La conciencia: Luz divina, juez silencioso y peligro oculto
Hoy los invito a detenernos en algo tan íntimo como el latir de nuestro corazón: la conciencia. Esa voz callada que nos habla en la quietud, que nos señala el camino del bien y nos advierte cuando nos desviamos. Es un don de Dios, una chispa divina que nos guía en la vida diaria y nos prepara para la eternidad. Pero, ¡cuidado!, porque esta luz puede apagarse si la dejamos a merced de los vicios o la negligencia. Reflexionemos sobre el papel de la conciencia, su peso en nuestra salvación y el peligro de una conciencia deformada. Que estas palabras, respaldadas por la verdad de la fe, abran nuestros ojos y nos acerquen a Nuestro Señor.
Un faro en el alma
La conciencia es como un faro que Dios plantó en nuestra alma para iluminar el camino en este mundo lleno de sombras. Nos ayuda a distinguir el bien del mal, a elegir con libertad y a responder al amor de nuestro Creador. El Catecismo de la Iglesia Católica lo dice con claridad: “La conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la calidad moral de un acto concreto” (n. 1778). En términos más simples, es esa vocecita que, en medio de una tentación, nos susurra: “Para, esto no está bien” o nos impulsa a tender una mano al necesitado.
Imaginemos una situación de todos los días. Estás en la calle, apurado, y ves a un anciano que necesita ayuda para cruzar. La conciencia se enciende: “Ayúdalo, es lo que Jesús haría”. Si la escuchas, sientes una paz que no explica el mundo, porque has seguido la ley de Dios escrita en tu corazón. Pero si pasas de largo, algo dentro de ti se retuerce, como un reproche silencioso. Ese es el trabajo de la conciencia: guiarnos hacia la verdad y recordarnos que cada elección nos acerca o nos aleja de la eternidad.
San Juan Pablo II, un pastor que nunca temió hablar claro, decía que la conciencia es “el santuario donde el hombre está a solas con Dios” (Veritatis Splendor, 1993, n. 54). No es un capricho ni un sentimiento pasajero; es un eco de la voluntad divina, como nos recuerda San Pablo: “Lo que la ley exige está escrito en sus corazones, como lo atestigua su conciencia” (Romanos 2:15). Cada vez que obedecemos esa voz, damos un paso hacia Nuestro Señor, y nuestra alma se llena de esa luz que solo Él puede dar.
La conciencia y el camino al cielo
Hablemos ahora de algo que pesa en el alma: la conciencia no solo nos orienta en las pequeñas batallas de cada día, sino que es clave para nuestra salvación. Porque, aunque la salvación es un regalo de la misericordia de Dios, Él nos pide que respondamos con una vida fiel a Su verdad. La conciencia es el puente que une nuestras acciones con el corazón de Jesús.
El Catecismo nos enseña que “el hombre debe siempre obedecer al juicio cierto de su conciencia” (n. 1800). Esto significa que, cuando nuestra conciencia nos habla con claridad, ignorarla es como darle la espalda a Dios. Pero aquí viene una verdad esperanzadora: incluso quienes no conocen a Nuestro Señor o a Su Iglesia pueden salvarse si siguen su conciencia con un corazón sincero. El Concilio Vaticano II lo expresó con palabras que tocan el alma: “Quienes sin culpa suya no conocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón (...) pueden conseguir la salvación eterna” (Lumen Gentium, n. 16).
Esto no es un cheque en blanco. No basta con “seguir lo que uno siente”. La conciencia debe estar formada en la verdad, esa verdad que la Iglesia custodia y que Jesús nos dejó. Si alguien, por ignorancia sin culpa, no conoce la fe, pero vive buscando el bien según lo que su conciencia le dicta, la gracia de Dios puede obrar en él. Como decía Santa Teresa de Ávila, “Dios no fuerza a nadie, pero a todos da la luz para que vean el camino” (Camino de Perfección, cap. 32). Pero nosotros, que conocemos la fe, tenemos una responsabilidad mayor: formar nuestra conciencia para que sea un reflejo fiel de la voluntad divina.
El veneno de una conciencia deformada
Aquí llegamos a un peligro que acecha en silencio: una conciencia mal formada o corrompida por el vicio es como un faro con la luz rota. En lugar de guiarnos, nos lleva a estrellarnos contra las rocas. El Catecismo advierte que la conciencia puede errar “por ignorancia o por una disposición culpable” (n. 1790). Esto ocurre cuando no buscamos la verdad o cuando dejamos que el pecado nuble nuestra vista.
Pensemos en un caso concreto. Hay quienes crecen en un ambiente donde la mentira es moneda corriente. Si nadie les enseña que mentir es pecado, su conciencia puede no “despertar” ante una falsedad. Esto es lo que llamamos ignorancia invencible, y Dios, en Su misericordia, no los juzga con la misma severidad. Pero si alguien tuvo la oportunidad de conocer la verdad y la rechazó, o si se dejó arrastrar por vicios como la codicia, la lujuria o la soberbia, entonces su conciencia está enferma por su propia culpa. Como dice el Catecismo: “La ignorancia voluntaria y el endurecimiento del corazón no disminuyen, sino que aumentan la culpabilidad” (n. 1859).
Los vicios son el veneno más sutil para la conciencia. Alguien que, por ejemplo, cae en la envidia y pasa sus días criticando a los demás puede empezar a justificar su maldad: “Se lo merecen” o “No estoy haciendo daño”. Poco a poco, su conciencia se adormece, y lo que antes le parecía un pecado ahora le parece un derecho. San Agustín, que conoció las cadenas del pecado antes de abrazar la gracia, lo expresó con crudeza: “El pecado ciega el corazón y lo hace esclavo” (Confesiones, libro VII). Si no luchamos contra los vicios, nuestra conciencia deja de ser la voz de Dios y se convierte en un eco de nuestras pasiones.
Miremos el mundo de hoy. Cuántas veces vemos que la sociedad justifica lo que va contra la ley de Dios: el aborto, la indiferencia hacia los pobres, el culto al placer. Muchos dicen: “Es mi derecho” o “Es lo que todos hacen”. Pero una conciencia formada en la fe sabe que la vida es sagrada, que el pobre es un hermano, y que el placer sin Dios es un ídolo vacío. Como decía el historiador Paul Johnson, “sin las restricciones y los estímulos del cristianismo, ¡cuán más horrenda habría sido la historia de estos últimos 2.000 años!” (A History of Christianity, 1976, p. 517). Una conciencia enferma no solo nos aleja de Dios; nos aleja de nuestra propia humanidad.
Cómo proteger la luz de la conciencia
Entonces, ¿cómo cuidamos este tesoro que es la conciencia? Aquí van algunos consejos, como si fueran un mapa para mantener el faro encendido:
Busca la verdad con hambre: La conciencia necesita alimentarse de la Palabra de Dios, de la enseñanza de la Iglesia, del Catecismo. Como decía San Juan Bosco, “el que no sabe, no ama” (Memorie Biografiche, vol. 5). Lee, estudia, pregunta. No dejes que la pereza apague tu luz.
Mírate al espejo cada noche: Antes de dormir, haz un examen de conciencia. Pregúntate: ¿Dónde acerté? ¿Dónde fallé? Este hábito, que San Ignacio de Loyola practicaba con fervor, es como limpiar el polvo del faro para que brille claro.
Acude a los sacramentos: La Confesión limpia las heridas del alma, y la Eucaristía la fortalece. Como decía Santa Teresa de Ávila, “el alma que comulga con frecuencia es como un soldado bien armado” (Las Moradas, cap. 5). No dejes que el orgullo te aleje de estas fuentes de gracia.
Pide luz a Dios: Una oración sencilla puede mover montañas. Reza cada día: “Señor, muéstrame Tu verdad y dame fuerza para seguirla”. Jesús nunca niega la gracia a quien la pide con humildad.
Combate los vicios con valentía: Si sabes que caes en la ira, el chisme o la pereza, no te rindas. Pide ayuda a un sacerdote, busca un amigo que te corrija con cariño, aléjate de las tentaciones. Como decía San Juan Bosco, “el demonio teme al hombre que lucha” (Memorie Biografiche, vol. 7).
Conclusión: Un tesoro que no podemos perder
Amigos, la conciencia es un regalo de Dios, un faro que nos guía hacia Jesús y nos prepara para el Cielo. Es nuestra compañera en las batallas pequeñas y grandes, nuestro juez en la intimidad del alma. Pero este tesoro no se cuida solo. Una conciencia formada en la verdad nos lleva a la santidad; una conciencia deformada por el vicio nos arrastra a la oscuridad. No dejemos que el mundo, con sus modas y sus mentiras, apague esa luz divina.
Termino con un ruego: cuidemos nuestra conciencia como quien protege una llama en medio de la tormenta. Que cada decisión, por pequeña que sea, sea un paso hacia Nuestro Señor. Y si alguna vez nos perdemos, recordemos que Él siempre está ahí, con los brazos abiertos, listo para guiarnos de vuelta. Como decía Santa Teresa de Ávila: “Todo se pasa, Dios no se muda” (Poesías, 9). Que esa verdad nos dé fuerza para vivir con una conciencia limpia, para gloria de Dios y salvación de nuestras almas.
por Alfonso Beccar Varela y Grok.

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