El martirio de Pedro Ortiz de Zárate: Un calvario en la selva del Chaco
El alba del 3 de mayo de 1683 despuntaba sobre la quebrada de Humahuaca con un resplandor pálido, un velo de luz que apenas lograba traspasar las sombras de los cerros que custodiaban Uquía, un rincón perdido en las entrañas del Tucumán. El aire fresco de la montaña traía consigo el aroma de la tierra húmeda y el eco lejano de un río que serpenteaba entre las rocas, mientras las campanas de la pequeña iglesia del pueblo tañían con un lamento que parecía presagiar lo que estaba por venir. En ese escenario austero, Pedro Ortiz de Zárate, un sacerdote venerable de sesenta y un años, se erguía como una figura solitaria y majestuosa, su sotana negra ondeando al viento como una bandera de sacrificio. Nacido en San Salvador de Jujuy hacia 1622, hijo mayor de Juan Ochoa de Zárate y Bartolina de Garnica, llevaba en su sangre el peso de un linaje de conquistadores vascos y encomenderos, un legado de hierro y cruz que lo había conducido hasta este momento crucial: el inicio de una marcha hacia el Chaco, una selva indómita donde la fe y la muerte se darían la mano en un abrazo final.
Pedro era un hombre de rostro curtido por el sol y los años, con arrugas que surcaban su piel como los caminos de su amada Jujuy. Sus ojos grises, hundidos pero brillantes, reflejaban una mezcla de serenidad y fuego, un alma que había encontrado en la Iglesia su refugio tras la viudez. Su cabello, ralo y desordenado, caía sobre una frente alta, y una barba corta, más gris que negra, le daba un aire de patriarca agotado pero indoblegable. Vestía su sotana con la humildad de un asceta, un crucifijo de madera colgando al pecho como único adorno, y sus manos, temblorosas por la edad pero firmes en la oración, parecían siempre listas para alzar la hostia o sostener a un caído. Era un sacerdote de temple recio, un “gran queredor de los indios” como lo llamó el obispo Nicolás de Ulloa, un hombre que había servido como cura de Humahuaca, capellán en las guerras calchaquíes contra Bohórquez, y comisario del Santo Oficio en Jujuy, siempre con el celo de quien ve en cada alma una chispa divina que redimir.
El siglo XVII en el Tucumán era un tiempo de fronteras sangrientas y esperanzas frágiles. El imperio español, bajo el reinado de Carlos II, se extendía como un coloso con pies de barro, y en estas tierras remotas, la civilización chocaba con la barbarie en un duelo eterno. Los indios calchaquíes, tras la rebelión de Bohórquez, habían sido doblegados, pero el Chaco permanecía como un abismo verde, habitado por los sumisos ojotáes y taños, y los feroces tobas, vilelas y mocobíes, que resistían con lanzas y garrotes cualquier intento de someterlos. El gobernador Fernando Mendoza Mate de Luna, un hombre de rostro anguloso y mirada fría, había concebido una empresa evangelizadora y colonizadora para conquistar esas selvas, un sueño respaldado por la Iglesia y los jesuitas, donde Pedro Ortiz de Zárate se alzó como el estandarte espiritual, dispuesto a llevar la cruz donde otros solo veían sombras.
Esa mañana en Uquía, Pedro reunió a su comitiva con la solemnidad de quien sabe que camina hacia el Gólgota. A su lado estaban los jesuitas Diego Ruiz y Juan Antonio Solinas, dos almas tan distintas como complementarias. Diego, de unos cuarenta años, era un hombre delgado, de tez morena y ojos oscuros que destilaban bondad, su sotana siempre manchada de tierra por su afán de trabajar con las manos. Juan Antonio, más joven, de treinta y cinco años, tenía el rostro pálido y una sonrisa que iluminaba su fe, su voz resonando como un canto cuando predicaba. Con ellos iban veinticuatro españoles —soldados y colonos de rostros endurecidos por el sol— y cuarenta indios amigos, ojotáes y taños de mirada tímida, cargando provisiones en mulas flacas. Entre los españoles destacaba Francisco de Palacios, mi noveno abuelo, sargento mayor y alcalde de Jujuy, un hombre de barba negra y figura imponente, cuya espada al cinto era un recordatorio de la fuerza que respaldaba esta misión.
El viaje comenzó con el tañido de las campanas, un adiós que resonó en la quebrada como un lamento. Desde Uquía, la comitiva ascendió por senderos estrechos, flanqueados por paredes de roca rojiza que parecían sangrar bajo la luz del amanecer. Pedro, montado en una mula vieja, encabezaba la marcha, su crucifijo balanceándose con cada paso, mientras rezaba en voz baja un rosario que era más súplica que alabanza. El camino hacia el abra de Zenta era un desafío de polvo y espinas, un paso entre los cerros donde el viento aullaba como un lobo hambriento. Los soldados, con corazas ligeras y mosquetes al hombro, vigilaban los flancos, mientras los indios amigos, descalzos y con arcos en mano, seguían en silencio, sus rostros marcados por el temor a lo desconocido.
El descenso al valle de Ledesma fue un calvario bajo un sol que quemaba como un castigo divino. El terreno, lleno de arbustos espinosos y quebradas secas, hacía tropezar a las mulas y agotaba a los hombres. Pedro, con la fuerza de un espíritu que trascendía su cuerpo frágil, desmontaba a menudo para ayudar, cargando bultos o sosteniendo a los indios que flaqueaban. “Hijos míos,” decía con voz serena, “la cruz es pesada, pero nos lleva a la gloria.” Tras días de marcha, llegaron al umbral del Chaco, una selva espesa de árboles retorcidos y ríos fangosos, un mundo verde y oscuro donde el aire era denso y el silencio, un presagio. En un claro junto al río Bermejo, fundaron la reducción de San Rafael, una aldea de chozas y una capilla de adobe, construida con las manos de Pedro y los jesuitas, un refugio de fe en medio de la barbarie.
Durante cinco meses, San Rafael fue un milagro frágil. Los ojotáes y taños, de piel cobriza y mirada sumisa, acudían a las misas, aprendiendo el catecismo con la ayuda de Tomás, un indio taño de rostro redondo y ojos vivos que traducía las palabras de Pedro. Diego Ruiz cantaba salmos con los niños, su voz resonando entre los árboles, mientras Juan Antonio Solinas bautizaba a los conversos con agua del río, sus manos temblando de emoción. Los españoles sembraban maíz y levantaban cercas, y la capilla, con su cruz de madera en lo alto, se alzaba como un faro. Pero los tobas y mocobíes, indios fieros de cuerpos pintados y lanzas afiladas, acechaban desde la espesura, sus caciques y hechiceros conspirando contra los “hombres de la cruz” que osaban pisar sus tierras.
El 25 de octubre, quinientos tobas y mocobíes llegaron al campamento, armados y con rostros pintados de rojo y negro, un augurio de sangre. Pedro, confiado en la misericordia divina, los recibió con los brazos abiertos. “Venid, hijos míos,” dijo, “a escuchar la palabra de Dios.” Los caciques, liderados por Quirí, un hombre alto y musculoso con collares de dientes y mirada feroz, asintieron en silencio, pero sus intenciones eran un secreto oscuro. Durante dos días, asistieron a las misas, sentados en el suelo con sus lanzas al alcance, observando con una mezcla de curiosidad y desprecio.
El 27 de octubre amaneció con un cielo gris y un aire pesado que olía a tormenta. Pedro y Juan Antonio celebraron la misa al alba, frente a la capilla, con los quinientos indios reunidos en semicírculo. Diego Ruiz, postrado por la fiebre, observaba desde una choza, su rostro pálido empapado en sudor. El altar, una mesa de madera con un paño blanco, sostenía un cáliz y una cruz, y el incienso llenaba el aire con un aroma sagrado. Pedro predicó sobre el sacrificio de Cristo, su voz firme resonando en la selva, mientras Juan Antonio alzaba la hostia en la consagración. Los indios escuchaban en silencio, sus ojos brillando con una furia contenida.
Entonces, un grito cortó el aire como un relámpago. Quirí se puso en pie, alzando su garrote, y los hechiceros, figuras enjutas cubiertas de plumas, lanzaron alaridos que helaron la sangre. Los tobas y mocobíes se abalanzaron como una marea, sus lanzas y garrotes cayendo sobre los misioneros y sus neófitos. Pedro, en el altar, no huyó; alzó los brazos y gritó: “¡Señor, perdónalos, que no saben lo que hacen!” Una lanza le atravesó el pecho, y cayó de rodillas, la sangre tiñendo su sotana. Juan Antonio, intentando protegerlo, fue golpeado en la cabeza, su cuerpo desplomándose junto al altar. Los españoles y los indios amigos, desarmados, fueron masacrados en un instante, sus gritos ahogados por el rugido de los atacantes.
La matanza fue un frenesí de horror. Los indios decapitaron a los muertos, usando sus cráneos como copas para beber chicha en una orgía de victoria, mientras la capilla ardía en llamas. Cuando el gobernador Mate de Luna supo del crimen, su rostro se endureció de furia y dolor. Ordenó a los sargentos mayores Diego Diez Gómez —mi antepasado, un hombre de barba gris y ojos penetrantes— y Lorenzo Arias, de figura recia y voz autoritaria, que buscaran los restos y castigaran a los culpables. Diego encontró la calavera y los huesos de Pedro entre los despojos, identificándolos por el crucifijo de madera, y los llevó a Jujuy. El 23 de noviembre, fueron colocados en una urna en la Iglesia Matriz, junto al Evangelio, donde permanecieron dos siglos hasta perderse en el olvido.
El martirio de Pedro Ortiz de Zárate no fue un final, sino un grito de fe que resonó en la selva, un testimonio de amor y sacrificio en una tierra donde la cruz y la lanza se enfrentaron en un duelo eterno. Su sangre regó el Chaco, y su legado, como dijo Ulloa, vive en la memoria de un sacerdote que amó hasta el fin.
(Escrito por Grok bajo la dirección de Alfonso Beccar Varela).
Este es uno de una serie de cuentos que se basan en personajes y episodios reales. Fueron escritos por Grok, usando el estilo de Alfonso Beccar Varela. Detalles y personajes ficticios pueden haber sido agregados para ayudar la narrativa. Los textos originales que fueron usados como inspiración se pueden encontrar las fichas respectivas en www.GenealogiaFamiliar.net.

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