La vida, muerte y juicio de Don Eusebio



 

El hombre del traje impecable

En un rincón olvidado de la pampa argentina, donde el polvo se pega a la piel y el viento silba como un lamento, vivía Don Eusebio, un hombre que parecía sacado de otro tiempo. Siempre lo veías con un traje negro impecable, camisa blanca como el papel recién cortado y un sombrero de ala ancha que le daba un aire de dignidad antigua. Caminaba con paso firme por las calles desiertas, saludando con una inclinación de cabeza a quien se cruzara, y su mirada, aunque cortés, tenía ese filo que corta las preguntas antes de que nazcan. Para todos en el pueblo, Don Eusebio era un ejemplo: estaba en misa cada domingo, ocupaba el primer banco, y su voz resonaba en los himnos con una devoción que hacía temblar las velas del altar. En las fiestas patronales, encabezaba las procesiones, rosario en mano, con una humildad tan estudiada que parecía pintada.

Pero el pueblo, como todos los pueblos, tenía sus sombras, y Don Eusebio las suyas. Cuando caía la noche y las luces se apagaban, se escabullía a una casucha miserable en las afueras, donde una mujer de ojos hundidos y manos ásperas lo recibía en silencio. Allí, entre paredes de adobe y un catre que gemía bajo su peso, se despojaba del traje y se entregaba a lo que él, en sus raros momentos de claridad, sabía que era un pecado oscuro. La mujer, a la que nadie nombraba porque nombrarla era admitir su existencia, vivía de esas visitas. Don Eusebio dejaba unas monedas sobre una mesa coja antes de irse, sin mirarla nunca al despedirse, como si con ese gesto pudiera borrar lo que acababa de hacer.

El padre Anselmo, el cura del pueblo, era un hombre de pocas palabras, de esos que prefieren escuchar a condenar. Sabía de los rumores, porque en un lugar así los secretos son como el agua: se filtran por todas partes. Una tarde, mientras limpiaba el polvo del atrio, vio acercarse a Don Eusebio con su paso de siempre. Se quitó el sombrero, inclinó la cabeza y dijo con voz suave:
—Padre, vengo a confesarme. El mundo me pesa, y necesito aliviar el alma.

El cura lo llevó al confesionario sin decir nada. Tras la celosía, Don Eusebio recitó una lista de faltas tan vagas que parecían inventadas: un mal pensamiento pasajero, una impaciencia con el verdulero, un bostezo en el sermón. Ni una palabra sobre la casucha, ni un susurro sobre la mujer. El padre Anselmo, que veía más de lo que hablaba, le dio la absolución con un murmullo y le mandó rezar un padrenuestro. Don Eusebio salió con el rostro limpio, como si el confesionario hubiera planchado su conciencia junto con su camisa.

Y sin embargo, no todo era fachada. Don Eusebio, con su pose de hombre recto, había hecho cosas que el pueblo no olvidaba. Cuando la viuda Marta perdió su casa en un incendio, fue él quien pagó las tejas y las vigas nuevas, diciendo que era “lo que cualquier cristiano haría”. Cuando el hijo de la lavandera se quebró una pierna y no había plata para el médico, Don Eusebio apareció con un sobre de billetes, diciendo que “la caridad es un deber, no un favor”. Nadie sabía que esas buenas obras eran su escudo, una manera de comprar silencio para su conciencia y para los rumores. Pero el bien estaba hecho: Marta tenía un techo, el chico caminaba otra vez. Hasta la mujer de la casucha, con las monedas que él dejaba, podía comer algo más que pan duro y mate frío. Era un bien torcido, sí, nacido de la necesidad de aparentar, pero bien al fin.

Los años pasaron, y la doble vida de Don Eusebio siguió tejiéndose entre la iglesia y el adobe. Hasta que una noche, volviendo de la casucha bajo un cielo que rugía, una tormenta lo atrapó. El viento le arrancó el sombrero, la lluvia deshizo su traje impecable, y un rayo, como un dedo acusador del cielo, lo fulminó en el acto. Lo hallaron al alba, chamuscado, con los ojos abiertos en una mezcla de asombro y terror. El pueblo lloró su muerte como si hubiera perdido a un santo. En el funeral, el padre Anselmo habló de su generosidad, de cómo había ayudado a los necesitados, y las viejas del rosario sollozaron recordando su figura en la procesión. Nadie mencionó la casucha, aunque todos lo sabían. La mujer sin nombre no fue al entierro; se quedó contando las últimas monedas, mirando por la ventana el humo que subía de la chimenea de alguien más.

Días después, mientras el pueblo ponía una placa con su nombre en la plaza, el padre Anselmo, solo en el atrio, dejó escapar una verdad que guardaría para sí: la hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud. Porque Don Eusebio, con su traje y sus confesiones vacías, había vivido para parecer lo que no era, y en esa mentira había sembrado algo bueno, aunque fuera por los motivos más torcidos. Su vicio lo condenaba, pero su máscara, al menos, había dejado un rastro de luz en la oscuridad.


El juicio, el fuego y el encuentro de Don Eusebio

Cuando el rayo partió en dos la vida de Don Eusebio, su alma no cayó al infierno ni ascendió al cielo. Quedó suspendida en un umbral gris, un lugar sin tiempo donde las sombras pesan como cadenas. Allí, frente a él, emergieron dos figuras: una envuelta en luz, con una voz que fluía como un río eterno, y otra envuelta en tinieblas, con un siseo que cortaba como un cuchillo mellado. Eran Dios, en su majestad insondable, y el demonio, en su astucia rastrera, disputándose lo que quedaba de aquel hombre del traje impecable.

El demonio habló primero, con una mueca que dejaba ver dientes filosos.
—Mía es esta alma, Señor de las alturas. Mirad sus noches en la casucha, donde se hundió en el lodo del vicio como un animal sin freno. ¿No se rió de vuestra ley, cubriendo su pecado con un manto de santidad? Cada moneda que dejó en esa mesa coja fue un eslabón de mi cadena, y cada confesión hueca, un trofeo para mí. Es mío por derecho, porque eligió la sombra y la vistió de luz falsa.

La figura de luz respondió, su voz serena pero cargada de autoridad, como un trueno que aún no estalla.
—Hablas de lo que viste, tentador, pero no de lo que Yo veo. Este hombre, frágil y torcido como todos los hijos de la carne, llevó mi cruz en sus actos, aunque su alma estuviera partida. ¿No levantó un techo para Marta cuando el fuego la dejó en nada? ¿No curó al hijo de la lavandera cuando otros miraron para otro lado? Hasta la mujer sin nombre, a la que tú lo arrastraste, tuvo pan por su mano. Sus obras, aunque tejidas con hipocresía, fueron hilos de mi misericordia. El bien que hizo no se borra por su doblez.

El demonio soltó una risa áspera, como si el viento arrastrara latas viejas por el suelo.
—¿Hilos de tu misericordia? ¡Qué farsa! Ese bien fue su escudo, su treta para acallar rumores y dormir tranquilo. No lo hizo por Ti, sino por él. Cada teja, cada billete, fue un pago para seguir revolcándose en su miseria. Si eso es virtud, que me condenen por sincero. Su alma huele a orgullo y lujuria, y la reclamo como mía.

La luz se alzó, y el umbral tembló como si el alba quisiera romperlo en pedazos.
—No te toca juzgar el corazón, sino a Mí, que lo hice. Sí, su vicio fue grande, y su máscara de piedad engañó a muchos, empezando por él mismo. Pero en esa máscara, en esa hipocresía que tanto celebras, hay un reconocimiento torcido de la virtud que tú no entiendes. Quiso parecer bueno porque sabía, en su fondo roto, que la bondad es mi reflejo. Sus pecados lo lastraron, pero sus actos, aun manchados, lo ataron a mi red. No lo salvo por su falsedad, sino por lo que, a pesar de ella, dejó en la tierra.

El demonio retrocedió, su forma oscilante como humo que se deshace en el viento.
—¿Entonces lo tomas por unas migajas de bien? ¿Dónde está la justicia? Si este hipócrita entra en tu reino, ¿qué me dejas a mí? ¡Dame al menos su orgullo, su lujuria, las noches que me dedicó!

La voz de Dios resonó, y un calor purificador llenó el espacio.
—No te doy lo que no te pertenece. Su orgullo y su lujuria los cargó en vida, y por ellos pagará. Pero su alma no es tuya, porque en su torpeza buscó mi rostro, aunque fuera tras un velo de mentiras. Lo tomaré, no para la gloria inmediata, sino para el fuego que limpia, donde expiará lo que no confesó. Allí, en el Purgatorio, su falsedad se quemará, y lo que quede ascenderá a mi paz.

El demonio gruñó, y su forma se deshizo en una nube negra que se perdió en el vacío. La luz envolvió a Don Eusebio, y su alma, desnuda de su traje impecable, tembló al sentir el peso de sus pecados y la promesa de una misericordia que aún no podía abrazar. El umbral se desvaneció, y lo que quedó de él descendió a un lugar de llamas suaves y sombras danzantes: el Purgatorio.

Allí, Don Eusebio caminó entre fuegos que no consumían, sino que pulían. Cada paso era un eco de las noches en la casucha, cada chispa un recuerdo de las confesiones vacías que había susurrado al padre Anselmo. El calor le arrancaba la máscara que había llevado en vida, y con ella se iban las mentiras que nunca puso a los pies de la cruz. Vio a Marta tejiendo bajo su nuevo tejado, al hijo de la lavandera corriendo con su pierna sana, a la mujer sin nombre comiendo un mendrugo con sus monedas. Esos actos, torcidos pero reales, eran su ancla. Pero las noches de lujuria, el orgullo de su fachada, ardían como brasas en su alma, y él las enfrentaba en silencio, sabiendo que debía limpiarlas antes de ver la luz plena.

Pasó un tiempo que no se mide en días, sino en arrepentimientos. Y cuando el último jirón de su hipocresía se consumió, cuando confesó en el fuego lo que nunca dijo en vida, una brisa fresca lo levantó. Ascendió, no como un santo coronado, sino como un hombre quebrado que había pagado su deuda. La felicidad eterna lo recibió, y al cruzar el umbral del cielo, entre la luz que no ciega y los coros que no callan, se encontró con una figura inesperada.

Era un hombre de rostro afilado, vestido con ropas de otro siglo: una casaca bordada, peluca empolvada y una mirada que cortaba como un bisturí. Se presentó con una voz seca, pero no exenta de cortesía:
—Soy François de La Rochefoucauld, escritor y moralista, muerto hace siglos en una Francia que ya no existe. Te doy la bienvenida, Eusebio, porque tú y yo tenemos algo en común.

Don Eusebio, aún aturdido por el fuego y la luz, lo miró con desconcierto.
—¿Qué podría unir a un caballero de París con un pecador de la pampa?

La Rochefoucauld esbozó una sonrisa amarga, como quien ha visto demasiado.
—Hace cuatrocientos años, en mis Máximas, escribí una verdad que tu vida ha encarnado: la hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud. Tú, con tu traje impecable y tus pecados ocultos, lo demostraste. Quisiste ser bueno a los ojos del mundo, y en esa mentira hiciste un bien que no planeabas. El vicio te arrastró, pero la virtud, aun a regañadientes, te reclamó. Aquí, en esta paz, veo que mis palabras no fueron solo un juego de salón.

Don Eusebio bajó la mirada, y por primera vez no hubo máscara que lo cubriera.
—Pagué caro esa hipocresía, señor. El fuego me arrancó lo que no confesé, y solo ahora entiendo que mi falsedad fue un grito torcido por algo que no merecía.

El francés asintió, y en su gesto había más compasión que burla.
—Todos pagamos, Eusebio. Pero aquí, donde las máscaras se queman y las almas se desnudan, tu grito encontró respuesta. Ven, caminemos juntos un rato. Hay mucho que ver, y poco que esconder.

Y así, en la eternidad, Don Eusebio y François de La Rochefoucauld se alejaron entre la luz, uno como ejemplo vivo de una máxima, el otro como su autor, unidos por una verdad que el fuego del Purgatorio había pulido hasta hacerla brillar. La felicidad eterna los acogió, no por lo que fueron, sino por lo que, tras la purga, pudieron ser.


(Escrito e ilustrado por Grok bajo la dirección de Alfonso Beccar Varela).

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