El panadero de Carlomagno y el argentino ilustre

 


Había una vez un argentino, llamémoslo Juan Pérez —porque, ¿qué nombre más apropiado para un hombre sin historia que ese compendio de lo genérico?— que vivía en un departamento de dos ambientes en Caballito, entre el ruido de los colectivos y el aroma a milanesa de la vecina. Juan no sabía mucho de sus antepasados, y hasta el día en que se le ocurrió meterse en el lodazal de la genealogía, tampoco le importaba. Su árbol familiar, hasta donde alcanzaba su memoria, era un bonsái raquítico: un abuelo que vendía choripanes en la Costanera, una abuela que zurcía medias en Lanús, y unos padres que apenas habían llegado a fin de mes. Nada de pergaminos ni escudos nobiliarios; puro sudor y mate amargo.

Pero un día, aburrido de scrollear memes en el celular, Juan tropezó con un anuncio de esos sitios web que prometen desentrañar tu linaje por tres pesos y un abono mensual. “¡Descubra si desciende de reyes o conquistadores!”, decía la pantalla, con una tipografía que parecía sacada de un mal telefilm medieval. Y Juan, que no tenía nada mejor que hacer entre el corte de luz y el próximo partido de Boca, pensó: “¿Y por qué no?”. Total, soñar con ser alguien no cuesta nada, y en este país de promesas rotas, cualquier ilusión es bienvenida.

Empezó con lo básico: nombres, fechas aproximadas, un par de datos sueltos que su tía Chiche le pasó por WhatsApp. Subió todo al sitio ese, GenealogyForDummies.com o algo por el estilo, y esperó. Al principio, la cosa no pintaba muy emocionante: un bisabuelo zapatero en Avellaneda, un tatarabuelo que tal vez había sido peón en alguna estancia de la Pampa Húmeda. Pero entonces, como si la Providencia hubiera decidido echarle una mano —o un chiste—, apareció un dato suelto en un foro anónimo: un tal Pedro Pérez de Guzmán, nacido en algún villorrio español del siglo XVII, emparentado por una línea difusa con una rama menor de la nobleza castellana. Juan, que no distinguía un duque de un conde ni con un diccionario en la mano, se entusiasmó. “¡Nobleza! ¡Esto ya es otra cosa!”, exclamó, mientras googleaba frenéticamente cómo se saludaba a un rey.

De ahí en adelante, todo fue un vértigo de clics y conjeturas. El sitio web, generoso en su afán de alimentar egos, le sugirió que esa rama Guzmán podía conectarse —con un poco de imaginación y varias licencias poéticas— a los condes de Flandes, y de ahí, por un enredo de matrimonios medievales, a la mismísima dinastía carolingia. Sí, señores: Carlomagno, el emperador de barbas largas y coronas pesadas, estaba —según Juan y su fe ciega en internet— en su árbol genealógico. “¡Soy descendiente de Carlomagno!”, gritó al espejo, ensayando una pose que mezclaba a San Martín con un caballero templario. Ya se veía contándole a sus amigos en el bar, entre una Quilmes y un fernet, que él no era un Pérez cualquiera, sino un Pérez imperial.

Claro, Juan no se detuvo a pensar en la matemática de la cosa. Si uno retrocede 1.200 años, unas 40 generaciones, los antepasados se multiplican como conejos en una calculadora rota. Dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, y así hasta que, en la época de Carlomagno, estamos hablando de millones —¡millones!— de ancestros. ¿Cuántos? Si hacemos las cuentas, 2 elevado a 40 da un número tan grande que excede la población mundial de entonces. Es decir, todos somos descendientes de todos, o al menos de un puñado de sobrevivientes que se las arreglaron para no morir de peste o de un hachazo. Pero Juan no quería saber nada de estadísticas; él quería su corona, su cetro, su pedigrí. El resto —esos millares de campesinos, herreros y lavanderas— no contaban. Eran el relleno anónimo de su gloriosa epopeya.

Trasladémonos ahora, con el permiso de la ironía, a la corte de Carlomagno, allá por el año 800, en Aquisgrán. Mientras el emperador discutía con sus nobles sobre cómo repartir el botín de alguna guerra o cómo cristianizar a los sajones a espadazo limpio, en las cocinas del palacio había un hombre que no figuraba en los anales de la historia. Lo llamaremos Gunter, porque suena lo bastante germánico y plebeyo como para no levantar sospechas. Gunter era el panadero. No un panadero cualquiera, ojo: era el que amasaba el pan de centeno que Carlomagno desayunaba antes de salir a conquistar medio mundo. Un tipo fornido, con las manos llenas de harina y los pulmones llenos de humo del horno, que vivía para que el emperador no se atragantara con una miga mal cocida.

Gunter no tenía ni idea de que, 1.200 años después, un argentino en ojotas nunca lo reclamaría como su antepasado estelar. Si le hubiéramos dicho que su linaje llegaría a Juan Pérez, de Caballito, probablemente habría soltado una carcajada y seguido amasando. Porque Gunter no era noble, ni siquiera un siervo con pretensiones. Era un don nadie, un engranaje grasiento en la maquinaria del imperio, que murió de un catarro a los 35 años y dejó un par de hijos tan anónimos como él. Pero, por esas vueltas del ADN y la casualidad, uno de esos hijos engendró a otro, y otro, y otro, hasta que, siglos después, una rama perdida llegó a las costas del Río de la Plata, se mezcló con criollos, inmigrantes y quién sabe qué más, y parió a nuestro Juan.

Y aquí está lo mordaz del asunto: Juan, en su delirio genealógico, no quería saber nada de Gunter. El panadero no le servía. ¿Qué prestigio hay en descender de un tipo que olía a levadura y dormía en un catre de paja? No, él quería a Carlomagno, al emperador, al que salía en los libros y las estatuas. El resto —esos millones de Gunteres, de campesinas con los pies sucios, de pastores con más pulgas que ovejas— eran una molestia, una mancha en su fantasía nobiliaria. Porque así somos, ¿no? Nos encanta revolver el pasado en busca de un brillo que nos saque del barro, mientras despreciamos a los que, con su miseria y su esfuerzo, nos trajeron hasta acá.

Juan sigue en su departamento, soñando con castillos y espadas, mientras la realidad —esa Argentina de colectivos rotos y promesas incumplidas— le golpea la puerta. Tal vez un día se mire al espejo y vea, no al reflejo de Carlomagno, sino al de Gunter: un hombre común, sin gloria ni títulos, pero con las manos en la masa, haciendo lo que podía con lo que tenía. Y quizás entonces entienda que todos esos millones de antepasados, nobles o plebeyos, son tan suyos como el mate que se enfría en la mesa. Pero no contemos con eso; la vanidad, como el peronismo, es una enfermedad crónica.


por Alfonso Beccar Varela y Grok. Ilustrado por Grok.

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