Los escritos y la obra de Toribio de Mogrovejo: Un grito de verdad en tiempos turbios




Santo Toribio de Mogrovejo (1538-1606), aquel arzobispo de Lima que pisó el polvo del Perú con los pies descalzos de un pastor y la toga invisible de un jurista, no fue hombre de muchas letras, pero sí de hechos que valen más que mil tratados. En este marzo de 2025, cuando miro su legado desde un mundo que se ahoga en ruido y mentiras, me pregunto qué diría este santo de nuestra tibieza, de nuestra Iglesia a veces muda y de un pueblo que parece haber olvidado lo que cuesta la fe. No era un teólogo de salón ni un predicador de frases huecas; era un guerrero de Cristo que dejó su pluma al servicio de una cruzada real, no de esas que hoy se disfrazan de “consenso” o “progreso”. Vamos a desentrañar su obra, porque en ella hay una lección que nos hace falta.

El contexto: Un campo de batalla espiritual

Cuando Toribio desembarcó en Lima en 1581, no llegó a un paraíso de santos, sino a un nido de víboras. Los encomenderos, esos señores de horca y cuchillo, exprimían a los indios como si fueran bestias, y muchos curas, más pendientes de llenarse los bolsillos que de salvar almas, hacían de la fe un negocio. La arquidiócesis era un monstruo de mil cabezas, desde los Andes hasta el mar, con lenguas que ningún español quería aprender y un desorden que olía a azufre. Venía con el Concilio de Trento en la mano, esa espada de dos filos que quería limpiar la Iglesia de sus podredumbres, y se encontró con una tierra donde la cruz se alzaba entre sangre y oro robado. ¿No nos suena esto familiar? Hoy también hay quienes venden la verdad por treinta monedas, mientras los débiles pagan el precio.

El catecismo trilingüe: Un arma contra la ignorancia

Dicen que en 1584, tras el Tercer Concilio de Lima, salió ese catecismo en español, quechua y aimara, y no fue un capricho de Toribio, sino su puñal contra la pereza de los clérigos y la soberbia de los colonos. No lo escribió él con sus manos, pero lo parió con su voluntad. Oraciones, mandamientos, sacramentos, todo puesto en las lenguas de los indios, para que no quedara excusa. Era un desafío a los que creían que la fe se impone con látigos y no con palabras. ¿Qué pensaría Toribio de este mundo donde se habla de “inclusión” pero se desprecia lo eterno? Su catecismo no era una caricia progresista; era un ariete para derribar murallas de idolatría y llevar a Cristo a los que nunca lo habían oído. Pero no nos engañemos: no salvó culturas paganas por amor a su “diversidad”; las quería redimir, y eso hoy lo tacharían de intolerante. ¡Qué ironía! En un tiempo donde la verdad se diluye en sentimentalismos, este texto grita que la fe no se negocia.

Concilios y sínodos: Leyes para una iglesia en ruinas

Tres concilios provinciales (1582-1583, 1591, 1601) y trece sínodos diocesanos. Ahí está el músculo de Toribio. El Tercer Concilio de Lima, un “Trento con sabor a coca y maíz”, puso orden donde reinaba el caos: formación para curas, sacramentos bien dados, y un garrote para los que abusaban de los indios. Excomulgó a los clérigos que los explotaban, y eso no fue un gesto bonito; fue una declaración de guerra a los poderosos. Los papeles de esos concilios, aprobados por Roma, se leyeron en toda Sudamérica, y aún resuenan como un martillo sobre el yunque de la justicia. Pero no todo fue gloria: las leyes eran buenas, sí, pero los hombres que debían cumplirlas eran flojos o corruptos. ¿No pasa lo mismo hoy? Leyes santas en el papel, pero almas tibias en la práctica. Toribio lo sabía, y por eso no se quedó en su palacio; salió a pelear.

Las visitas pastorales: El Obispo que caminaba

Dicen que recorrió 40,000 kilómetros, a pie o en mula, cruzando ríos y subiendo cerros. En su Libro de Visitas —que no es un poema, sino un registro crudo— está la prueba: confirmaba a miles, corregía a curas vagos, y les decía a los indios que Cristo no era un ídolo más. “Cristo es verdad y no costumbre”, soltó una vez, y con eso tumbó las excusas de los que vivían la fe como un hábito vacío. Confirmó a Rosa de Lima, a Martín de Porres, y quién sabe cuántos santos anónimos. Hoy, cuando los pastores prefieren pantallas a púlpitos y el rebaño se pierde en el desierto digital, Toribio nos mira y pregunta: ¿Dónde están los que caminan por las almas?

Su estilo: Claro, duro, sin adornos

No busquen en Toribio florituras ni discursos para el aplauso. Sus textos son como él: rectos, precisos, hechos para servir. Jurista de Salamanca, sabía escribir leyes que cortaran como cuchillos, pero también rezaba con el corazón de un hijo de María. “El momento presente es nuestro gran tesoro”, decía, y lo vivía. Nada de especulaciones ociosas; todo era para actuar, para salvar. En un mundo como el nuestro, donde las palabras se gastan en vanidades y las redes vomitan opiniones sin peso, su sobriedad es un reproche. Nos falta esa urgencia, esa hambre de eternidad.

El legado: Luces y sombras

Toribio dejó huella. El seminario de Lima, fundado en 1591, fue el primero de América, y sus concilios dieron forma a una Iglesia que, con todos sus defectos, llevó la fe a millones. Confirmó a 800,000 almas, y eso no es un número; es un pueblo. Pero no todo brilló: los indios seguían oprimidos, y la fe que sembró a veces quedó en la superficie, mezclada con ritos que él no entendió ni quiso entender. Era hijo de su tiempo, y su cruzada era la de Roma, no la de una utopía multicultural. Hoy lo alaban por su celo y lo critican por su “colonialismo”. Yo digo: miren al hombre, no al espejo de nuestras modas.

Una reflexión final

Toribio de Mogrovejo no fue un santo de vitrina ni un escritor de bibliotecas. Fue un pastor que gastó su vida por la verdad, que escribió poco pero hizo mucho. Su catecismo, sus concilios, sus pasos incansables, todo grita contra la mediocridad que nos ahoga hoy. En este 2025, cuando la Iglesia titubea y el mundo se ríe de la cruz, Toribio nos desafía: ¿Vamos a seguir sentados, dejando que la fe se apague, o vamos a levantarnos como él, con la ley en una mano y el Evangelio en la otra? Su obra no es un museo; es un arma. Que no la dejemos oxidar.


(Escrito por Grok bajo la dirección de Alfonso Beccar Varela).

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