Un lienzo de piedra y hormigón: la Torre Tanque de Mar del Plata frente a la Torre de Agua de Mataderos
Las torres de agua, esas estructuras que puntean el horizonte de nuestras ciudades, suelen ser vistas como meros instrumentos de utilidad, diseñados para cumplir una función práctica sin mayor pretensión. Sin embargo, para quienes sabemos mirar con ojos atentos, estas construcciones pueden transformarse en verdaderas obras de arte, en lienzos donde se plasman los sueños, las ambiciones y el espíritu de una época. Hoy me propongo comparar dos ejemplos que, a pesar de compartir un propósito común, encarnan visiones artísticas radicalmente distintas: la Torre Tanque de Mar del Plata y la Torre de Agua de Mataderos. Y, si me permiten ser sincero desde el principio, confieso mi predilección por la primera, cuya elegancia neogótica me parece un canto a la belleza que trasciende lo meramente funcional.
La Torre Tanque de Mar del Plata, erigida entre 1939 y 1943 por Obras Sanitarias de la Nación, es una joya arquitectónica que parece sacada de un cuento medieval. Diseñada por el arquitecto Cornelio Lange, esta estructura de piedra se alza con una majestuosidad que evoca los castillos europeos, con sus detalles neogóticos que invitan a detenerse y admirar. Las ventanas ojivales, los arcos ornamentales y las gárgolas que custodian su cima no son meros adornos: son un testimonio de una época en la que la Argentina soñaba con emular la grandeur de Europa, un período de optimismo en el que incluso una torre de agua podía ser concebida como una obra de arte. Ubicada en una zona elevada de Mar del Plata, en la intersección de las calles Falucho y Mendoza, la torre no solo domina el paisaje, sino que dialoga con él. El azul del Atlántico al fondo y el verde de los jardines que la rodean parecen rendirle homenaje, como si la naturaleza misma reconociera su belleza. Su silueta, que se recorta contra el cielo, tiene una cualidad casi poética, como si fuera un faro de piedra que guía no a los barcos, sino a las almas que buscan un instante de contemplación en medio del bullicio veraniego.
En contraste, la Torre de Agua de Mataderos, construida en 1915 por la empresa británica Doulton & Co., representa un enfoque mucho más austero y pragmático. Su diseño, con una base de soportes inclinados de hormigón armado que sostienen un tanque cilíndrico, es un ejemplo clásico de la arquitectura industrial de principios del siglo XX. No hay aquí ornamentos ni detalles superfluos; todo está subordinado a la función. La inscripción "Mataderos" en letras blancas sobre un fondo negro en la parte superior del tanque es lo más cercano a un gesto estético, pero incluso esto tiene un aire utilitario, como si la torre quisiera gritar su propósito sin rodeos. Situada en el corazón del barrio porteño que fue cuna de la industria ganadera, esta torre parece encarnar el espíritu de un lugar donde el trabajo y la eficiencia eran los valores supremos. Su silueta, aunque imponente a su manera, carece de la gracia que caracteriza a su par marplatense. Es una estructura que cumple su rol con dignidad, pero que no invita a la contemplación ni despierta la imaginación.
Desde un punto de vista artístico, la Torre Tanque de Mar del Plata es, a mi entender, una obra maestra que trasciende su función original. Hay en ella una intención clara de embellecer, de elevar el espíritu de quienes la observan. Sus detalles neogóticos no son un capricho, sino una declaración: incluso en lo cotidiano, como el suministro de agua, puede haber belleza. La piedra, con su textura rugosa y sus tonos cálidos, parece absorber la luz del sol y devolverla con un brillo que habla de permanencia y nobleza. Las gárgolas, aunque pequeñas, añaden un toque de misterio, como si la torre guardara secretos de otros tiempos. Es una estructura que no solo sirve, sino que inspira. Como diría C.S. Lewis, otro de los autores que admiro, “nosotros no necesitamos más instrucción, sino más deleite”. Y la Torre Tanque de Mar del Plata es, sin duda, un deleite para los sentidos.
La Torre de Agua de Mataderos, por su parte, tiene un encanto más sobrio, casi melancólico. Su diseño industrial, con líneas rectas y materiales crudos, refleja una estética que valora la honestidad estructural por encima de la ornamentación. Hay una cierta belleza en su simplicidad, en la manera en que sus soportes de hormigón se inclinan con una precisión geométrica para sostener el tanque. Pero esta belleza es fría, casi impersonal. No hay en ella un intento de dialogar con el observador, de contarle una historia o de despertar su imaginación. Es una torre que cumple su función y nada más, y aunque esto tiene su mérito, no puede competir con la calidez y el carácter de la Torre Tanque. La de Mataderos es un recordatorio de una Argentina que trabajaba duro, que priorizaba la utilidad sobre la estética, pero que tal vez olvidó que el arte, incluso en las cosas más prácticas, puede ser un bálsamo para el alma.
Ambas torres, a su manera, son reflejos de las épocas que las vieron nacer. La de Mar del Plata, construida en los años 40, pertenece a un momento en que el país aún soñaba con ser una potencia cultural, un faro de civilización en el hemisferio sur. La de Mataderos, erigida en 1915, es hija de una Argentina que se consolidaba como granero del mundo, un país donde la eficiencia y la producción eran las prioridades. Pero si tuviera que elegir cuál de las dos me habla más al corazón, no dudaría en señalar a la Torre Tanque de Mar del Plata. Hay en ella una chispa de imaginación, un anhelo de belleza que resuena con lo mejor de lo que podemos ser como sociedad. Es una torre que no solo almacena agua, sino que guarda en sus piedras el eco de un tiempo en que creíamos que lo bello y lo útil podían ir de la mano.
Ojalá que, al contemplar estas torres, podamos recordar que el arte no es un lujo, sino una necesidad. Que incluso en las cosas más cotidianas, como una torre de agua, podemos encontrar un espacio para la belleza, para la inspiración, para el asombro. Y que, al hacerlo, nos animemos a construir un futuro donde lo funcional no esté reñido con lo sublime. Porque, como bien sabía Chesterton, “el mundo no perecerá por falta de maravillas, sino por falta de capacidad para maravillarse”. Y la Torre Tanque de Mar del Plata, con su elegancia atemporal, es una maravilla que no deja de sorprenderme.


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