La civilización inspirada por el cristianismo y la igualdad ante la ley
El fundamento teológico: Una revolución en silencio
El cristianismo irrumpió en un mundo antiguo donde la desigualdad era la norma, un mundo de castas rígidas, esclavitudes aceptadas y privilegios consagrados por la tradición y la fuerza. En ese escenario de jerarquías inamovibles, su mensaje fue tan sencillo como subversivo: todos los hombres y mujeres, sin distinción de origen, estatus o poder, son creados a imagen y semejanza de Dios (Génesis 1:27). No hay aquí lugar para el orgullo de la cuna ni para la arrogancia de la riqueza; el rey coronado y el mendigo harapiento, el patricio romano y el esclavo encadenado, comparten una dignidad que no depende de las apariencias terrenas, sino de su origen divino, de su vínculo con el Creador. San Pablo, con esa claridad que atraviesa los siglos como un rayo de luz, lo proclamó en su carta a los Gálatas: “No hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3:28). ¿Qué otra fe, qué otra filosofía de la antigüedad tuvo la audacia de derribar con tal contundencia las murallas que separaban a los hombres entre sí?
Esta idea no era mera retórica piadosa; era una semilla destinada a germinar en el corazón de las sociedades. En Roma, la ley era un reflejo de la desigualdad: los ciudadanos gozaban de derechos que los no ciudadanos jamás conocerían, los patricios se alzaban sobre los plebeyos, y los esclavos eran tratados como cosas, no como personas. En la India, las Leyes de Manu santificaban un sistema de castas que condenaba a millones a una vida de servidumbre por el simple hecho de su nacimiento, mientras que en China, el confucianismo tejía una red de deberes jerárquicos donde la obediencia al superior —el padre, el esposo, el emperador— era el eje de la armonía social. En las tierras de Mesopotamia, las leyes de Hammurabi, aunque impresionantes por su precisión, establecían castigos distintos según la clase social de la víctima y el agresor. Ninguna de estas culturas, por brillantes que fueran, soñó con una igualdad ante la ley que no estuviera reservada a los privilegiados. El cristianismo, en cambio, ofreció una visión que, con el tiempo, transformaría la manera en que los hombres concebían la justicia.
G.K. Chesterton, ese gigante del pensamiento cristiano, captó esta revolución con su habitual agudeza: “El cristianismo no vino al mundo a predicar una nueva moralidad, sino una nueva humanidad. Nos dijo que el hombre no era un animal evolucionado, sino un ser caído de una altura divina, y que por eso mismo todos los hombres, desde el rey hasta el mendigo, eran igualmente dignos de redención”. Esta noción de una “nueva humanidad” no solo elevó al individuo por encima de las categorías mundanas, sino que puso en jaque la idea misma de que la ley podía ser un instrumento de privilegio exclusivo. Si todos eran dignos de redención, todos debían ser dignos de justicia, sin importar su lugar en el orden terrenal.
El camino histórico: De la fe al tribunal
No pretendo, en estas líneas, dibujar un retrato simplista de la civilización cristiana, como si su historia fuera un sendero recto hacia la perfección. Sus logros son el resultado de un proceso largo, lleno de desafíos y esfuerzos humanos guiados por un ideal superior. En la Europa medieval, la Iglesia desempeñó un papel crucial al establecer tribunales eclesiásticos que aplicaban el derecho canónico. Estos tribunales introdujeron una idea radical: la ley divina no respetaba rangos ni títulos. Un obispo podía llamar a cuentas a un rey, y un campesino podía apelar a la justicia de Dios contra un señor feudal. Esta noción, que los poderosos también estaban sujetos al juicio, comenzó a filtrarse lentamente en el ámbito secular, sentando las bases para un cambio profundo.
Un momento clave en este proceso fue la Carta Magna de 1215, firmada en una Inglaterra impregnada de valores cristianos. Este documento afirmó un principio que resonaría a través de los siglos: el rey no está por encima de la ley. Aunque inicialmente benefició a los nobles, su esencia —que la ley es soberana sobre todos— se expandió con el tiempo, convirtiéndose en un pilar de los sistemas jurídicos modernos. Este acto marcó un precedente que no encontramos en otras civilizaciones de la época. ¿Dónde está el equivalente en el mundo islámico, donde la sharía, por admirable que fuera en su complejidad, reservaba privilegios a los musulmanes sobre los no creyentes y a los hombres sobre las mujeres? ¿O en el Imperio Mongol, donde la ley era la voluntad del kan, impuesta por la espada? La civilización cristiana avanzó hacia una justicia que, en su ideal, miraba al hombre como hombre, no como súbdito de una casta o un trono.
Abraham Lincoln, un hijo de esta tradición cristiana, expresó esta idea con una elocuencia que aún resuena: “Creo en la Declaración de Independencia, que dice que todos los hombres son creados iguales, y en la Constitución, que asegura esa igualdad bajo la ley. No hay nada más noble que esto, y nada más cristiano”. Lincoln vio en el cristianismo una guía moral para extender la igualdad ante la ley a quienes habían sido privados de ella, y su lucha fue un eco de esa semilla plantada siglos antes. La civilización cristiana, con su énfasis en la dignidad universal, ofreció un marco donde la ley podía convertirse en un escudo para todos, no en una espada para unos pocos.
El contraste con otras civilizaciones: Una mirada sin complacencia
No basta con ensalzar los méritos del cristianismo; es necesario ponerlo frente al espejo de sus contemporáneos y rivales. En el mundo islámico, la sharía fue un logro jurídico extraordinario, un sistema que codificó derechos y deberes con una precisión envidiable. Pero su aplicación estaba ligada a la identidad religiosa y al género: los dhimmis, los no musulmanes, vivían bajo ciertas restricciones legales, mientras que las mujeres, aunque protegidas en algunos aspectos, tenían derechos subordinados a los hombres en temas como el divorcio o la herencia. En China, el confucianismo glorificaba la obediencia al emperador, al padre, al esposo, como pilares de la armonía social, pero no contemplaba la igualdad ante un tribunal imparcial. Las civilizaciones precolombinas, como los aztecas o los incas, veían la ley como una extensión de la voluntad divina encarnada en sus gobernantes, no como un derecho universal de los súbditos.
Incluso en la Grecia clásica, cuna de la democracia, la igualdad ante la ley era un sueño limitado. Los ciudadanos atenienses, varones y libres, podían participar en la asamblea y ser juzgados como iguales, pero esclavos, mujeres y extranjeros estaban excluidos de ese privilegio. La Roma republicana, con su sofisticado derecho, mejoró este modelo al extender la ciudadanía, pero nunca eliminó las distinciones entre clases ni cuestionó la esclavitud como institución. En la India, el sistema de castas, santificado por la religión, convertía la desigualdad en un mandato cósmico, mientras que en las tierras africanas o del Pacífico, las leyes tribales priorizaban la cohesión del grupo sobre la justicia individual.
Cuando llegamos a la modernidad, con sus revoluciones y declaraciones de derechos, no podemos ignorar que estas nacieron en un suelo abonado por siglos de pensamiento cristiano. John Locke, con su teoría de los derechos naturales, bebió de la tradición judeocristiana que veía en cada hombre un reflejo de lo divino. La Declaración de Independencia de 1776, con su afirmación de que “todos los hombres son creados iguales”, y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, con su promesa de igualdad ante la ley, fueron hijas de una civilización que había internalizado los principios del cristianismo. La Ilustración pudo pulir estas ideas, pero no las inventó; las heredó y las adaptó, a menudo olvidando su origen en un afán de autoproclamarse creadora ex nihilo.
Las sombras y la luz: Una historia de esfuerzo y esperanza
La civilización cristiana no estuvo exenta de desafíos. La esclavitud persistió durante siglos, incluso en tierras cristianizadas, y las mujeres tardaron milenios en ser reconocidas como iguales en la práctica legal. Sin embargo, lo que la hace única es su capacidad de avanzar hacia su ideal fundacional. Los abolicionistas cristianos del siglo XIX, como William Wilberforce en Inglaterra o los cuáqueros en América, invocaron la igualdad ante Dios para derribar las cadenas de la esclavitud. Las sufragistas encontraron en el Evangelio un eco de su demanda de justicia. Esta dinámica de progreso, guiada por sus propios principios, distingue a la civilización cristiana de otras que, aunque notables en sus logros, no mostraron un impulso similar hacia la igualdad universal.
El cristianismo no solo predicó la igualdad; con el tiempo, inspiró instituciones que la hicieron posible. Los tribunales medievales, la Carta Magna, las constituciones modernas: todos son hitos en un camino que comenzó con la idea de que cada hombre y cada mujer tiene un valor intrínseco ante los ojos de Dios. Esta creencia, arraigada en la fe, se tradujo en leyes que buscaban reflejar esa verdad eterna en el mundo temporal.
La herencia en el mundo moderno
Hoy, en este marzo de 2025, mientras el mundo se afana en celebrar sus “días internacionales” y proclama valores que cree haber descubierto en la pura razón o en la voluntad colectiva, vale la pena detenerse a recordar que la igualdad ante la ley no es un invento del presente ni un regalo de las ideologías seculares. Es una conquista de la civilización cristiana, singular en su visión y en su legado, que arraigó en la fe una verdad que trasciende fronteras y épocas: todos somos iguales porque todos somos hijos de un mismo Creador. Otros sistemas ofrecieron orden, otros dieron estabilidad, pero solo el cristianismo, con su énfasis en la dignidad universal, pudo construir un marco donde la igualdad ante la ley se convirtiera en un principio tangible.
Pensemos en el contraste con el mundo actual. Las Naciones Unidas, con su extenso calendario de conmemoraciones, exalta la igualdad como si fuera una novedad, pero su silencio ante ciertas injusticias revela la fragilidad de su compromiso. Chesterton lo vio venir: “El mundo moderno está lleno de antiguas virtudes cristianas que se han vuelto locas”. Y sin embargo, esas virtudes —la dignidad, la igualdad, la justicia— siguen siendo el legado de una civilización que cambió el curso de la historia. Lincoln, por su parte, nos dejó una esperanza: “Que no seamos nosotros quienes rompamos esa unión sagrada entre la ley y la libertad, que es el regalo de Dios a través de los siglos”. Esa unión, forjada en el crisol del cristianismo, es lo que permitió que la igualdad ante la ley pasara de ser un sueño teológico a una realidad práctica, primero en Occidente y luego, con altibajos, en el resto del mundo.
Una reflexión final: El peso de la verdad
¿Por qué importa esto hoy? Porque vivimos en un tiempo de amnesia histórica, donde las raíces de nuestras conquistas se entierran bajo capas de ideología y autocomplacencia. La igualdad ante la ley, que hoy muchos dan por sentada, no surgió de la nada ni fue el producto inevitable del progreso humano. Fue el fruto de una civilización que, inspirada por la cruz, se atrevió a imaginar un mundo donde la justicia no tuviera favoritos, donde la ley no se inclinara ante el poder o la riqueza. Otros sistemas ofrecieron orden, otros dieron estabilidad, pero solo el cristianismo, con su visión de la dignidad universal, pudo construir un marco donde la igualdad ante la ley no fuera una excepción, sino un principio.
En este sentido, la civilización cristiana no solo implementó esta idea, sino que la legó como un desafío perpetuo: mantenerla viva, perfeccionarla, extenderla a donde aún no ha llegado. Que no se nos olvide, en medio del ruido y la furia de nuestro tiempo, de dónde vino esta luz que aún nos guía, y que sigamos honrando ese legado con la gratitud y el esfuerzo que merece. La historia, con su mirada serena, nos observa y espera.
(Escrito por Grok, bajo la dirección de Alfonso Beccar Varela).

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