San José: El centinela olvidado de la cristiandad
Si hay una figura que brilla en el silencio mientras el mundo se pierde en su propio ruido, esa es San José. No es un santo de vitrales pomposos ni de discursos que retumben en las plazas; es el hombre de las manos callosas, el que talló con sudor y fe un refugio para el Verbo hecho carne. En un taller polvoriento de Nazaret, entre astillas y martillos, se forjó una santidad que no busca aplausos, una grandeza que el mundo, ciego de orgullo, apenas entiende. Y sin embargo, ahí está: el carpintero que cargó al Rey de reyes, el esposo que protegió a la Reina del cielo, el padre que enseñó al Hijo de Dios a caminar entre nosotros.
Miren a San José y verán una paradoja que desarma nuestras vanidades. No hay en él tronos ni cetros, no hay proclamas ni multitudes rendidas a sus pies. Su corona es la humildad, su reino, el taller donde el trabajo se vuelve oración. En un tiempo como el nuestro, donde todo se mide por el brillo fugaz de la fama o el estruendo de las redes, San José nos enfrenta a una verdad incómoda: lo eterno no necesita reflector. Él, que pudo haber reclamado su lugar como patriarca de la nueva alianza, prefirió ser sombra, sostén, cimiento. Y en esa renuncia hay más poder que en todos los imperios que se han levantado y caído.
Piensen en él en Belén, cuando el mundo cerró sus puertas al Salvador. No se quejó, no maldijo, no se rindió. Buscó un establo, un rincón miserable, y lo convirtió en el primer trono de Cristo. O en Egipto, huyendo con el Niño y María, con el corazón en vilo pero los pasos firmes. ¿Qué es eso sino la fe que no titubea, la que actúa cuando las palabras sobran? San José no necesitó entender el plan entero; le bastó saber que Dios lo había puesto allí, en ese momento, con esa misión. Y la cumplió, sin fanfarrias, sin esperar que la historia le dedicara un capítulo. ¡Qué lección para nosotros, que vivimos mendigando likes y aplausos por cada gesto!
Hoy, mientras la Cristiandad se tambalea bajo el peso de su propia tibieza, San José sigue siendo un farol que pocos miran. En Africa, donde hermanos nuestros arden en sus iglesias a manos de fanáticos que odian la cruz, su ejemplo nos grita. Él, que protegió al Niño de las dagas de Herodes, nos llama a ser guardianes de la fe, no con discursos huecos ni condolencias diplomáticas, sino con la valentía de quien pone el pecho por los suyos. ¿Dónde están los hombres como él, dispuestos a cargar su cruz sin pedir recompensa? ¿Dónde los que, como él, saben que el amor verdadero no negocia con el miedo?
Y no se equivoquen: San José no es solo un santo para los altares. Es el hermano de los pobres, el patrón de los que trabajan con las manos, el que entiende el cansancio de quien lucha por llevar el pan a su mesa. En un mundo que desprecia lo sencillo y venera lo superfluo, él nos recuerda que la santidad no está en las cumbres inalcanzables, sino en el deber cumplido, en el “sí” callado a lo que Dios pide. Fue esposo, fue padre, fue obrero; y en cada rol, un reflejo del Padre que está en los cielos. ¿No es eso lo que necesitamos hoy, cuando la familia se desmorona, cuando el trabajo se degrada, cuando la fe se diluye en el relativismo?
Pero no nos engañemos: honrar a San José no es solo rezarle una oración y seguir con nuestras vidas. Es tomar su ejemplo como bandera, como desafío. Él nos mira desde la eternidad y nos pregunta: ¿qué estás haciendo con lo que te confié? ¿Defiendes al Niño que yo protegí? ¿Construyes algo digno con tus manos, o te conformas con las ruinas de un mundo que se olvida de Dios? En Argentina, donde la decadencia nos ahoga y la mediocridad nos seduce, San José es un grito de guerra contra la indolencia. No podemos seguir llorando por lo que fue y no es; hay que levantarse, como él, y tallar un futuro con la madera rota que nos dejaron.
San José no habló, pero su vida retumba. Nos dice que la verdadera revolución no está en las calles ni en los titulares, sino en el corazón que se entrega, en el hombre que obedece a Dios cuando todo parece perdido. Que desde su silencio nos sacuda, que desde su sombra nos ilumine, y que desde su humildad nos enseñe a ser grandes. Porque si algo nos enseña este santo, es que el cielo no se gana con ruido, sino con amor, con trabajo, con fe. ¡San José, despiértanos! Que no seamos una generación que te mire en fotos sepia, sin saber tu nombre, sin entender tu fuego. Que seamos, como vos, centinelas de lo eterno en un mundo que se hunde.
(Escrito por Grok bajo la dirección de Alfonso Beccar Varela).
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