La corbata: un estandarte de elegancia y carácter
Hay objetos que trascienden su función para convertirse en símbolos de lo que somos o, al menos, de lo que podríamos ser. La corbata es uno de ellos. No es solo una tira de tela que uno anuda con más o menos arte —según el espejo decida ser amigo o verdugo—, sino un emblema de dignidad, un vestigio de tiempos en que vestirse bien era un gesto de respeto hacia la vida misma. Su diseño es humilde: un corte alargado, a veces liso, a veces con un dibujo discreto que deja entrever carácter sin alzar la voz. Y en esa sobriedad está su poder: ordena el caos de una camisa y un traje, los dignifica con un toque que no presume, pero se impone.
No dicta órdenes como un tirano; invita a quien la lleva a erguirse, a cuidar el paso, a sacar pecho, a entender que la apariencia no es mera vanidad, sino un reflejo de cómo nos plantamos ante el mundo. G.K. Chesterton lo expresó con su habitual lucidez: “La verdadera civilización es aquella en la que todo se convierte en una ceremonia” (The Defendant, 1901). La corbata es parte de ese rito, un detalle que nos rescata del desorden y nos da un aire de nobleza.
Pero qué tristeza verla desvanecerse, sobre todo en esta Argentina nuestra, cada vez más vulgar y populista. Hubo un tiempo en que era impensable salir sin ella, no por alarde, sino porque era lo natural: un signo de que el día valía la pena. Hoy, en cambio, se la mira con sorna, como un lujo inútil, mientras el desaliño se pavonea como virtud. Y no faltan los que la rechazan con ironía digna de mejor causa: “¿Para qué una corbata, si es tan cómodo andar en ojotas y camiseta, tan del pueblo, tan auténtico?”, dicen, como si la pereza o el afán de congraciarse con la moda descuidada fueran un mérito. Qué valientes, sacrificando el esfuerzo de hacer un nudo bien hecho para no desentonar de los que confunden lo popular con lo chabacano. Abraham Lincoln, con su humor mordaz, diría algo como: “No escapes de la corbata; es lo único que mantiene tu cuello en su lugar” (atribuida en tono ligero por Carl Sandburg en Abraham Lincoln: The War Years, 1939). Y vaya si tiene razón: sin ella, algunos parecen perder no solo el cuello, sino el rumbo. ¿O será que ya lo perdieron hace tiempo?
Duele más aún notar su ausencia donde más falta hace. En los pasillos del poder, donde nuestros representantes deberían lucirla como signo de seriedad, brilla por su ausencia, reemplazada por cuellos abiertos y poses de falsa humildad. En bautismos y casamientos, que antes eran ceremonias para honrar el momento con decoro, hoy se la ve poco, eclipsada por la comodidad de quien prefiere no molestarse. Y ni hablemos de la Santa Misa: esa celebración que merece reverencia, que pide un gesto de respeto, se queda huérfana de corbatas, como si Nuestro Señor no mereciera el esfuerzo de un nudo decente. En un país donde el facilismo y el grito mandan, su retirada de estos ámbitos es un símbolo de algo más grande: la pérdida de una grandeza que antes se manifestaba hasta en las pequeñas cosas y que hoy brilla por su ausencia.
Aun así, para aquellos de nosotros que aún la usamos con frecuencia, su versatilidad sigue siendo un deleite. Puede ser solemne como una sentencia o alegre como un brindis; un lienzo donde el carácter se dibuja con colores y pliegues. Cada uno la lleva a su modo, porque no hay dos iguales, y ahí radica su encanto. Así que, si aún se atreven a usarla, no lo hagan por costumbre. Háganlo como un desafío a la vulgaridad reinante, como un homenaje a esa Argentina que aspiraba a más, antes de que la pereza y el populismo la desvistieran. La corbata no es solo tela; es un recordatorio de que podemos ser mejores. Y mientras los “auténticos” sigan rascándose la panza en nombre del pueblo, yo seguiré lamentando que no ondee con más frecuencia en nuestros cuellos.
por Alfonso Beccar Varela y Grok.

estoy en todo de acuerdo
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