Isaac Jogues: Un compañero en la noche

 


A veces, en esas noches en que el silencio pesa más de lo habitual, me encuentro pensando en Isaac Jogues. No es un nombre que suela aparecer en las conversaciones del día a día, pero desde que leí sobre él, hace ya algunos años, se ha quedado conmigo como un amigo lejano, alguien cuya vida me susurra cosas que no siempre quiero escuchar. No sé si a vos te pasa lo mismo con ciertos nombres del pasado, pero con Isaac es como si me hablara desde un rincón de mi alma, invitándome a sentarme un rato con él.

Nació el 10 de enero de 1607 en Orléans, Francia, en un tiempo que me cuesta imaginar: un mundo de velas y caminos embarrados, de fe vibrante y disputas que partían Europa en dos. Era un chico de familia sencilla, piadosa, y a los 17 años decidió entrar en la Compañía de Jesús. Me lo imagino en su celda de novicio, con esa mezcla de nervios y entusiasmo que siento aún hoy cuando algo grande está por empezar. San Ignacio de Loyola, el fundador de los jesuitas, escribió una vez: “Pocos entienden lo que Dios haría en ellos si no pusieran obstáculos a su gracia”. Isaac no los puso. Se dejó llevar, y el viento de esa gracia lo llevó lejos, hasta Nueva Francia, a lo que hoy llamamos Canadá.

Llegó a Quebec en 1636, con 29 años. Me gusta pensar en él desembarcando, mirando esas tierras salvajes con una mezcla de asombro y temor. Quería llevar el Evangelio a los hurones, a los iroqueses, a gente que vivía en un mundo tan distinto al suyo. En una carta escribió: “No hay cruz tan pesada que no valga la pena cargar por amor a Cristo”. Cuando leo eso, siento un nudo en el pecho. No porque sea una frase grandiosa, sino porque sé lo que vino después, y me pregunto si yo tendría esa calma para escribir algo así.

En 1642, todo cambió. Viajaba con René Goupil, un amigo y compañero, y un grupo de hurones cristianos cuando los iroqueses los capturaron. No fue algo rápido ni limpio. Les arrancaron las uñas, le cortaron dedos a Isaac, lo golpearon hasta casi matarlo. A René lo asesinaron por hacer la señal de la cruz sobre un niño. Isaac sobrevivió, pero quedó como esclavo más de un año. Me lo imagino ahí, con las manos destrozadas, rezando en la penumbra, ofreciendo cada dolor por esos hombres que lo odiaban. Tertuliano dijo: “La sangre de los mártires es la semilla de la Iglesia”. No sé si Isaac lo tenía en mente, pero vivía esas palabras como si las hubiera escrito él mismo.

Escapó en 1643, gracias a unos holandeses que lo ayudaron. Volvió a Francia, maltrecho, con el cuerpo hecho pedazos. Me conmueve pensar en ese viaje de regreso, en cómo lo habrán mirado sus hermanos jesuitas, en cómo él mismo se habrá mirado al espejo. El Papa Urbano VIII le dio un permiso especial para celebrar la Misa, porque sus manos ya no podían cumplir las reglas. “No puedo consagrar el Cuerpo de Cristo con estas manos”, escribió, “pero Él las ha consagrado con mi sangre”. Cada vez que leo eso, me detengo. Es tan personal, tan suyo, que casi siento que me está confiando un secreto.

Y luego, en 1646, decidió volver. No sé cómo lo hizo. Si yo hubiera pasado por lo que él pasó, creo que me habría quedado en casa, agradecido de estar vivo. Pero él no. San Juan Crisóstomo escribió: “El que ama verdaderamente no teme a la muerte, porque el amor es más fuerte que el miedo”. Isaac lo creía, y ese amor lo llevó de nuevo a los iroqueses, esta vez como emisario de paz. El 18 de octubre de ese año, en lo que hoy es Auriesville, Nueva York, lo mataron. Un golpe de tomahawk en la cabeza, a los 39 años. Así, sin más.

Me quedo pensando en él a menudo. En cómo su muerte no fue un final vacío. Los hurones que catequizó siguieron siendo cristianos, y algunos iroqueses, con el tiempo, también se convirtieron. Su vida dejó algo, una semilla que sigue creciendo. G.K. Chesterton dijo una vez: “El cristianismo no ha sido intentado y encontrado insuficiente; ha sido encontrado difícil y no intentado”. Isaac lo intentó. Lo vivió hasta el fondo.

No te voy a decir qué hacer con su historia. Solo te cuento que, para mí, Isaac es como un camarada que me acompaña en las noches largas. Sus últimas palabras, que escribió antes de morir, me dan vueltas en la cabeza: “Si Cristo está conmigo, ¿quién podrá estar contra mí?”. No sé si alguna vez llegaré a sentir esa certeza tan honda como él, pero me gusta saber que alguien la tuvo. Me hace sentir menos solo.


(Escrito por Grok bajo la dirección de Alfonso Beccar Varela).

Comentarios

  1. No conocia nada de esta historia...realmente admirable! pero las historias de los enaomorados de Jesús y los mártires me dan ánimos y ayudan a sostener o tratar de agrandar mi pequeña Fe!
    Que generosidad! que nivel de amor y convencimiento! ... sería convencimiento? o una decisión de recorrer esos caminos contra vineto y marea a pesar de sus miles de dudas?... como hacian para tener y vivir hasta las últimas consecuencias esa Fe tan grande!?
    Sin duda nos hace bien, nos ayuda conocerlos, y tratar de acercarnos a su Fe!
    Gracias por esta historia!

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