El legado de Martín Ochoa de Argañaraz en la Florida salvaje
El sol se alzaba como una esfera de fuego sobre las marismas de la Florida, tiñendo de oro las aguas pantanosas y los bosques de cipreses que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Era septiembre de 1565, y el aire húmedo cargaba un olor a sal y podredumbre, un presagio de la tormenta que se avecinaba, tanto en el cielo como en la tierra. En la costa, cerca de la desembocadura del río San Juan, el fuerte español de San Agustín se erguía como un bastión precario contra la selva y el mar, sus muros de madera y adobe aún frescos tras su fundación apenas unas semanas antes, el 8 de septiembre, por el Adelantado Pedro Menéndez de Avilés. Más al norte, en las tierras pantanosas que los franceses llamaban "Fort Caroline" y en la Punta del Cañaveral —hoy Cabo Kennedy, desde donde siglos después partirían cohetes hacia la luna—, los hugonotes galicanos, herejes a los ojos católicos, desafiaban la autoridad de la Corona española con su presencia insolente. La cuestión era urgente: desalojarlos o perecer en el intento, pues su fortaleza amenazaba no solo el dominio territorial, sino la pureza de la fe que España había jurado defender en el Nuevo Mundo.
En el campamento español, bajo un cielo encapotado, el General Pedro Menéndez de Avilés, un hombre de cuarenta y seis años, dirigía a sus tropas con la mezcla de fervor religioso y pragmatismo que lo había convertido en un temido conquistador. Nacido en Avilés, en la brumosa provincia de Oviedo en 1519, hijo de Juan Sánchez de Avilés y María Alonso de Arango, Menéndez tenía el rostro surcado por arrugas profundas, una barba recortada de un gris acerado, y ojos azules que parecían perforar el alma. Vestía una coraza ligera sobre una camisa de lino, y su capa oscura ondeaba al viento mientras impartía órdenes con una voz que resonaba como un trueno. Casado con su prima María de Solís, había dejado en España una descendencia que aguardaba su regreso, pero su misión ahora era otra: erradicar la herejía y asegurar la Florida para Felipe II.
Entre sus capitanes destacaba Martín Ochoa de Argañaraz, mi lejano abuelo, un vizcaíno de treinta y dos años cuya figura robusta y paso firme inspiraban confianza. Martín tenía el cabello negro como el carbón, recogido en una coleta que dejaba al descubierto un rostro curtido por el sol y el salitre, con una nariz aguileña y una mandíbula que parecía tallada en piedra. Sus ojos, de un marrón intenso, brillaban con una mezcla de audacia y astucia, y una cicatriz en la mano derecha —herencia de una escaramuza con indios caribes— hablaba de su vida en el filo de la espada. Hablaba poco, pero cuando lo hacía, su voz grave cortaba el aire como una hoja bien afilada. Vestía una camisa de cuero endurecido y botas gastadas, y llevaba siempre una daga al cinto, un arma que manejaba con destreza mortal. Su dominio del francés, aprendido en sus años de navegación por el Atlántico, lo hacía un hombre valioso en esta empresa, y su fe católica, tan arraigada como las rocas de su Vizcaya natal, lo impulsaba a arriesgarlo todo por el “real servicio” y la salvación de sus camaradas.
La jornada comenzó al alba del 17 de septiembre, cuando las trompetas, pífanos y atambores resonaron en San Agustín, acompañados por el repique de las campanas de la capilla improvisada. Los soldados, unos quinientos en total, acudieron a misa con el rostro tenso, sabiendo que lo que les aguardaba podía ser su última marcha. Menéndez, arrodillado ante el altar, pidió victoria a Dios con una oración fervorosa, y tras la bendición del padre Francisco López de Mendoza, un clérigo enjuto de barba blanca y ojos hundidos, dio la orden de partir. Tomó consigo a veinte hombres, todos vizcaínos y asturianos curtidos en las guerras del norte de España, armados con hachas y espadas. Entre ellos iba Martín Ochoa, designado capitán de este grupo de élite, acompañado por dos indios timucua, aliados recientes, que con señas torpes aseguraron haber estado en el fuerte francés seis días antes.
El camino hacia Fort Caroline —rebautizado después como San Mateo por los españoles— fue un calvario de cuatro días a través de ciénagas y bosques densos. Menéndez, con su experiencia marinera, marcaba el rumbo, cortando ramas y dejando señales en los árboles para guiar a la retaguardia. La lluvia caía sin tregua, empapando las mochilas de bizcocho, mojando la pólvora y las mechas hasta volverlas inútiles, y convirtiendo el suelo en un lodazal que chupaba las botas. Los hombres, cargados con armas y provisiones, avanzaban exhaustos, sus cuerpos temblando de frío y fatiga. Martín, siempre cerca del Adelantado, mantenía el paso firme, su hacha abriendo senderos entre la maleza, mientras los indios timucua, de piel cobriza y tatuajes tribales, señalaban el norte con dedos nerviosos.
Al cuarto día, al ponerse el sol, llegaron a media legua del fuerte francés. Menéndez, oculto entre los pinos, reconoció el terreno: un reducto de madera rodeado de pantanos, con centinelas apenas visibles en las almenas. La noche era tempestuosa, el viento rugía entre los árboles, y la lluvia caía en cortinas que oscurecían el paisaje. Decidió acercarse más, a menos de un cuarto de legua, y alojar allí a sus hombres en un lugar cenagoso y miserable. Volvió por la retaguardia para guiarlos, y pasadas las diez de la noche, cuando el último soldado llegó empapado y quebrantado, reunió a sus oficiales: Diego Flores Valdés, su yerno y Maestre de Campo, un hombre de treinta años con barba rala y ojos astutos, y Martín Ochoa, el vizcaíno de hierro.
—Hermanos —dijo Menéndez, su voz cortando el rumor de la tormenta—, la pólvora está perdida, las mechas inservibles. Pero Dios está con nosotros. Bajaré con cinco o seis hombres a esas casas cercanas al fuerte, a ver si descubrimos a los centinelas y sabemos cuántos son.
Diego Flores se opuso al instante, su rostro tenso bajo la capucha empapada.
—Señor, quédese. Ese es mi oficio, no el suyo. Iré yo, y solo con Martín Ochoa. Más hombres nos delatarían.
Menéndez asintió, aunque sus ojos reflejaban la inquietud de un padre. Los dos partieron, sigilosos como sombras, deslizándose entre los pinos hasta las casas aledañas al fuerte. Allí, entre la penumbra, divisaron al centinela francés, un hombre joven de cabello rubio y capa gris, paseando con una linterna en la mano. Diego y Martín se separaron, buscando un sendero alternativo, pero al doblar por una senda equivocada encontraron un árbol caído. El Maestre de Campo murmuró una maldición, y al dar la vuelta, el centinela los avistó.
—¿Quién va? —preguntó en francés, su voz temblando de sospecha.
—Francés —respondió Martín, con un acento perfecto que engañó al guardia por un instante.
El centinela se acercó, confiado, pero al verlos de cerca, dudó. Martín, rápido como un lobo, cerró la distancia y le asestó un golpe con la vaina de su espada, cortándole el rostro. El francés alzó su arma para defenderse, pero Diego, con la espada desenvainada y una rodela en la mano, le clavó una estocada que lo hizo retroceder. El hombre cayó, gritando, y Diego lo silenció con la punta de su espada en el pecho.
—¡Calla o mueres! —ordenó, pero el francés, aterrado, obedeció demasiado tarde.
Martín corrió de vuelta al campamento, su aliento formando nubes en el aire frío.
—¡Adelantado! —jadeó—. Tenemos al centinela preso.
Pero Diego, temiendo que los gritos alertaran al fuerte, atravesó al francés con una estocada mortal y gritó:
—¡Hermanos, haced como yo! ¡Dios es con nosotros!
Los españoles, galvanizados, salieron de los pinos y corrieron hacia el fuerte. Martín, con su conocimiento del terreno, guió al grupo hasta el postigo de la puerta principal. Diego mató al guardia que lo abrió y se coló dentro, seguido por Martín y los demás. Menéndez, al enterarse, corrió tras ellos con furia, llegando justo cuando los soldados españoles irrumpían en el fuerte, acuchillando a los franceses desprevenidos. El Adelantado alzó la voz entre el caos:
—¡So pena de vida, que nadie toque a mujeres ni a mozos menores de quince años!
Así se hizo: setenta sobrevivieron, entre mujeres y niños, mientras los demás —unos doscientos— fueron pasados a cuchillo o huyeron al bosque. Fort Caroline cayó sin disparar un solo tiro, y los españoles lo renombraron San Mateo, un trofeo de sangre y fe.
Días después, Menéndez marchó al Cañaveral, donde los hugonotes restantes, liderados por Jean Ribault —un marino francés de rostro afilado y barba rojiza—, se rindieron tras un breve enfrentamiento. El Adelantado, implacable, ordenó su ejecución junto a sus hombres, ahorcándolos en los árboles con un cartel que rezaba: “Ahorcados, no como franceses, sino como herejes”. La Florida quedó en manos de Felipe II, y Menéndez, dejando a Martín Ochoa como capitán de San Mateo, regresó a España en 1567, solo para morir en Santander en 1574, aquejado por una fiebre repentina, mientras preparaba la Armada Invencible.
Martín, sin embargo, no tuvo un final tan rápido. Convertido en guardián de la fortaleza, enfrentó años de lucha contra los indios timucua y seloy, que asaltaban San Mateo con flechas y alaridos. Era un hombre de acción, pero la vida en la Florida lo desgastó: el hambre lo llevó a comer cortezas de árboles, suelas de zapatos y ratones que cazaba en las noches. En 1570, durante una emboscada —una “guasábara”, como la llamó su hijo en la Probanza—, una flecha india le atravesó el pecho. Cayó entre los pantanos, su sangre tiñendo el agua, y murió allí, solo, a los treinta y siete años, dejando tras de sí un legado de valor y sacrificio.
La historia no termina con su muerte. En 1568, Dominique de Gourges, un corsario francés de rostro pálido y ojos vengativos, llegó al río de los Mosquitos —apodado “de la Matanza” por los españoles— y atacó San Mateo y San Agustín. Capturó a los defensores y los ahorcó, dejando un lema sobre sus cuerpos: “Ahorcados, no por españoles, sino por asesinos”. Martín no estaba entre ellos, pues ya descansaba en la tierra que había ayudado a conquistar.
Así, en la Florida salvaje, entre ciénagas y tormentas, Martín Ochoa de Argañaraz forjó un capítulo de la conquista española. No fue un héroe de armadura reluciente, sino un vizcaíno de manos callosas y fe inquebrantable, cuya audacia abrió las puertas de San Mateo y aseguró San Agustín, la ciudad más antigua de los Estados Unidos. Su vida, como la de tantos conquistadores, fue un grito de resistencia contra la adversidad, un eco que resuena aún en los vientos de la historia.
(Escrito por Grok bajo la dirección de Alfonso Beccar Varela).
Este es uno de una serie de cuentos que se basan en personajes y episodios reales. Fueron escritos por Grok, usando el estilo de Alfonso Beccar Varela. Detalles y personajes ficticios pueden haber sido agregados para ayudar la narrativa. Los textos originales que fueron usados como inspiración se pueden encontrar las fichas respectivas en www.GenealogiaFamiliar.net.

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