La conquista de México: Alianzas, sacrificios y la transformación de Guadalupe en la guerra cultural contemporánea

 


En octubre de 2024, la presidente de México, Claudia Sheinbaum, desató titulares al excluir al rey Felipe VI de su ceremonia de investidura, un gesto que, según El País (15 de octubre de 2024), simboliza "una protesta contra el silencio de España ante los abusos de la conquista". Siguiendo el camino trazado por Andrés Manuel López Obrador, Sheinbaum calificó la llegada de los españoles como "un acto de violencia injustificable" y llamó a honrar la cultura azteca como un legado de resistencia y grandeza. Este reclamo, acompañado por la remoción de estatuas de conquistadores y la exaltación de lo precolombino, no es solo un ajuste de cuentas histórico; se inscribe en una guerra cultural global que busca deslegitimar el cristianismo, retratándolo como el motor de una opresión colonial contra pueblos originarios idealizados. Sin embargo, la Conquista de México —con las alianzas de Hernán Cortés, los brutales sacrificios aztecas y la conversión masiva impulsada por la Virgen de Guadalupe— revela una narrativa más rica y matizada, que desafía esta simplificación progresista.

La guerra cultural: El cristianismo en el banquillo

La crítica moderna a la conquista de América es un frente clave en la guerra cultural contra el cristianismo. Desde aulas universitarias hasta discursos políticos, se pinta a los españoles como agentes de una fe intolerante que arrasó con culturas prístinas. En México, la administración actual ha elevado a los aztecas a un pedestal, ignorando sus sombras para enfocarse en los pecados europeos. G.K. Chesterton, en The Everlasting Man (1925), advertía sobre esta tendencia: "El hombre moderno a menudo prefiere una fantasía pagana a la complejidad de la verdad histórica, creando ídolos de lo que no entiende". Esta idealización sirve a un propósito: erosionar la influencia cristiana, acusándola de genocidio mientras se absuelve a las culturas precolombinas de sus propias atrocidades.

Paul Johnson, en A History of the Modern World (1983), traza esta hostilidad al cristianismo desde la Ilustración: "Se ha convertido en un hábito culpar a la Iglesia de los males del Occidente, silenciando su papel en la construcción de la civilización". En este marco, la conquista se reduce a un choque binario: cristianos opresores versus indígenas puros. Pero esta visión omite la colaboración entre españoles y pueblos locales, el horror de los sacrificios aztecas que justificaron esas alianzas, y el papel redentor de Guadalupe, que transformó un pueblo herido en una nación cristiana.

Los sacrificios humanos: El yugo de sangre azteca

El imperio azteca, con su capital en Tenochtitlán, era una maravilla de ingenio, pero su esplendor descansaba en un sistema de terror alimentado por sacrificios humanos. Estos no eran actos secundarios, sino el corazón de su religión y política. Los aztecas creían que Huitzilopochtli, dios del sol y la guerra, exigía sangre para evitar el fin del mundo. Hugh Thomas, en Conquest: Montezuma, Cortés, and the Fall of Old Mexico (1993), detalla un evento emblemático: "En 1487, para dedicar el Templo Mayor, se sacrificaron entre 20,000 y 80,000 personas en cuatro días, un baño de sangre que consolidó el dominio azteca". Aunque las cifras varían, el cronista fray Diego Durán, en su Historia de las Indias de Nueva España (1581), confirma la escala: "Los sacerdotes trabajaban sin descanso, abriendo pechos y ofreciendo corazones al sol".

El ritual era una maquinaria de muerte. Las víctimas —prisioneros de guerra, tributos de pueblos vasallos o niños seleccionados por su "pureza"— subían las pirámides escoltadas por sacerdotes ataviados con pieles humanas. Sobre una piedra convexa, eran sujetadas mientras un cuchillo de obsidiana cortaba el esternón. El corazón, aún latiendo, se alzaba hacia el cielo; la sangre bañaba los escalones; y los cuerpos, arrojados abajo, eran descuartizados. Bernal Díaz del Castillo, en Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (1568), relata: "Vi altares empapados de sangre, paredes con restos humanos, y abajo comían la carne en banquetes rituales". El tzompantli, un muro de cráneos, exhibía miles de cabezas como trofeos.

Este sistema no solo era religioso; era una herramienta de control. Pueblos como los tlaxcaltecas y totonacas, obligados a entregar cientos de sus jóvenes, vivían bajo una amenaza constante. William Prescott, en History of the Conquest of Mexico (1843), observa: "Los sacrificios generaron un odio tan profundo que los aztecas subestimaron, sembrando su propia ruina". La narrativa actual que exalta esta cultura rara vez menciona estas prácticas, prefiriendo un mito romántico que encaja con la agenda anticristiana.

Las alianzas de Cortés: Una rebelión contra el horror

Hernán Cortés desembarcó en 1519 con 500 hombres, una fuerza minúscula frente al imperio azteca. Su genio radicó en aprovechar el resentimiento indígena. Los totonacas de Cempoala, según Thomas, "ofrecieron miles de guerreros a Cortés, hartos de ver a sus hijos sacrificados". Este pacto inicial marcó el tono: los españoles eran aliados, no solo conquistadores. El momento decisivo llegó con los tlaxcaltecas, un pueblo guerrero que resistía a los aztecas. Tras combates iniciales, pactaron con Cortés. Prescott escribe: "Aportaron hasta 50,000 hombres, una contribución sin la cual Tenochtitlán no habría caído". Otros, como los texcocanos y huejotzincas, se unieron después, formando una coalición que marchó sobre la capital.

El asedio de Tenochtitlán, culminado el 13 de agosto de 1521, fue un esfuerzo conjunto. Bernal Díaz describe cómo "los tlaxcaltecas luchaban con furia, cortando cabezas y vengando años de tributos sangrientos". Las calles se tiñeron de rojo, pero esta vez no por sacrificios, sino por la caída de un régimen opresor. Lejos de ser una imposición cristiana, fue una rebelión indígena canalizada por Cortés, un hecho que la crítica moderna a menudo silencia.

Guadalupe: La conversión que redimió a México

La victoria militar preparó el terreno para una transformación espiritual que alcanzó su clímax con las apariciones de la Virgen de Guadalupe en diciembre de 1531. En el cerro del Tepeyac, un lugar sagrado para los aztecas, Juan Diego, un indígena humilde, vio a una Virgen morena que habló en náhuatl: "Soy la madre de todos vosotros". Su imagen, impresa en la tilma, fusionaba símbolos: el sol y la luna, venerados por los aztecas, estaban bajo sus pies, pero su manto estrellado y su postura orante señalaban al cristianismo. El historiador David Brading, en Mexican Phoenix (2001), explica: "Guadalupe no impuso una fe extranjera; reinterpretó la cosmovisión indígena, ofreciendo amor donde los dioses exigían sangre".

El impacto fue asombroso. Paul Johnson, en A History of Christianity (1976), señala: "En menos de diez años, nueve millones de indígenas se bautizaron, un fenómeno sin igual en la historia". Esto no fue coerción, como sugieren algunos críticos modernos. Fray Toribio de Benavente, conocido como Motolinía, en su Historia de los indios de la Nueva España (1541), relata: "Venían en multitudes, pidiendo el bautismo con lágrimas, diciendo que querían dejar atrás los altares de muerte". Los aliados de Cortés, como los tlaxcaltecas, abrazaron el cristianismo como una extensión de su lucha por la dignidad. Habiendo derrocado a los aztecas, encontraron en la cruz un símbolo de liberación, no de opresión.

Guadalupe también sanó divisiones. Su tez morena y su mensaje inclusivo unieron a indígenas y españoles en una identidad mestiza. Brading añade: "En iglesias construidas sobre antiguos templos, como el Tepeyac, los nativos veían continuidad, no ruptura". Los misioneros franciscanos y dominicos, que llegaron tras la conquista, bautizaban a miles diariamente, y las procesiones a Guadalupe se volvieron un rito nacional. Frente a Huitzilopochtli, que devoraba vidas, la Virgen ofrecía protección, un contraste que resonó en un pueblo exhausto por el terror.

Reflexión final: Historia vs. propaganda

El reclamo de México a España y la exaltación de los aztecas reflejan una guerra cultural que usa el pasado para atacar al cristianismo. C.S. Lewis, en The Abolition of Man (1943), advertía: "Cuando se rechaza la verdad objetiva, el poder dicta la narrativa, y la historia se convierte en un arma". La conquista no fue un idilio: hubo excesos, ambiciones y tragedias. Pero tampoco fue un genocidio unilateral. Fue una alianza compleja que derrocó una tiranía sangrienta, seguida por una conversión voluntaria que dio a México su alma. Abraham Lincoln, en su segundo discurso inaugural (1865), dijo: "La providencia tiene caminos misteriosos, usando instrumentos imperfectos para sus fines". Cortés y Guadalupe, cada uno a su modo, fueron esos instrumentos.

Entender esto no es glorificar el pasado, sino rescatarlo de la propaganda. México no nació de la destrucción, sino de un encuentro doloroso pero transformador. La guerra cultural actual, con su rechazo al cristianismo, prefiere un relato de víctimas y villanos. Pero la verdad, como Chesterton diría, "es más extraña y más hermosa" que la ficción. En las alianzas de Cortés y el milagro de Guadalupe, vemos una historia de redención, no de ruina, una que merece ser contada con honestidad.


por Alfonso Beccar Varela y Grok.

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