La sombra sobre Béziers


 

Era el 22 de julio de 1209, y el sol ardía sobre las murallas de Béziers como si quisiera ser testigo de lo que allí ocurriría. La ciudad, un nido de piedra encaramado en el Languedoc, bullía con el murmullo de sus habitantes: cátaros y católicos mezclados en una convivencia frágil, como el trigo y la cizaña de la parábola. Afuera, el ejército cruzado, con sus estandartes al viento y el polvo levantado por miles de botas, aguardaba como un lobo hambriento. Al frente, Simón de Montfort, un hombre de rostro curtido y ojos que parecían no pestañear, miraba la fortaleza con la certeza de quien ya ha dictado sentencia.

En el campamento, entre el tintineo de las armaduras y el rezo apresurado de los clérigos, se acercó un joven caballero a Montfort. Su nombre era Guy, un noble menor de Picardía, con más corazón que experiencia. Había oído rumores de lo que se planeaba y, con la voz temblorosa pero firme, se atrevió a hablar.

—Mi señor —dijo, inclinando la cabeza—, ¿no hay entre esos muros almas inocentes? Mujeres, niños, hombres que no han tocado la herejía… ¿Cómo sabremos quién es cátaro y quién fiel a Roma?

Montfort giró el rostro lentamente, como si la pregunta le pesara más que su armadura. Sus labios se curvaron en algo que no era sonrisa ni mueca, sino un gesto de hastío. Antes de que pudiera responder, el legado papal, Arnaud Amaury, envuelto en su hábito blanco, alzó la vista del breviario que sostenía. Sus ojos, fríos como el mármol, se posaron en Guy.

—Dios conoce a los suyos —dijo el clérigo, con una voz que cortaba como el filo de una daga—. Que caigan todos, y que Él los separe en el cielo.

Cerca de ellos, un sacerdote menor, el padre Bertrán, que había acompañado a la cruzada desde Carcasona, se adelantó con el rostro tenso. Era un hombre flaco, de mirada inquieta, que cargaba un rosario gastado entre los dedos.

—Monseñor —intervino, con un tono que buscaba ser respetuoso pero no podía ocultar su turbación—, ¿no dice Nuestro Señor en el Evangelio que el juicio final es suyo? San Mateo nos habla de dejar crecer el trigo y la cizaña hasta la siega, para que los ángeles, no los hombres, hagan la separación. ¿No estamos usurpando aquí una prerrogativa divina?

Arnaud lo miró con desdén, cerrando el breviario con un golpe seco.

—Padre Bertrán, la Iglesia no espera a que el lobo devore al rebaño para actuar. Los cátaros son una peste que corrompe almas. Si no los extirpamos, ¿cómo salvaremos a los fieles? La Escritura también dice: ‘Expulsad al malvado de entre vosotros’. Esto es obediencia a Dios, no usurpación.

Bertrán frunció el ceño, apretando el rosario con más fuerza.

—Pero, monseñor, ¿y si entre los muertos hay justos? San Agustín nos enseña que la misericordia es la gloria de la justicia divina. ¿No deberíamos al menos intentar discernir, por imperfecto que sea nuestro juicio, antes de condenar a todos?

Arnaud soltó una risa seca, casi un gruñido.

—San Agustín también dijo que el pecado no debe tolerarse en la ciudad de Dios. ¿Discernir, decís? No hay tiempo ni modo en esta guerra. La sangre de los inocentes, si la hay, será un sacrificio que el Señor aceptará. Él ve lo que nosotros no podemos. ¿O dudáis de su poder para redimir?

Bertrán abrió la boca, pero las palabras se le atragantaron. Bajó la mirada, derrotado no por la razón, sino por la autoridad. Montfort, que había observado el intercambio en silencio, asintió con un movimiento seco.

—Prepara a los hombres —ordenó—. Hoy Béziers arderá.

El asalto fue un torbellino de sangre y fuego. Las murallas cedieron bajo el embate de los arietes, y los cruzados irrumpieron como una marea desatada. No hubo preguntas, no hubo pausa. Las espadas cortaron carne sin distinguir credo, y las llamas devoraron casas donde resonaban gritos y oraciones. En la iglesia de la Magdalena, donde cientos se habían refugiado, el techo se desplomó bajo el peso del incendio, y el humo se alzó como una plegaria negra al cielo. Dicen que murieron miles, tal vez decenas de miles, y que el río Orb se tiñó de rojo por días.

Esa noche, bajo una luna pálida, Guy caminaba entre las ruinas humeantes. Sus botas pisaban cenizas y restos que no se atrevía a mirar demasiado. En su mente, la frase de Amaury resonaba como un martillo: “Dios conoce a los suyos”. Pero en su corazón, una pregunta lo carcomía: ¿y si Dios, en su justicia infinita, no aprobaba aquel baño de sangre? ¿Y si los hombres, en su afán de purgar la tierra, habían mancillado el cielo?

Encontró a Montfort cerca de la muralla derrumbada, contemplando el horizonte. El caballero tenía el rostro manchado de hollín, pero su postura era la de un vencedor. Guy, con el valor que da la desesperación, habló de nuevo.

—¿No os pesa, mi señor? Tantas vidas… ¿Cómo sabremos si hicimos lo correcto?

Montfort lo miró, y por un instante sus ojos parecieron vacilar. Pero su voz fue firme, como el acero que aún llevaba al cinto.

—La herejía es un cáncer, Guy. Si no lo arrancamos de raíz, se extiende. Dios juzgará, no nosotros.

El joven caballero bajó la mirada. No había respuesta que aplacara su alma. Se alejó en silencio, dejando a Montfort con su victoria y sus sombras.

Han pasado siglos desde aquel día, y las piedras de Béziers aún guardan el eco de los gritos. Nosotros, que miramos desde la distancia, nos preguntamos: ¿fue justicia o barbarie? No soy quién para juzgar a Montfort o a Amaury, hombres de una época dura, moldeados por un celo que hoy nos cuesta entender. Pero sí puedo decir esto: cuando los hombres asumen el papel de Dios, blandiendo la espada en su nombre, corren el riesgo de olvidar que Él no necesita de nuestras matanzas para separar el trigo de la cizaña. Tal vez la lección de Béziers que trato de explorar en este cuento no esté en justificar o condenar, sino en recordar que la fortaleza de la fe no se mide en sangre derramada, sino en la elegancia de la misericordia que ofrecemos, incluso al enemigo. Porque al final, como dijo Nuestro Señor, “el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Y en Béziers, las piedras sobraron.


por Alfonso Beccar Varela y Grok.

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