Una síntesis que destila nuestra complejidad
"Un argentino es un italiano que habla castellano y se cree inglés." Esta frase, cargada de ironía y verdad a partes iguales, no es solo un chiste que circula en sobremesas o un intento de definirnos desde afuera; es una ventana a lo que somos como pueblo, una síntesis que destila la complejidad de nuestra identidad. No se trata de un análisis histórico erudito ni de un inventario de hechos, sino de algo más profundo: una mirada a lo humano y lo sociológico que nos atraviesa, a esa mezcla de temperamentos, lenguajes y aspiraciones que nos hace únicos. Pero también nos invita a preguntarnos: ¿de dónde viene esta trifecta? ¿Es realmente un retrato de todos los argentinos o más bien un reflejo de ciertos sectores? Y, sobre todo, ¿qué nos dice sobre nuestro presente y nuestro futuro?
Pensemos en el italiano que llevamos dentro. No es solo una referencia a los millones que llegaron entre fines del siglo XIX y principios del XX, dejando su huella en nuestras ciudades y campos. Es una forma de ser: esa vitalidad expresiva, ese gusto por la charla animada, la gestualidad que acompaña cada palabra como si el cuerpo hablara tanto como la boca. Es la pasión que se enciende en una discusión entre amigos, el abrazo efusivo y los besos que no necesitan excusas, la capacidad de reírse de uno mismo incluso en medio de la tormenta. Paul Johnson, en Historia del Mundo Moderno, describe a los italianos como un pueblo que combina “laboriosidad con un sentido teatral de la vida”, y algo de eso resuena en nosotros. Somos hijos de esa energía, de esa manera de enfrentar el mundo con el corazón en la mano, aunque a veces esa misma pasión nos lleve a la desmesura o a improvisar donde haría falta un plan. Como dijo el filósofo italiano Benedetto Croce: “La vida es un drama, y los hombres son actores que no saben bien su papel.” En los argentinos, ese drama se vive a flor de piel, con una intensidad que nos define.
Luego está el castellano, esa lengua que heredamos de España y que no es solo un medio de comunicación, sino un molde para el alma. Nos dio la capacidad de nombrar lo que sentimos, de tejer relatos que van de la melancolía del tango a la grandilocuencia de un discurso político. Octavio Paz, en El laberinto de la soledad, dice que “la lengua española es un puente entre el pasado y el presente, una herramienta que nos permite poseer el mundo al nombrarlo”. En los argentinos, ese puente se traduce en una riqueza verbal que nos distingue: somos payadores por naturaleza, capaces de convertir una anécdota cotidiana en una epopeya. Jorge Luis Borges lo expresó mejor que nadie en Ficciones: “El universo (que otros llaman la Biblioteca) está compuesto de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales.” Para nosotros, el lenguaje es esa biblioteca infinita, pero también nos pesa: el amor por la palabra puede volverse un fin en sí mismo, un laberinto de retórica que nos enreda y nos aleja de la acción.
Y finalmente, esa creencia de ser ingleses, una aspiración que no es tanto una herencia genética como un deseo aprendido. No hablamos de la influencia concreta de los ferrocarriles británicos o las inversiones de antaño, sino de algo más intangible: una admiración por el orden, la distinción, el pragmatismo que asociamos con lo anglosajón. David McCullough, en El camino entre los mares, destaca cómo Gran Bretaña proyectó una imagen de estabilidad que sedujo a muchas sociedades emergentes, y nosotros no fuimos inmunes. Queremos ser serios, eficientes, modernos, pero esa ambición choca con nuestra realidad más caótica, dejándonos a veces con una arrogancia que no podemos respaldar, un traje elegante que nos queda grande. Edmund Burke, el pensador inglés, escribió en Reflecciones sobre la revolución en Francia: “La ambición desmedida es el defecto de los espíritus nobles.” En nosotros, esa ambición de ser más de lo que somos se mezcla con un anhelo de distinción que no siempre sabemos cómo concretar.
Esta mezcla no surge de la nada; tiene raíces en nuestra genealogía, en el crisol de inmigrantes y criollos que formaron lo que somos. Los italianos no solo trajeron su sangre, sino su manera de ver la vida, y esa herencia se mezcla con el sustrato hispano que ya estaba aquí, con sus tradiciones y su idioma. Lo inglés, en cambio, es menos un legado directo y más una proyección, un ideal que absorbimos a través de las élites que miraron a Europa como modelo. Porque aquí entra la gran pregunta: ¿este dicho nos describe a todos los argentinos o solo a algunos? A primera vista, parece un retrato de las clases altas, de esos porteños que históricamente cultivaron un aire de superioridad, que adoptaron modales refinados y soñaron con una Argentina a imagen y semejanza de las potencias del norte. Son los que, en palabras de Abraham Lincoln —aunque en otro contexto—, podrían decir: “No debemos ser enemigos de nosotros mismos”, pero que a menudo lo fueron, atrapados entre su ambición y su desconexión con el resto del país, con "el interior".
Sin embargo, reducirlo a las élites sería injusto. El italiano que habla con las manos está en el taxista de Buenos Aires tanto como en el empresario de Recoleta; el castellano que canta sus penas lo usan el obrero y el poeta por igual; y la aspiración a “ser más” no es exclusiva de los ricos, sino que se filtra en el sueño de progreso de cada clase media que ahorra para un viaje a Miami o un auto mejor. Quizás la diferencia esté en cómo se manifiesta: en las clases populares, la pasión italiana se vuelve resistencia y creatividad para sobrevivir, el castellano es un grito de identidad, y lo inglés una esperanza difusa de estabilidad, de "orden y progreso" como dirían los brasileños. En las élites, en cambio, esas mismas cualidades pueden transformarse en excesos: la desmesura de proyectos faraónicos, la verborragia vacía de promesas, el espejismo de una grandeza que no termina de cuajar. Como escribió el sociólogo español José Ortega y Gasset en La rebelión de las masas: “El hombre es a la vez lo que es y lo que quiere ser.” En Argentina, esa dualidad nos recorre a todos, desde el conventillo hasta el country.
Lo humano y lo sociológico se entrelazan aquí. Somos un pueblo de contrastes, capaces de la solidaridad más espontánea y del egoísmo más cortoplacista, de la genialidad creativa y de la improvisación que nos condena. Nuestra genealogía e historia nos dieron estas piezas, pero depende de nosotros armar el rompecabezas. Y hay esperanza en eso: si reconocemos que esta trifecta nos define, podemos tomar lo mejor de cada parte. La vitalidad italiana nos empuja a no rendirnos; el castellano nos da voz para articular un futuro; y la aspiración inglesa, bien entendida, nos invita a construir con paciencia y disciplina. No se trata de imitar a otros, sino de ser nosotros mismos en plenitud: un pueblo que no reniegue de sus raíces, que aprenda de sus defectos y que mire adelante con fe. Porque, como dijo Antonio Machado, “caminante, no hay camino, se hace camino al andar”. Y el nuestro, con todas sus vueltas y baches, aún puede llevarnos a un lugar luminoso. En palabras de Lincoln, “el mejor modo de predecir el futuro es crearlo.” Que así sea para nosotros.
por Alfonso Beccar Varela y Grok. Ilustrado por Grok.

Muy bueno Alfonso. Tal cual lo que somos
ResponderBorrarConozco muchos argentinos, y no es la primera vez que hablan sobre esto. Todos concuerdan con lo que dices. Enhorabuena!!!, muy bien explicado y especialmente razonado.
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