capacidad humana para el mal se desata sin límites, limitada solo por el alcance de nuestra propia destructividad.
La historia ofrece innumerables ejemplos de este poder civilizador. Pensemos en Madre Teresa de Calcuta, cuya vida, inspirada por su amor a Cristo, mostró al mundo que la dignidad humana trasciende la pobreza o el abandono. O en el movimiento abolicionista del siglo XIX, impulsado en gran parte por cristianos como William Wilberforce, quienes, guiados por su fe, lucharon contra la esclavitud en nombre de la igualdad ante Dios. Más cerca en el tiempo, figuras como San Juan Bosco, un sacerdote católico italiano del siglo XIX, transformaron la vida de miles de jóvenes pobres y marginados a través de la educación y la formación moral. Fundador de la congregación salesiana, Bosco creó escuelas, talleres y oratorios donde los niños de la calle encontraron no solo un techo, sino también un sentido de dignidad y propósito, todo ello basado en su fe inquebrantable en Cristo. Su trabajo no solo cambió vidas individuales, sino que también influyó en sistemas educativos y sociales, demostrando que la caridad cristiana puede ser un motor de cambio estructural. Estos casos demuestran que el cristianismo, al inspirar a los individuos a aspirar a lo divino, no solo cambia corazones, sino que moldea culturas, promueve la justicia y siembra esperanza en medio del caos.
Johnson subraya que el cristianismo, aun en su forma imperfecta, ofrece “destellos de verdadera libertad” y “atisbos de una existencia tranquila y razonable”. Sin la aspiración a imitar a Cristo, la humanidad estaría condenada a una bajeza ilimitada. Como él cita a Francis Bacon, “quienes niegan a Dios destruyen la nobleza del hombre”, porque es la conexión con lo divino lo que nos eleva por encima de nuestra naturaleza animal. En la “doble personalidad de Cristo” —hombre y Dios—, encontramos un modelo eterno que nos impulsa a superar nuestras fragilidades, no solo por nuestra salvación personal, sino por el bien común.
La paradoja del fracaso aparente
El camino cristiano no siempre se traduce en éxitos visibles. A menudo, el esfuerzo por vivir como Cristo choca contra un mundo que valora el poder sobre la compasión, el provecho sobre la justicia. Santa Teresa de Ávila enfrentó críticas, enfermedades y dudas internas, pero su perseverancia en el amor a Dios la convirtió en un faro de esperanza. “Todo se pasa, Dios no se muda”, escribió (Poesías, 9), recordándonos que el valor del esfuerzo cristiano no depende del reconocimiento mundano, sino de la fidelidad a un ideal superior. Incluso en el aparente fracaso, el cristiano encuentra sentido, porque su meta es agradar a Dios, no conquistar aplausos.
Esta paradoja se refleja en la vida de Cristo mismo. En la cruz, Jesús parecía derrotado, abandonado por sus seguidores y ridiculizado por sus enemigos. Sin embargo, fue en ese momento de máxima fragilidad cuando redimió a la humanidad, demostrando que el poder de Dios se perfecciona en la debilidad (2 Corintios 12:9). Este ejemplo nos enseña que el esfuerzo por ser “otros Cristos” no se mide por resultados inmediatos, sino por la disposición a perseverar, a amar y a servir, aun cuando el mundo no lo comprenda.
La historia del cristianismo está llena de estas aparentes derrotas que, en realidad, son victorias. Pensemos en los mártires de los primeros siglos, cuyas muertes, lejos de extinguir la fe, la propagaron como un incendio. O en figuras como San Francisco de Asís, quien abrazó la pobreza en un mundo obsesionado con la riqueza, inspirando un movimiento de renovación espiritual. Estas historias nos recuerdan que el cristianismo no promete un camino fácil, pero sí uno significativo, donde cada acto de amor, por pequeño que sea, contribuye a la redención del mundo.
Conclusión: Un mundo más luminoso
El cristianismo nos invita a una tarea que, en términos humanos, parece imposible: imitar la perfección divina en nuestra imperfección. Sin embargo, en el intento de alcanzar lo inalcanzable, ocurre un milagro. Nos transformamos, no porque logremos la santidad perfecta, sino porque el esfuerzo nos hace más parecidos a Cristo. Nos volvemos portadores de su luz, y esa luz se extiende, tocando a otros, tejiendo una red de compasión, justicia y esperanza que ilumina un mundo imperfecto.
Como decía G.K. Chesterton, “el cristianismo no ha fracasado; simplemente no ha sido intentado lo suficiente” (What’s Wrong with the World). En cada gesto de perdón, en cada acto de amor desinteresado, en cada esfuerzo por reflejar a Cristo, el mundo se vuelve un poco más humano, un poco más divino. El cristianismo, como subraya Paul Johnson, ha sido un freno contra la barbarie y un faro de esperanza a lo largo de dos mil años. Sin él, la historia habría sido infinitamente más oscura. Apuntar a lo inalcanzable no es una quimera; es el camino hacia una transformación que, por la gracia de Dios, hace posible lo imposible, elevándonos por encima de nuestras fragilidades y dejando una huella de luz en el mundo.
por Alfonso Beccar Varela y Grok.
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