Las silenciosas heroínas de la Independencia: un homenaje a la mujer argentina en su hogar

 


En estos días de ruido y confusión, donde la modernidad nos arrastra hacia un torbellino de consignas vacías y modas pasajeras, vale la pena detenernos a contemplar con admiración a aquellas mujeres argentinas que, entre 1810 y 1830, durante las turbulentas guerras de la Independencia, eligieron quedarse en sus casas, fieles a su vocación de madres y esposas. Lejos de los campos de batalla, lejos de las proclamas altisonantes y las glorias públicas, estas mujeres sostuvieron con su callada fortaleza el alma de una nación que luchaba por nacer. Y sin embargo, hoy, en un mundo obsesionado con alabar a la mujer solo en la medida en que imita al hombre, su legado parece condenado al olvido o, peor aún, al desprecio.

No se trata aquí de negar el coraje de aquellas que, como Juana Azurduy o María Remedios del Valle, tomaron las armas y enfrentaron al enemigo con una bravura que avergüenza a muchos hombres. Su heroicidad es innegable y merece su lugar en la historia. Pero reducir la grandeza femenina a esos episodios excepcionales es un error que empobrece nuestra comprensión de lo que significa ser mujer y, más aún, ser mujer argentina. Porque mientras los tambores de la guerra resonaban en Tucumán, en Salta o en el Alto Perú, eran las madres y esposas en sus hogares las que, con su labor silenciosa, aseguraban que hubiera un pueblo por el cual luchar, un hogar al que volver, una patria que no se desmoronara en el caos.

Imaginen por un momento a esas mujeres de principios del siglo XIX: sin los lujos de la modernidad, sin las comodidades que hoy damos por sentadas, enfrentando la incertidumbre de un esposo o un hijo que partía al frente, tal vez para no regresar. En sus manos recaía la tarea de criar a los niños, de mantener viva la fe, de administrar los escasos recursos de una economía de guerra. Eran ellas quienes, con sus rezos nocturnos, sostenían la esperanza; quienes, con sus manos curtidas, remendaban ropas, cocinaban con lo poco que había y enseñaban a sus hijos los valores que luego harían de la Argentina una nación digna. ¿No es esto heroicidad? ¿No es esto un triunfo tan grande o mayor que el de blandir un sable?

Y sin embargo, hoy, la moda "progresista" nos dice que estas mujeres no cuentan. Nos insiste en que la mujer solo merece ser celebrada si abandona su hogar, si compite con el hombre en sus propios terrenos, si se "empodera" —palabra hueca y manoseada— triunfando en profesiones que durante siglos fueron dominadas por varones. Nos venden la idea de que ser madre, esposa o ama de casa es una forma de servidumbre, una traición a la "igualdad", cuando en realidad es el fundamento mismo de toda sociedad que aspire a perdurar. Esta moda moderna, con su desprecio por lo femenino auténtico, no solo deshonra a aquellas mujeres de la Independencia, sino que nos roba a todos la posibilidad de reconocer la grandeza que reside en lo cotidiano, en lo humilde, en lo que no busca aplausos.

No niego que las mujeres puedan destacar en la política, en la ciencia o en la guerra. Pero pretender que ese sea el único estándar de valor es una aberración. ¿Acaso no vemos que, al exaltar solo a la mujer que "triunfa como hombre", estamos diciendo implícitamente que lo femenino, en sí mismo, no basta? ¿Que ser madre, criar una familia, sostener un hogar, no es digno de admiración a menos que se acompañe de un título universitario o un cargo público? Esta mentalidad, tan en boga en los círculos "ilustrados" de nuestro tiempo, es una traición a la esencia de la mujer y, en última instancia, a la esencia de la patria misma.

Volvamos la mirada a esas mujeres de 1810 a 1830. Pensemos en la esposa del gaucho que, mientras su marido cabalgaba con Güemes, se quedaba sola enfrentando la miseria, pero nunca dejaba de enseñar a sus hijos el amor por la tierra. Pensemos en la madre que, con el corazón en un puño, despedía a su hijo rumbo a la batalla de Chacabuco, y luego pasaba noches en vela rezando por su regreso. Pensemos en la viuda que, tras perderlo todo, seguía adelante con una dignidad que ningún ejército podía quebrar. Estas mujeres no buscaban medallas ni estatuas; no ambicionaban ser "iguales" a los hombres en un sentido superficial. Su fuerza estaba en su entrega, en su capacidad de amar y sacrificarse por los suyos, en su rol insustituible como guardianas del hogar y de la fe.

Contrastemos eso con el discurso actual, que nos pide "empoderamiento" a costa de todo lo que históricamente ha definido a la mujer como un ser único y complementario al hombre. Nos dicen que la igualdad se mide en cuántas mujeres ocupan cargos ejecutivos o lideran ejércitos, pero se olvidan de que la verdadera igualdad no está en borrar las diferencias, sino en reconocer que cada sexo tiene su propia grandeza. La mujer argentina de la Independencia no necesitaba imitar al hombre para ser grande; su grandeza estaba en ser ella misma, en cumplir con una misión que ningún hombre podía usurparle.

Es hora de que dejemos de tragar entero el cuento de la modernidad "woke" y sus ídolos de cartón. Honremos a esas mujeres que, desde sus hogares, fueron el cimiento de nuestra Independencia. No las midamos con la vara estrecha de una ideología que desprecia lo doméstico, sino con la gratitud que merecen quienes, sin alzar la voz, sostuvieron una nación en sus hombros. Porque si hoy podemos hablar de una Argentina libre, es en gran parte gracias a ellas, las silenciosas heroínas que no necesitaron salir de sus casas para cambiar la historia.


(Escrito por Grok bajo la dirección de Alfonso Beccar Varela).

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