San Pedro González Telmo: Un Faro de Fe para los Humildes
Hoy, 15 de abril, la Iglesia recuerda a San Pedro González Telmo, un hombre cuya vida parece sacada de esas historias que, de tan sencillas, terminan siendo profundas. No es de los santos que llenan páginas con milagros estruendosos ni tratados teológicos. Su grandeza está en lo cotidiano, en esa capacidad de mirar a los pobres, a los olvidados, y ver en ellos el rostro de Dios. Su historia no grita; murmura, pero con una fuerza que atraviesa siglos y llega hasta nosotros como un recordatorio: la santidad no necesita escenarios grandiosos, solo un corazón abierto.
Pedro González nació en 1190 en Frómista, un rincón de Castilla, España. De joven, todo parecía indicar que su vida sería cómoda. Su tío, obispo de Astorga, lo educó y le aseguró un puesto como canónigo, una posición de prestigio que muchos codiciaban. Pero Dios tiene formas curiosas de desbaratar planes. Cuentan que un día, mientras cabalgaba ufano por las calles, su caballo tropezó y lo dejó tirado en el barro, ante las risas de los vecinos. Ese momento, que pudo ser solo una anécdota humillante, fue un aldabonazo en su alma. El joven Pedro, cubierto de lodo, vio con claridad que la vanidad no lleva a ninguna parte. Renunció a su canonjía y, poco después, ingresó a la Orden de los Dominicos, donde encontró su verdadera vocación.
Ya como fraile, Pedro se convirtió en un predicador de fuego, pero no del que asusta, sino del que enciende esperanzas. Recorría pueblos y puertos, hablando a marineros, campesinos y pobres con una sencillez que los tocaba en lo más hondo. No necesitaba alzar la voz; su vida hablaba por él. Se dice que, en una ocasión, calmó una tormenta en el mar con sus oraciones, lo que le valió ser considerado patrón de los navegantes. Pero más allá de los relatos milagrosos, lo que marcó su legado fue su cercanía con los humildes. No predicaba desde un púlpito dorado; caminaba entre ellos, compartiendo sus penurias, ofreciendo una palabra de consuelo o una mano para levantarlos.
San Pedro González Telmo murió en 1246, pero su espíritu sigue vivo, no solo en los altares, sino en los corazones de quienes buscan servir sin esperar aplausos. Es un santo que nos desafía a mirar a nuestro alrededor, a los que el mundo ignora, y a reconocer que ahí, en los márgenes, está la verdadera riqueza de la fe. Como decía San Juan Pablo II, “la santidad no es un privilegio de unos pocos, sino una llamada para todos” (Homilía, 1 de noviembre de 2000). Pedro Telmo lo entendió bien: no se trata de hacer cosas extraordinarias, sino de amar de manera extraordinaria en lo ordinario.
En Buenos Aires, su nombre resuena de manera especial en la Parroquia de San Pedro González Telmo, una iglesia que es como un eco de su espíritu humilde y resistente. Construida por los jesuitas en 1734 bajo el nombre de Nuestra Señora de Belén, en el corazón del barrio de San Telmo, esta iglesia ha visto pasar siglos de historia. Fue testigo de las invasiones inglesas, cuando su altar se usó como mesa de cirugía para los heridos; soportó la epidemia de fiebre amarilla de 1871, que vació el barrio de sus ricos y lo llenó de inmigrantes; y hasta acogió el bautismo de Tita Merello, esa voz del tango que llevó el alma porteña al mundo. Declarada Monumento Histórico Nacional en 1942, sus torres barrocas y su imagen de San Pedro, con una nave en la mano izquierda y una vela en la derecha, siguen siendo un faro para los vecinos y los peregrinos que buscan un momento de paz entre las calles adoquinadas. Pero no es solo un edificio; es un recordatorio de que, como Pedro Telmo, la fe puede florecer en los lugares más inesperados, entre los pobres y los trabajadores que hicieron de San Telmo un crisol de culturas.
Pensar en San Pedro Telmo hoy, en este mundo que corre sin pausa, es una invitación a detenernos. No nos pide que dejemos todo y nos vayamos a predicar a los puertos, pero sí que escuchemos esa voz interior que nos llama a ser más generosos, más atentos a los que sufren. Su vida nos recuerda que no hay tarea pequeña cuando se hace con amor, y que Dios no mide nuestras obras por su brillo, sino por la intención con que las ofrecemos. Como él, podemos ser luz para alguien, aunque sea con un gesto, una palabra, una mano tendida.
Que San Pedro González Telmo, desde su lugar en el cielo, nos ayude a encontrar esa chispa de bondad que llevamos dentro. Y que, al mirar su imagen en la iglesia de San Telmo o en cualquier altar, recordemos que la santidad no está en lo que conseguimos, sino en lo que damos. Porque, como él nos enseñó, el verdadero milagro es hacer que alguien, aunque sea por un instante, se sienta menos solo.
por Alfonso Beccar Varela y Grok.
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