Viernes Santo
Hoy, Viernes Santo, el aire pesa como si el mundo entero contuviera el aliento. La cruz se alza en el centro de nuestra fe, áspera, ensangrentada, un recordatorio brutal de que el Hijo de Dios murió. No fue un accidente, ni una tragedia que se pudo evitar. Jesús, el Maestro que caminó sobre las aguas y dio vista a los ciegos, eligió este camino. Y sin embargo, al contemplarlo colgado en ese madero, algo en el corazón se rebela, como si quisiera gritar: “¡No tenía que ser así!”.
Este día me lleva a mirar la cruz con una mezcla de reverencia y desconcierto. No es solo el dolor de Jesús lo que me toca, sino la certeza de que Él lo asumió por un propósito que trasciende mi comprensión. Me pregunto qué cruces en mi vida he evadido, y cómo puedo aprender a cargarlas con un poco de su determinación, sabiendo que detrás de cada sacrificio hay un plan mayor.
Cuentan que Clodoveo, el rey franco, al escuchar la historia de la Pasión exclamó con furia que, de haber estado allí con sus guerreros, habría impedido tal injusticia. Lo imagino golpeando la mesa, los ojos encendidos, su alma bárbara incapaz de aceptar que el Rey de reyes fuera tratado como un criminal. Hay algo profundamente humano en esa reacción, algo que resuena en nosotros. ¿Quién no ha sentido, ante el relato del Gólgota, un nudo en la garganta, un deseo de arrancar a Jesús de esa cruz, de protegerlo del látigo, de la corona de espinas, de los clavos? Es el amor que se resiste a la pérdida, el instinto que clama por salvar lo que más se ama.
La reacción de Clodoveo me recuerda los momentos en que he querido cambiar el curso de las cosas, proteger a los míos de todo mal. Pero también me hace pensar en la paciencia que a veces me falta. ¿Y si, en lugar de pelear contra lo inevitable, buscara entender el sentido detrás del dolor? Este Viernes Santo me invita a cultivar esa sabiduría que acepta sin resignarse, que lucha sin desesperar.
Pero en la escena del Calvario no estamos solos en ese deseo. Allí, al pie de la cruz, está María, la Madre de Jesús, con el corazón atravesado por una espada de dolor, como Simeón le había profetizado (Lucas 2:35). Ella no grita, no se desespera, pero su presencia es un testimonio de amor inquebrantable. María no huye del sufrimiento de su Hijo; lo acompaña en silencio, ofreciendo su propio sufrimiento al Padre. En ese momento, Jesús nos la entrega como Madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, le dice a ella, y a Juan, “Ahí tienes a tu madre” (Juan 19:26-27). Desde entonces, María juega un papel único en nuestra relación con Jesús. Ella es la mediadora, la que nos lleva de la mano hacia su Hijo, la que intercede por nosotros con el mismo amor con que estuvo al pie de la cruz. Cuando nos sentimos lejos de Jesús, cuando nuestras propias cruces nos abruman, podemos mirarla a ella, que supo sufrir sin perder la esperanza, y pedirle que nos ayude a acercarnos a Él.
María, en su fortaleza callada, me inspira a mirar más allá de mi propio dolor. Como marido y como padre, he aprendido que a veces acompañar no significa solucionar, sino estar presente. Su ejemplo me empuja a ser más constante en la oración, a confiar en que ella lleva mis preocupaciones a Jesús, incluso cuando no veo respuestas claras. Este día, su presencia me anima a sostener a los que amo con esa misma entrega silenciosa.
También en el Calvario encontramos a los dos ladrones, crucificados a ambos lados de Jesús, y en ellos vemos reflejados dos caminos que todos enfrentamos (Lucas 23:39-43). El primero, endurecido por su vida, se burla de Jesús: “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros”. Es el camino del rechazo, de la amargura, de quien, aun en su última hora, se niega a reconocer la verdad. Pero el segundo ladrón, conocido como el “buen ladrón”, elige otro camino. Reconoce su culpa y la inocencia de Jesús: “Nosotros, en cambio, estamos aquí justamente, porque recibimos el castigo que merecen nuestros actos; pero este no ha hecho nada malo”. Y luego, con una humildad que conmueve, le pide: “Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino” (Lucas 23:41-42). La respuesta de Jesús es inmediata: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23:43). Estos dos hombres, tan cerca de la muerte, nos muestran las dos actitudes que podemos tomar ante Jesús: el desprecio que nos aleja, o la fe que nos salva. El buen ladrón nos enseña que nunca es tarde para arrepentirse, que incluso en el último instante, un corazón abierto puede encontrar la misericordia. Nos invita a elegir el camino de la confianza, a reconocer nuestras faltas y a poner nuestra esperanza en el amor de Jesús.
Los dos ladrones me hacen pensar en las veces que me he enfrentado a decisiones cruciales: aferrarme al orgullo o abrirme a la gracia. El buen ladrón, con su sencilla petición, me muestra que la honestidad con uno mismo es el primer paso hacia la paz. Este Viernes Santo, su historia me anima a revisar qué actitudes me alejan de Jesús y a buscar, aunque sea con torpeza, ese instante de sinceridad que transforma el corazón.
La tensión del Viernes Santo permanece. El corazón de Clodoveo late en nosotros, queriendo pelear, negándose a aceptar el dolor del Salvador. Pero Jesús no fue víctima de un destino cruel. Él mismo lo dijo: “Nadie me quita la vida; yo la entrego libremente” (Juan 10:18). Este es el misterio que nos desconcierta y nos salva. La cruz no fue un error; fue el precio de nuestra redención. Cada gota de sangre, cada suspiro de agonía, fue un acto de amor deliberado, un “sí” al plan del Padre para rescatarnos del abismo del pecado. San Pablo lo entendió bien: “Siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:8). No había otro camino, no porque Dios fuera incapaz de salvarnos de otra forma, sino porque este fue el modo que Él quiso: un amor tan grande que se entrega hasta el final. Como dijo San Agustín, “la cruz es el lecho donde Cristo consumó su matrimonio con la humanidad”. En ese madero, nos abrazó para siempre.
La libertad con que Jesús se entrega en la cruz me lleva a reflexionar sobre mi propia generosidad. A menudo mido lo que doy, temiendo perder algo de mí. Pero Él, dando todo, me muestra que el amor verdadero no calcula. Este día me desafía a preguntarme cómo puedo ser más desprendido, cómo puedo decir “sí” a lo que Dios me pide, aunque implique dejar de lado mis seguridades.
Hoy, al mirar la cruz, dejemos que estas verdades coexistan. Lloremos con Clodoveo por el sufrimiento de nuestro Señor, pero abracemos con gratitud el misterio de su sacrificio. Miremos a María, que desde el pie de la cruz nos enseña a amar y a confiar, y acudamos a ella como nuestra Madre. Reflexionemos sobre los dos ladrones y elijamos el camino del buen ladrón, el de la humildad y la fe. Porque en la oscuridad de este viernes, ya despunta la luz de la resurrección. Jesús murió, sí, pero lo hizo para que nosotros vivamos. Y en ese amor, encontramos la paz que el mundo no puede dar.
Este Viernes Santo me siento invitado a una pausa profunda, a dejar que la cruz hable a mi vida de una manera nueva. No se trata solo de recordar, sino de decidir: vivir con la confianza de María, la humildad del buen ladrón, la gratitud por el sacrificio de Jesús. En un mundo que a veces parece olvidar el amor, esta meditación me llama a ser testigo de esa luz que, incluso hoy, empieza a brillar desde el Calvario.
por Alfonso Beccar Varela y Grok.
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