Soy el hijo mayor
Cuando leo la Parábola del Hijo Pródigo en el Evangelio de San Lucas, narrada por Nuestro Señor, no puedo evitar mirarme en ella como en un espejo. Pero no me veo en el hijo menor, el que se va y regresa, sino en el hijo mayor, el que se queda. Hay algo en su historia que resuena conmigo, que me interpela y, a la vez, me invita a reflexionar. No soy de los que se alejan buscando aventuras o placeres; más bien, soy de los que permanecen, cumpliendo, trabajando, tratando de hacer las cosas bien. Y sin embargo, al igual que ese hijo mayor, a menudo me encuentro preguntándome: ¿cómo llego a Dios desde este lugar? ¿Qué tengo que aprender yo de esta parábola?
El hijo menor tiene un camino claro, aunque duro. Pide su herencia, se marcha, lo pierde todo y, en su miseria, “entra en sí mismo”. Ese momento de lucidez lo lleva a volver, humillado pero decidido, y encuentra al padre esperándolo con los brazos abiertos. Su historia es dramática, casi cinematográfica: la caída, el arrepentimiento, la redención. Pero el hijo mayor, mi reflejo, no tiene un viaje tan evidente. Él nunca se fue. Siempre estuvo ahí, en la casa, trabajando en los campos, obedeciendo. Y cuando el hermano regresa y el padre organiza un banquete, no lo entiende. “Hace tantos años que te sirvo, sin desobedecer nunca tus órdenes, y jamás me diste un cabrito para celebrar con mis amigos”, le dice. Siento esas palabras en el fondo de mi alma. ¿No he pensado yo lo mismo alguna vez? ¿No me he sentido, en secreto, resentido cuando veo que otros, que se equivocaron o se alejaron, parecen recibir más atención, más misericordia?
Me identifico con ese hijo mayor porque, como él, tiendo a medir el amor de Dios en términos de justicia. Pienso: “He hecho lo que debía, he cumplido, ¿dónde está mi recompensa?”. Pero la parábola me sacude y me muestra que ese no es el camino. El padre no ama según mis cálculos; ama porque sí, porque es padre. Y cuando le dice al hijo mayor: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo”, me doy cuenta de que estoy mirando las cosas al revés. No se trata de lo que merezco por mis esfuerzos, sino de lo que ya tengo por el simple hecho de estar con Él. El hijo mayor —y yo con él— necesita aprender que el amor de Dios no es una transacción, no es un premio que se gana; es un regalo que se recibe.
¿Qué lecciones me deja esta historia, entonces? Primero, que debo soltar mi orgullo. El hijo mayor no entra al banquete, se queda afuera, atrapado en su propia amargura. Yo también corro ese riesgo si dejo que el resentimiento me aleje de la alegría de Dios. Creo que G.K. Chesterton escribió alguna vez: “La humildad es la madre de los gigantes; uno ve grandes cosas desde el valle, pero solo pequeñas desde la cima”. El hijo mayor estaba en una cima que él mismo construyó, una cima de autosuficiencia, y desde ahí no podía ver la grandeza del amor del padre. Tengo que bajar al valle, aceptar que no todo se trata de mis méritos, y entrar en la fiesta, aunque no entienda del todo por qué se celebra.
Segundo, debo aprender a amar como el padre ama. El hijo mayor juzga a su hermano, lo ve como un derrochador que no merece nada. Yo también, a veces, miro a los demás con ese mismo lente crítico, olvidando que Dios no me pide que sea juez, sino hermano. El padre no solo perdona al hijo menor; corre hacia él, lo abraza, lo restaura. Si quiero llegar a Dios desde mi lugar, necesito imitar esa generosidad, esa capacidad de alegrarme por los que vuelven, en lugar de contar sus errores. Dicen que “amar es hacerse vulnerable”, y el padre lo es: no teme el rechazo, no calcula riesgos. Yo, en cambio, tiendo a protegerme, a mantener las distancias. La parábola me invita a abrir el corazón, a arriesgarme a amar sin condiciones.
Finalmente, creo que la lección más profunda para mí es reconocer que estar cerca de Dios no significa que ya lo tenga todo resuelto. El hijo mayor estaba en la casa, pero su corazón estaba lejos. Yo puedo cumplir, rezar, seguir las reglas, y aun así estar a miles de kilómetros del Padre si no me dejo tocar por su misericordia. “Todo lo mío es tuyo”, le dice el padre, y esas palabras me resuenan como un desafío: ¿realmente vivo como si todo lo de Dios fuera mío? ¿O me quedo afuera, mirando con envidia lo que otros reciben? Llegar a Dios desde mi perspectiva de hijo mayor no es cuestión de hacer más, sino de aceptar más: aceptar que Él me ama no por lo que hago, sino por lo que soy, su hijo.
Pienso que no debemos desesperar jamás, porque Dios está siempre cerca. El hijo mayor no lo veía, pero el padre estaba ahí, invitándolo con ternura a entrar. Esa es mi esperanza. No necesito irme y perderme como el hijo menor para encontrar a Dios; solo necesito dar un paso hacia adentro, dejar atrás mis cuentas y mis quejas, y unirme a la fiesta. La parábola me enseña que el camino del hijo mayor no es menos transformador: es un viaje silencioso, interior, de aprender a recibir un amor que no merezco y a compartirlo con los demás. Y en ese aprendizaje, creo, está mi manera de llegar al corazón del Padre. ¡Qué regalo tan grande nos dejó Nuestro Señor con esta historia!
por Alfonso Beccar Varela y Grok.
Ilustración: La vuelta del hijo pródigo, por Caravaggio.
Groso !
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