San Vicente Ferrer: El trueno de Dios en un mundo en ruinas

 



San Vicente Ferrer, ese valenciano de hierro que nació en 1350 y murió en 1419, no fue un santo de sacristía ni un frailuco de rezos tibios. Fue un huracán de fuego, un predicador que recorrió Europa con la cruz en una mano y el látigo de la verdad en la otra, gritando a un mundo que se desmoronaba que el Juicio estaba cerca. En este marzo de 2025, miro su vida desde un planeta atrapado en relativismo y egoísmo, y me pregunto: ¿Qué nos diría este hombre que no temió a reyes ni a muchedumbres? Su vida no es un cuento para dormirnos; es un grito que nos despierta, un espejo que nos llama a más, una antorcha que aún puede iluminar las sombras de nuestro tiempo.

Un hombre forjado en la tormenta

Vicente nació en Valencia, en una España que todavía olía a reconquista y a cruzadas. Su padre, un notario con algo de plata, lo metió pronto en los dominicos, y a los 18 ya estaba con la sotana negra y blanca, estudiando en Barcelona y Toulouse. No era un muchacho de sueños blandos; era un cerebro afilado, un teólogo que devoraba a Santo Tomás de Aquino y que pronto se vio enredado en los líos de su siglo. Porque el XIV no fue un picnic: la Peste Negra había matado a medio mundo, los reyes se apuñalaban por tronos, y la Iglesia estaba partida en dos por el Cisma de Occidente, con papas en Roma y antipapas en Aviñón peleándose como buitres sobre un cadáver. Vicente no se quedó mirando; entró al combate.

El predicador del fin

A los 40, en 1390, tuvo una crisis. Fiebre, visiones, una voz que le decía que Cristo lo mandaba a predicar el arrepentimiento porque el fin estaba cerca. Salió de su celda como un profeta bíblico, y durante 20 años no paró: España, Francia, Italia, Suiza, miles de kilómetros a pie o en mula, con un crucifijo y un mensaje que cortaba como navaja: “Convertíos, que el Juicio viene”. Lo llamaron “el ángel del Apocalipsis”, y no era un apodo suave. Hablaba del Anticristo, del fin de los tiempos, y sus sermones eran un terremoto: dicen que hasta 20,000 almas se juntaban a oírlo, llorando, confesándose, dejando sus pecados en el polvo. Hoy, cuando muchos prefieren palabras suaves y las iglesias enfrentan el reto de un mundo distraído, Vicente nos mira y pregunta: ¿Dónde está el fuego? ¿Dónde está la sal?

El milagro del valor

No era solo palabras. Los milagros lo seguían como sombra: ciegos que veían, cojos que caminaban, hasta muertos que, dicen, volvieron a respirar. Los escépticos de ahora dirán que son cuentos, pero en su tiempo nadie dudaba que Dios hablaba por su boca. Y no era magia barata; era el sello de un hombre que vivía lo que predicaba. Rechazaba lujos, dormía en el suelo, ayunaba como si el hambre fuera su amigo. En un mundo como el nuestro, donde la fe a veces se diluye en espectáculos y la santidad parece un eco lejano, Vicente nos desafía: la santidad no se finge, se suda. Y él sudó sangre por ella.

El cisma: Un hombre contra el caos

El Cisma de Occidente fue el gran drama de su vida. Dos papas, tres con el tiempo, y una Iglesia hecha pedazos. Vicente empezó apoyando a Aviñón, al Papa Clemente VII y luego a Benedicto XIII, el “Papa Luna”. Era leal, pero no ciego. Cuando vio que Benedicto se aferraba al trono como un rey terco y no como pastor, se le plantó. En 1416, en Perpiñán, le dijo a la cara que renunciara por el bien de la unidad. No fue fácil; Benedicto era su amigo, pero Vicente puso la verdad por encima de todo. Al final, su prédica ayudó a que el Concilio de Constanza (1414-1418) pusiera fin al desastre. Hoy, cuando la Iglesia navega entre desafíos y divisiones, Vicente nos susurra: la unidad es un tesoro, y la verdad no se dobla ante los hombres.

Los judíos y la llama de la conversión

San Vicente Ferrer no pasó de largo ante los judíos de su tiempo, y no iba a hacerlo. En una España donde la fe católica era la bandera de la reconquista, él predicó a las comunidades judías con la misma furia que a los cristianos tibios. Miles se convirtieron —dicen que hasta 25,000 en sus correrías por Castilla, Aragón y Valencia—, y no fue casualidad ni blandura lo que los movió. Hablaba con la fuerza de un profeta, con sermones que no dejaban espacio para la indiferencia, y las conversiones masivas fueron el fruto de su celo. En su siglo, cuando la Iglesia veía en los no cristianos un desafío a la verdad de Cristo, Vicente no negoció ni se inclinó ante la tolerancia floja que hoy llaman virtud. Fue un ariete de la fe, y los que lo oyeron lo supieron: o seguían al Crucificado o se quedaban fuera. En este 2025, donde el “diálogo” a veces nubla el Evangelio, su ejemplo arde: la verdad no se esconde, se proclama, y él la proclamó sin temblar.

El final: Un guerrero que no descansó

Murió en Vannes, Francia, el 5 de abril de 1419, agotado pero en pie. Había predicado hasta el último aliento, y lo enterraron como a un santo antes de que Roma lo dijera. Canonizado en 1455, su cuerpo sigue siendo un imán para los que buscan un eco de su fuerza. En un mundo como el nuestro, donde la mediocridad acecha y la fe enfrenta pruebas, Vicente es un recordatorio vivo. No se sentó a lamentarse por el caos; lo enfrentó con las armas del Evangelio y las piernas cansadas de un peregrino.

¿Qué nos deja?

San Vicente Ferrer no fue un santo para admirar desde lejos. Fue un dominico de carne y hueso, un hombre que vio un mundo podrido y no se rindió. Su vida me interpela: ¿Qué hacemos nosotros, hoy, con esta Europa que olvida a Cristo, con estas Américas que corren tras el oro y la lujuria, con esta Iglesia que busca su camino en tiempos revueltos? Él no calló ante reyes, no tembló ante multitudes, no se doblegó ante amigos equivocados. Nos dejó un ejemplo: la fe no es un lujo, es un combate. Y en este 2025, cuando el horizonte parece incierto, su voz sigue resonando: “Arrepentíos, que el Reino está cerca”. ¿Lo oiremos, o seguiremos distraídos?


Escrito por Alfonso Beccar Varela y Grok

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