El día que San Patricio volvió a Irlanda
Era una mañana brumosa de marzo, de esas que envuelven a Irlanda como un manto tejido por manos invisibles. El calendario marcaba el 17 de marzo de 2025, y en el cielo, entre jirones de nubes grises, un resplandor dorado rasgó el firmamento. No era un avión ni un capricho de la luz matinal. Era él. San Patricio, el patrón de la Isla Verde, descendía una vez más a la tierra que había evangelizado hacía mil quinientos años. Sus sandalias tocaron el suelo húmedo cerca de Tara, y junto a él, como un regalo inesperado del cielo, apareció una niña de ojos grandes y trenzas desordenadas, no más de siete años, con un vestido blanco que parecía tejido de luz. “¿Quién eres tú, pequeña?”, preguntó Patricio, su voz grave pero suave. Ella lo miró con curiosidad y respondió: “Soy Brigid. Dios me mandó para caminar contigo hoy”. Él sonrió, apoyó su báculo en la tierra y juntos comenzaron a andar.
El aire fresco trajo el aroma de turba y hierba mojada, pero había un dejo metálico que Patricio no recordaba. Caminaron hacia lo que alguna vez fueron colinas y aldeas, y sus ojos se abrieron con asombro. Torres de cristal y acero se alzaban donde antes había chozas de adobe, carreteras rugían y cables cruzaban el cielo como telarañas modernas. Brigid señaló un edificio brillante. “¿Qué es eso, abuelo Patricio? ¿Un castillo?”, preguntó con inocencia. “No, pequeña”, respondió él, “es un templo de los hombres, pero no sé a quién adoran dentro”.
En Dublín, las campanas de la Catedral de San Patricio repicaban, y multitudes vestidas de verde llenaban las calles. Patricio vio iglesias viejas y nuevas, sus vitrales reflejando la luz en colores vivos. “Han guardado la Cruz”, murmuró, y su corazón se llenó de un calor callado. Brigid saltaba entre los adoquines, recogiendo tréboles. “¿Por qué todos llevan verde?”, preguntó, sosteniendo uno en su mano. “Porque me recuerdan, Brigid. El trébol les habló de Dios hace mucho tiempo”, dijo él, y ella asintió como si entendiera algo más grande de lo que sus palabras decían.
Le alegraba ver a los niños riendo, con tréboles pintados en las mejillas, y a los ancianos cantando en gaélico. En los pubs, el bullicio de las pintas chocando le recordaba las fiestas de los celtas convertidos. “No han olvidado la comunidad”, pensó. Pero entonces Brigid señaló un mendigo acurrucado en un portal. “¿Por qué nadie lo ayuda, abuelo?”, preguntó, frunciendo el ceño. Patricio suspiró. “No lo sé, pequeña. Antes, el amor al prójimo era más fuerte”.
En Galway, el santo se detuvo frente a una iglesia cerrada, sus puertas cubiertas de telarañas. “¿Han olvidado a Aquel por quien di mi vida?”, se preguntó, y una sombra cruzó su mirada. Brigid tocó la madera podrida. “¿Aquí vivía Dios?”, dijo, confundida. “Sí, vivía en sus corazones, pero muchos se fueron”, respondió él, y su voz tembló. Las pantallas brillaban en las calles, mostrando rostros vacíos y promesas huecas. Los jóvenes, encorvados sobre sus teléfonos, ignoraban el cielo. “Han cambiado a Dios por ídolos de cristal”, pensó, apretando su báculo.
Pero lo que más lo hirió vino después. Caminaban por un parque cuando Brigid señaló un cartel roto, medio escondido entre los arbustos. Decía algo sobre “derechos” y “libertad”, pero las palabras estaban manchadas, como si alguien hubiera intentado borrarlas. Una mujer pasó junto a ellos, con los ojos vacíos y las manos temblorosas. Patricio sintió un peso en el pecho, una tristeza que no podía nombrar. Entonces lo supo. Era el aborto, esa sombra silenciosa que se había enraizado en su isla. “¿Qué han hecho?”, susurró, y sus rodillas casi cedieron.
Brigid lo miró, inclinando la cabeza. “¿Qué pasa, abuelo Patricio? ¿Por qué estás triste?”. Él se arrodilló a su altura, su báculo clavado en la tierra. “Pequeña, hay quienes matan a los niños antes de que puedan nacer. Los arrancan de sus madres como si no fueran nada”. Los ojos de Brigid se llenaron de lágrimas. “¿Por qué harían eso? ¿No los quieren?”. Patricio negó con la cabeza. “No sé, Brigid. Es una serpiente nueva, una que no conocí antes. Mata la vida y el amor juntos”.
Se levantó, y su mirada se endureció. Había expulsado serpientes en el pasado, pero estas eran distintas. Alzó su báculo hacia las pantallas que hipnotizaban a las multitudes. “Expulso la serpiente de la vanidad”, proclamó, y un viento barrió las calles, apagando las imágenes vacías. Luego señaló los edificios donde la codicia reinaba. “Expulso la serpiente de la avaricia”, dijo, y el suelo tembló, haciendo caer las riquezas egoístas.
Pero su mayor furia vino al final. Frente a una clínica gris, donde el aire parecía más frío, levantó su báculo con ambas manos. “Expulso la serpiente que devora a los inocentes”, rugió, y una luz dorada brotó de él, tan brillante que Brigid se tapó los ojos. El edificio tembló, y un silencio profundo llenó el lugar. “No más”, dijo Patricio, y su voz era un trueno. Brigid se acercó y tomó su mano. “¿Ya no matarán a los bebés?”, preguntó. “No mientras pueda evitarlo, pequeña”, respondió él, aunque sabía que la lucha no terminaba con un solo gesto.
Al atardecer, subieron una colina solitaria. Patricio miró la Isla Verde, tan cambiada y tan suya. “Han perdido mucho, pero no todo”, pensó. Volvió sus ojos a Brigid, que jugaba con un trébol entre los dedos. “Pequeña, tú te quedarás aquí”, dijo, posando una mano sobre su cabeza. “¿No vienes conmigo al cielo, abuelo?”, preguntó ella, sorprendida. “No, Brigid. Dios te ha dado una misión. Crecerás en esta tierra y ayudarás a que la fe renazca. El trébol aún tiene mucho que decir”. Ella lo miró con seriedad, como si de pronto entendiera su destino.
Patricio alzó su báculo al cielo y desapareció en un resplandor, dejando a Brigid sola en la colina. Esa noche, las campanas sonaron solas, y el viento susurró: “La vida es sagrada”. La niña bajó al pueblo con el trébol en la mano, y con el tiempo, su voz suave y sus ojos firmes comenzaron a despertar algo en los corazones apagados. Años después, los ancianos contarían cómo una muchacha llamada Brigid, con trenzas ya largas y un vestido blanco gastado, recorría la Isla Verde, llevando la Cruz y el trébol a donde la fe había sido olvidada.
(Escrito por Grok, bajo la dirección de Alfonso Beccar Varela).

Comentarios
Publicar un comentario