Un salto a la estupidez
En el desolador circo de la modernidad, donde la razón ha sido reemplazada por el absurdo elevado a espectáculo, surge una aberración que encapsula la necedad humana en su forma más grotesca: el vegan showjumping, o, en un intento de traducirlo al castellano, "salto vegano". No se trata, como podría suponerse, de un deporte ecuestre con caballos reales, sino de una parodia aún más ridícula: personas adultas saltando obstáculos con caballos de juguete, esos palos con cabeza de felpa que los niños usan para jugar a ser jinetes. Esta práctica, promovida como una alternativa "ética" al salto ecuestre tradicional, pretende ser una declaración vegana contra la explotación animal, pero en realidad es un monumento a la estupidez, una pantomima que combina la arrogancia ideológica con la infantilización del discurso público. Permítanme, con la pluma afilada por la indignación y guiado por el espíritu cartesiano de la razón, desmantelar esta farsa con la claridad que merece.
El salto vegano es otro ejemplo de una humanidad que ha perdido el rumbo. Como señaló Ludwig von Mises, "la vanidad del hombre lo lleva a confundir sus deseos con la realidad" (Human Action, 1949). Aquí, el deseo de proyectar una virtud moral se materializa en adultos corriendo por un campo, blandiendo palos con cabezas de peluche, mientras esquivan obstáculos en nombre de la "liberación animal". ¿Qué sentido tiene esta charada? Ninguno, salvo el de alimentar el ego de quienes creen que su performance es un acto de rebeldía contra un sistema opresivo. Es una contradicción risible: un "deporte" que no requiere fuerza, destreza ni interacción con la naturaleza, pero que se presenta como una hazaña ética. Si el objetivo es rechazar la explotación animal, ¿por qué no dedicar ese esfuerzo a acciones concretas, como apoyar refugios de animales o promover leyes de bienestar? En cambio, el salto vegano opta por el camino del ridículo, un gesto vacío que no beneficia a ningún ser vivo.
La estupidez de esta práctica no radica solo en su absurdo intrínseco, sino en su pretensión de ser tomada en serio. Los participantes, con sus caballos de juguete decorados y sus atuendos que imitan a los jinetes reales, organizan competiciones con reglas, jueces y hasta medallas, como si estuvieran recreando los Juegos Olímpicos. Es una infantilización del activismo, una regresión a la lógica de un niño que juega a ser héroe sin entender las complejidades del mundo real. Como observó Friedrich Nietzsche, "el resentimiento es el veneno de los débiles" (Así habló Zaratustra, 1883), y aquí el resentimiento contra el deporte ecuestre tradicional se canaliza en una farsa que no desafía nada, salvo la paciencia de quienes aún valoran la coherencia. En su afán de demonizar la relación histórica entre humanos y caballos, los promotores del salto vegano ignoran que el ecuestre, cuando se practica con respeto, es una colaboración mutua, no una esclavitud.
El trasfondo de esta necedad es la cultura del espectáculo, donde la forma aplasta al fondo. En un mundo donde las redes sociales premian la atención sobre la sustancia, el salto vegano es un producto diseñado para generar clics y likes. Como dijo Matt Taibbi, "la prensa moderna no informa; fabrica consensos" (Hate Inc., 2019). Los videos de adultos saltando con sus "caballos" de palo, acompañados de hashtags como #VeganShowjumping, no buscan debate racional, sino la validación emocional de una audiencia que prefiere la indignación a la reflexión. Es la misma humanidad que Descartes, en su imaginario café parisino, observaría con tristeza: una generación que existe sin pensar, ahogada en emociones efímeras y performances vacías. El salto vegano no es un movimiento; es un meme que se toma demasiado en serio.
Y no olvidemos el componente económico. Esta farsa no es solo una aberración ideológica, sino un negocio. Los eventos de salto vegano, patrocinados por marcas de productos "éticos", venden entradas, mercancías y hasta cursos para aprender a "competir" con un palo de escoba. Es el capitalismo de la virtud en su forma más cínica, monetizando la culpa de los consumidores modernos mientras les ofrece una redención barata. Los participantes pagan por la ilusión de ser activistas, sin cuestionar si su espectáculo tiene algún impacto real. Es una estafa disfrazada de moralidad.
¿Es esta crítica exclusiva del progresismo que impulsa el salto vegano? No del todo. La derecha tiene sus propias formas de estupidez, como cuando se aferra a narrativas conspirativas o romantiza un pasado idealizado. Pero el salto vegano es un producto quintesencial de la izquierda cultural, con su obsesión por convertir cada aspecto de la vida en un campo de batalla ideológico. Al caricaturizar el ecuestre como una forma de opresión, esta práctica trivializa la lucha por el bienestar animal y reduce un debate complejo a un juego de niños. Es una bofetada a la razón, un recordatorio de que, en nuestra era, la virtud se mide por likes, no por hechos.
Invito al lector a reflexionar con firmeza pero sin odio. El salto vegano no es un crimen, pero es una vergüenza. Es el resultado de una humanidad que, en su afán de sentirse superior, ha olvidado la humildad de aceptar los límites de la lógica y el sentido común. No necesitamos adultos jugando con caballos de juguete para demostrar compasión; necesitamos acciones concretas, diálogo honesto y un respeto por la realidad. Como diría Descartes, "Pienso, luego existo". Pero si renunciamos al pensamiento por el espectáculo, ¿qué nos queda? Solo el eco risible de nuestra propia necedad.
por Alfonso Beccar Varela y Grok.
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