Miércoles Santo



El Miércoles Santo nos invita a recorrer, paso a paso, los momentos que prepararon el camino de Jesús hacia la cruz. Es un día de contrastes profundos: la traición que se urde, la oración que se eleva, la entrega que se consuma. En cada escena, vemos a Jesús, plenamente consciente de lo que viene, avanzando con una paz que desafía nuestra comprensión, mientras a su alrededor se tejen las decisiones que cambiarán la historia. Hoy, en un mundo donde tantos traicionan sus ideales y su fe por menos de treinta monedas, estas horas sagradas nos interpelan con una fuerza que no podemos ignorar.

Pienso en este día como un umbral, un momento donde el alma debe detenerse y mirar de frente la verdad. La paz de Jesús, que no tambalea ante la cruz que se avecina, me hace cuestionar mis propias inquietudes. ¿Cuántas veces me dejo arrastrar por la ansiedad del mundo, cuando Él me muestra que la verdadera fortaleza está en confiar? Este Miércoles Santo, siento que Jesús me pide no solo recordar su Pasión, sino vivirla en mis pequeñas entregas diarias, con esa misma calma que solo viene de Dios.

El día comienza con la traición de Judas, un acto que los Evangelios sitúan en este momento (Mateo 26:14-16). Por treinta monedas de plata, Judas pacta con los líderes religiosos del pueblo judío para entregar a su Maestro. Detrás de esas monedas están los sumos sacerdotes y los escribas, hombres que, en teoría al menos, deberían haber sido los primeros en reconocer al Mesías. Pero, ¿hace cuánto habían perdido su rumbo? Durante generaciones, el Templo se había convertido en un escenario de poder y ritualismo vacío. Habían cambiado la fe viva por la letra muerta de la ley, el amor por las formas. Jesús mismo les reprochó: “Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que se parecen a sepulcros blanqueados: por fuera parecen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia” (Mateo 23:27). Su ceguera no era nueva; venía de años de endurecer el corazón, de preferir el prestigio al servicio, de olvidar que su misión era guiar al pueblo hacia Dios, no dominarlo. Esa ceguera los llevó a ver en Jesús no al Salvador, sino una amenaza. La bondad de Jesús, sus milagros, su enseñanza, no los conmovió; los incomodó. Y así, pagaron las monedas, sellando su propia condena más que la de Él.

La traición de Judas y la ceguera de los sacerdotes me golpean como un espejo. Cuántas veces, en mi propia vida, he preferido la comodidad de mis ideas o el prestigio de mis opiniones antes que abrir el corazón a la verdad que incomoda. Me pregunto si no habrá en mí algo de esos fariseos, cuando me aferro a mis propias formas y veo en los demás, o en los planes de Dios, una amenaza en lugar de una invitación. Este pasaje me llama a humildad, a revisar qué “monedas” estoy dispuesto a aceptar a cambio de mi fidelidad.

La escena cambia, y el Evangelio nos lleva a Getsemaní, donde Jesús, ya entrada la noche, se retira a rezar (Lucas 22:39-44). Aquí, sudando sangre, pronuncia la oración: “Hágase tu voluntad” (Lucas 22:42). No es una frase de derrota, sino de amor perfecto. Jesús sabe lo que le espera, y aun así se entrega al plan del Padre. Esta oración no es un momento aislado; resuena con ecos profundos de las enseñanzas de Jesús. ¿No la escuchamos ya en el Padre Nuestro, cuando nos enseñó a decir: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo” (Mateo 6:10)? ¿No la vemos también en el Sermón de la Montaña, cuando nos llama a buscar primero el Reino de Dios y su justicia (Mateo 6:33), confiando en que todo lo demás vendrá por añadidura? Es, sin duda, la oración más importante que Jesús nos dejó, porque en ella está el corazón de la fe: confiar en Dios por encima de nuestros miedos, deseos y planes. En un mundo que idolatra el poder y la voluntad propia, donde la fe se dobla ante el ego, estas palabras son un faro. Nos invitan a soltar nuestras resistencias y a confiar, incluso cuando el camino se oscurece. Como dice San Pablo: “Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Filipenses 2:8). En esa oración, Jesús nos enseña que la verdadera fortaleza no está en imponerse, sino en entregarse.

Getsemaní siempre me estremece. Ver a Jesús, hombre y Dios, sudando sangre, me recuerda que Él conoce mi fragilidad, mis propias noches de angustia. Su “Hágase tu voluntad” no es una frase lejana; es una brújula para mis propios temores. Cuando la vida aprieta, cuando no entiendo el camino, pienso en Él en el huerto, y me digo que si Él pudo confiar, yo también puedo aunque sea intentarlo. Es una lección que no se aprende de una vez, sino día a día, en cada pequeño “sí” que doy a Dios, aunque tiemble al darlo.

El Evangelio avanza hacia el momento culminante de la noche, cuando los guardias llegan al huerto, con Judas a la cabeza (Juan 18:2-11). Es aquí donde se produce el beso de Judas, un gesto que estremece por su hipocresía (Lucas 22:47-48). Judas, que había compartido el pan con Jesús, que había caminado a su lado, lo entrega con un beso, el signo más íntimo de afecto. “¿Con un beso traicionas al Hijo del Hombre?” (Lucas 22:48), le pregunta Jesús, y en esa pregunta hay más dolor que reproche. El beso de Judas no es solo una señal para los guardias; es el símbolo de la traición disfrazada de amor, de la falsedad que se esconde tras una máscara de cercanía. Nos enseña una lección amarga: las peores traiciones no vienen de los enemigos declarados, sino de aquellos que decían amarnos. En nuestro tiempo, ¿cuántas veces hemos visto esto? Gente que proclama lealtad mientras clava el puñal, que usa palabras de cariño para encubrir sus intenciones. El beso de Judas nos llama a examinarnos: ¿somos sinceros en nuestro amor, o también nosotros, a veces, traicionamos con gestos vacíos? Pero también nos muestra la paciencia de Jesús, que no lo maldice ni lo rechaza, sino que lo enfrenta con una pregunta que busca tocar su corazón. Es una invitación a la conversión, incluso en el último instante.

El beso de Judas me duele como un eco de mis propias debilidades. He sentido, alguna vez, la tentación de aparentar lo que no soy, de usar palabras lindas para cubrir mis errores. Pero también he sido herido por la falsedad de otros, y eso me hace valorar más la paciencia de Jesús. Su pregunta a Judas no es un juicio, sino un último intento de salvarlo. Me inspira a ser más sincero, a no temer mostrar mi verdad, y a ofrecer, como Él, una oportunidad de redención a quienes me fallan, aunque cueste.

La escena se intensifica cuando San Pedro, en un arranque de amor y desesperación, saca su espada y corta la oreja de Malco, el criado del sumo sacerdote (Juan 18:10). Pedro es el hombre de los impulsos, y este momento lo retrata entero. Es el mismo que caminó sobre las aguas hacia Jesús, pero se hundió cuando el miedo lo venció (Mateo 14:28-31); el que prometió no abandonar a su Maestro jamás, pero lo negó tres veces antes del amanecer (Lucas 22:54-62); el que, a pesar de sus caídas, fue elegido por Jesús para ser la roca sobre la que edificaría su Iglesia (Mateo 16:18). Hay algo noble en su reacción en el huerto, aunque esté equivocada. Pedro no calcula, no negocia; actúa con el corazón en la mano, dispuesto a pelear por quien lo ha dado todo por él. Es un gesto que resuena con nuestra propia humanidad: el deseo de defender lo que amamos, de luchar contra la injusticia. Pero Jesús lo frena: “Guarda tu espada en la vaina; ¿no he de beber el cáliz que el Padre me ha dado?” (Juan 18:11). La pasividad de Jesús no es cobardía ni resignación; es obediencia. Mientras Pedro quiere pelear, Jesús quiere cumplir. Permite que sus enemigos lo tomen porque sabe que su muerte es el precio de nuestra libertad. And Pedro, con el tiempo, aprenderá esta lección. Él también, como su Maestro, morirá en una cruz, cabeza abajo, en Roma, dando su vida por la fe que un día defendió con una espada, pero que luego abrazó con un amor más profundo.

Pedro siempre me pareció un hermano en la fe, alguien en quien me veo reflejado. Sus impulsos, su amor torpe pero sincero, me recuerdan mis propios intentos de defender lo que creo, a veces con más pasión que sabiduría. La corrección de Jesús, tan firme pero amable, me enseña que la verdadera lucha no siempre es con espadas, sino con entrega. Pedro me da esperanza: si él, con todas sus caídas, pudo convertirse en la roca, entonces yo también puedo aprender, crecer, y ofrecer mi vida, aunque sea en pequeños gestos, por amor a Jesús.

En medio de estos momentos, llama la atención la ausencia de la Virgen María. Los Evangelios no la mencionan en Getsemaní ni durante la traición de Judas. ¿Dónde estaría? Podemos imaginarla en algún rincón de Jerusalén, quizás con las otras mujeres, o en la soledad de una habitación, con el corazón apretado por un dolor que solo una madre puede sentir. Ella, que había dicho su propio “hágase” al ángel Gabriel (Lucas 1:38), ahora acompañaría a su Hijo desde la distancia, unida a Él en espíritu, llevando en su alma cada paso de su Pasión. María no necesitaba estar presente para estar con Jesús; su amor la mantenía cerca, sufriendo en silencio, confiando en el plan de Dios. Hoy, ella nos acompaña a nosotros de la misma manera. Como Madre y Reina, intercede por nosotros desde el cielo, sosteniendo nuestras cruces, guiándonos con su ejemplo de entrega. En este Miércoles Santo, podemos acudir a ella, pidiéndole que nos ayude a vivir con la misma confianza que tuvo su Hijo.

La Virgen María, en su silencio, me conmueve profundamente. Su “hágase” es un eco del de Jesús, y su presencia invisible en estas escenas me recuerda que el amor no siempre necesita palabras ni protagonismo. En este Miércoles Santo, me acerco a ella con confianza, pidiéndole que me enseñe a llevar mis cruces con su misma fortaleza callada, sabiendo que ella nunca me deja solo.

Hoy, recorramos este camino con el corazón abierto. Miremos a los líderes religiosos y preguntémonos qué nos ciega a la bondad de Jesús. Miremos a Judas, desde su pacto traicionero hasta su beso hipócrita, y reflexionemos sobre qué estamos vendiendo por treinta monedas, o qué falsedades escondemos tras gestos de afecto. Escuchemos la oración de Jesús en Getsemaní y dejemos que su “hágase tu voluntad” sea también la nuestra, recordando que es la esencia de lo que nos enseñó. Contemplemos a Pedro, con su impulsividad y su amor, aprendiendo que nuestras caídas no nos descalifican, sino que nos preparan para un amor más maduro. Y busquemos a María, que desde su silencio nos enseña a acompañar a Jesús con fe y esperanza. Que estas escenas nos enseñen a amar como Él, con una fidelidad que no se quiebra, y que en ellas encontremos la paz para seguir adelante, incluso cuando el camino se oscurece.

Este llamado final me invita a detenerme y a mirar mi vida con honestidad. Cada personaje de este Miércoles Santo —los fariseos, Judas, Jesús, Pedro, María— me ofrece una lección, un desafío. Siento que este día no es solo para recordar, sino para decidirme: a ser más auténtico, a confiar más en Dios, a amar con más entrega. En un mundo que a veces parece oscurecerse, estas escenas me dan luz y esperanza, recordándome que, con Jesús y María, siempre hay un camino hacia adelante, por duro que sea.



por Alfonso Beccar Varela y Grok. 

Comentarios

  1. Alfonsito.
    Me has hecho recorrer estos pasajes tan profundos de la vida y entrega de Nuestro Señor con una humildad y esperanza muy ejemplar.
    Gracias

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