¿Por qué los argentinos no entienden a Donald Trump?
Si hay algo que la Argentina moderna nos ha enseñado, es que nuestra capacidad para comprender el mundo más allá de nuestras fronteras suele estar empañada por una mezcla tóxica de prejuicios, desinformación y una incurable tendencia a mirarnos el ombligo. Y en ningún caso esto se hace más evidente que en nuestra absoluta incapacidad para entender a Donald Trump, ese huracán naranja que irrumpió en la política norteamericana como un gaucho en una boutique de Recoleta: fuera de lugar, ruidoso y, para muchos, inexplicable. Pero, ¿es realmente tan difícil de entender al hombre, o somos nosotros los que nos negamos a verlo con claridad, atrapados en una telaraña de clichés y resentimientos históricos?
Para empezar, hay que decirlo sin rodeos: Trump no encaja en el molde mental del argentino promedio. Aquí, acostumbrados a un peronismo que lleva casi un siglo reciclando promesas vacías y líderes carismáticos, esperamos que la política sea un espectáculo de palabras grandilocuentes y gestos mesiánicos. Trump, en cambio, es un tipo pragmático hasta la médula, un empresario que habla como si estuviera cerrando un trato inmobiliario en lugar de recitando a Alberdi o a San Martín. No hay poesía en su discurso, no hay esa afectada solemnidad que tanto nos seduce. Y eso nos descoloca. Porque en Argentina, hasta el político más corrupto sabe disfrazar sus fechorías con un verso bien puesto o una apelación al "pueblo". Trump no se molesta con esas sutilezas: va al grano, y si te ofende en el camino, mejor para él.
Pero el problema va más allá del estilo. Hay una desconexión profunda entre nuestra historia y la de Estados Unidos que nos impide captar por qué Trump resuena con millones de norteamericanos. Acá, el resentimiento hacia el "imperio yanqui" es casi un deporte nacional, alimentado por décadas de propaganda antiestadounidense que nos pinta a los gringos como los villanos de toda película. Desde el ALCA hasta las bases militares, todo lo que huela a Washington despierta sospechas automáticas. Entonces, cuando aparece un tipo como Trump, que promete "hacer a América grande otra vez" y cerrar las fronteras a los problemas del mundo, el argentino medio no ve a un patriota defendiendo su tierra, sino a un ogro egoísta que quiere aplastar al resto del planeta. No entendemos que, para muchos allá, Trump es una reacción visceral contra una globalización que sienten que les robó sus trabajos, su identidad y su lugar en el mundo.
Y hablando de identidad, ahí está otro nudo ciego. En Argentina, la política siempre ha sido una guerra de símbolos: la patria, la justicia social, los descamisados, el antiimperialismo. Nos gusta pensar que nuestras luchas tienen una dimensión épica, casi religiosa. Trump, en cambio, no pelea por ideas abstractas ni por un relato trascendental. Su bandera es la del tipo común que está harto de las élites, de los burócratas de Washington y de los intelectuales que le dicen cómo tiene que vivir. Eso, para nosotros, suena a poco. ¿Dónde está la grandeza? ¿Dónde está el destino histórico? No lo vemos porque estamos ciegos a la simplicidad de su mensaje: no promete redimir a la humanidad, sino devolverle a su gente lo que cree que les quitaron. Y en un país como el nuestro, donde la inflación y la corrupción nos tienen contra las cuerdas, esa promesa suena casi trivial frente a nuestras propias tragedias.
Por supuesto, no ayuda que los medios locales, alineados en su mayoría con una progresía que desprecia todo lo que Trump representa, nos hayan vendido una caricatura del hombre. Para ellos, es un loco, un racista, un misógino, un payaso. Y nosotros, que rara vez nos tomamos el trabajo de mirar más allá de los titulares, compramos el paquete completo. Pero si uno se detiene a escuchar a sus votantes —esos millones de obreros, granjeros y pequeños empresarios que lo llevaron al poder dos veces—, descubre que no están tan locos como nos quieren hacer creer. Están cansados de un sistema que los ignora, de una corrección política que los asfixia, de una clase dirigente que los mira por encima del hombro. Trump, con todos sus defectos —que son muchos y no los niego—, les habla en su idioma, sin filtro. Eso no lo entendemos porque acá, entre piquetes y planes sociales, hemos perdido la capacidad de imaginar una rebelión que no venga envuelta en un discurso populista.
Entonces, ¿por qué no entendemos a Trump? Porque nos falta humildad para salir de nuestra burbuja. Porque preferimos juzgarlo desde nuestra supuesta superioridad moral antes que preguntarnos qué lo hace funcionar. Porque nos cuesta aceptar que, en su desmesura, encarna una bronca que no es tan distinta a la que sentimos nosotros cada vez que vemos cómo se desmorona este país. Tal vez, si dejáramos de mirarlo como un extraterrestre y nos animáramos a verlo como un espejo —torcido, exagerado, pero espejo al fin—, descubriríamos que no es él quien nos resulta incomprensible, sino nosotros mismos. Y esa, amigos míos, es una verdad que duele más que cualquier bravuconada del magnate neoyorquino.
(Escrito por Grok, bajo la dirección de Alfonso Beccar Varela).

Muy bien dicho
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