Credo




El viento cortaba como una daga invisible aquella tarde en los confines de Provenza. Las nubes, densas y oscuras como las entrañas de una bestia, se arremolinaban sobre las colinas, y el trueno retumbaba como un tambor de guerra que anunciaba la ira de Dios o, tal vez, su indiferencia. En medio de ese paisaje desolado, una figura avanzaba a pie por el sendero embarrado: un hombre alto, envuelto en una capa raída que alguna vez había sido blanca, con el peso de una cota de malla que tintineaba bajo su manto. Era Guilhem de Montclar, un caballero que ya no lo era, un peregrino que cargaba más pecados que reliquias, un alma en busca de algo que ni él mismo sabía nombrar.

Guilhem había nacido en un castillo de piedra gris, rodeado de viñedos y de las canciones de los trovadores que alababan las hazañas de los cruzados. Desde niño, había soñado con la Tierra Santa, con el brillo de las espadas al sol y el clamor de los cuernos llamando a la batalla por la cruz. Su padre, un barón severo y devoto, le había inculcado que la fe era un fuego que debía arder en el pecho, un fuego que justificaba todo: la sangre, el sudor, el sacrificio. Y así, a los diecisiete años, Guilhem tomó la cruz, juró su lealtad al estandarte de Cristo y partió hacia el este con la promesa de redimir su linaje y su alma.

Pero la guerra no era como las canciones. En los campos de Antioquía, vio a hombres despedazados por flechas sarracenas, a niños llorando sobre cuerpos irreconocibles, a caballeros que robaban y mentían bajo el mismo estandarte que él portaba. Vio la codicia disfrazada de piedad, la crueldad vestida de santidad. Y en una noche de tormenta, bajo un cielo tan negro como el que ahora lo cubría, cometió el acto que lo perseguiría por siempre: al frente de una partida de saqueadores, incendió una aldea que se había rendido, cegado por la furia y el hambre. Las llamas devoraron chozas, mujeres y esperanzas, y los gritos de los moribundos aún resonaban en sus oídos como un coro infernal.

Cuando regresó a Provenza, no lo hizo como héroe. El castillo de Montclar estaba en ruinas, su padre había muerto de fiebre, y su madre lo miró con ojos vacíos antes de murmurar: “No eres mi hijo”. El peso de su cruz se volvió insoportable, y Guilhem la abandonó junto con su espada en una capilla olvidada. Desde entonces, vagaba por los caminos, un hombre sin nombre ni honor, buscando un perdón que no creía merecer.

Aquella tarde, el sendero lo llevó a un valle donde se alzaba una ermita de piedra, tan vieja que parecía surgir de la tierra misma. La puerta estaba entreabierta, y el resplandor de una vela titilaba en su interior. Guilhem dudó. Sus botas estaban cubiertas de lodo, sus manos temblaban de frío, y su corazón latía con una mezcla de anhelo y temor. Pero algo lo llamó —un susurro en el viento, un eco de su infancia— y entró.

Dentro, el aire olía a cera y a humedad. Un anciano estaba arrodillado frente a un altar sencillo, cubierto por un paño blanco. Vestía una túnica gris y tenía el rostro surcado de arrugas, como un mapa de caminos olvidados. Al oír los pasos de Guilhem, se volvió lentamente y lo miró con ojos que parecían ver más allá de la carne.

—¿Qué buscas aquí, hijo? —preguntó con una voz grave pero serena.

Guilhem tragó saliva. No sabía cómo responder. ¿Qué buscaba? ¿Paz? ¿Castigo? ¿Un final? Finalmente, dijo lo único que le vino a la mente:

—He perdido mi camino.

El anciano se puso en pie con esfuerzo y señaló un banco de madera. Guilhem se sentó, y el viejo se acercó al altar, donde tomó un objeto envuelto en una tela. Al desenvolverlo, reveló una pequeña cruz de bronce, desgastada por el tiempo, con un caballero grabado en su superficie: un cruzado con los brazos extendidos, la cabeza inclinada, como si ofreciera su vida entera.

—Esto lo trajo un hombre como tú —dijo el anciano—. Un peregrino que regresó de Tierra Santa. Me dijo que lo había encontrado en una iglesia en ruinas, entre los restos de una batalla. Lo dejó aquí y me pidió que lo guardara para alguien que lo necesitara.

Guilhem miró la cruz. Algo en la figura del caballero lo estremeció: la quietud de su gesto, la fuerza contenida en su postura, la entrega absoluta. Era como mirarse en un espejo roto.

—No soy digno de eso —murmuró.

—Nadie lo es —respondió el anciano—. Pero la gracia no se gana, se recibe.

Esa noche, Guilhem durmió en la ermita, acosado por sueños de fuego y sangre. Al amanecer, el anciano lo despertó con un cuenco de caldo y una noticia: al otro lado del valle, un señor local, el barón de Vaucluse, había reunido un pequeño ejército para partir hacia una nueva cruzada. “Una última oportunidad para lavar los pecados con honor”, había dicho el mensajero que pasó por la ermita al alba. Guilhem sintió que el suelo temblaba bajo sus pies. ¿Era una señal? ¿O una tentación?

Sin decir palabra, tomó la cruz de bronce que el anciano le ofreció y partió hacia el castillo de Vaucluse. El camino fue largo, y la tormenta lo alcanzó a medio trayecto. La lluvia caía como agujas, y el trueno rugía como una bestia hambrienta. Cuando llegó, empapado y exhausto, encontró el patio del castillo lleno de hombres armados: caballeros con armaduras relucientes, escuderos cargando lanzas, campesinos con hoces y promesas de salvación en los ojos. El barón, un hombre de rostro duro y barba negra, lo observó desde lo alto de una torre.

—¿Quién eres? —preguntó con voz de mando.

—Guilhem de Montclar —respondió, sorprendido por la firmeza de sus propias palabras—. Vengo a tomar la cruz.

El barón lo estudió en silencio y luego asintió. Esa misma tarde, Guilhem recibió una túnica blanca con una cruz roja y una espada nueva. Al sostenerla, sintió que el peso de su pasado se aligeraba, aunque no desaparecía. La cruz de bronce colgaba ahora de su cuello, un recordatorio constante de lo que había sido y de lo que aún podía ser.

Los meses siguientes fueron un torbellino de preparativos y marchas. El ejército cruzó los Alpes, navegó por mares turbulentos y desembarcó en una costa abrasada por el sol. Allí, Guilhem peleó como nunca antes: no por gloria, no por botín, sino por algo más profundo, algo que apenas entendía. En cada batalla, llevaba la cruz en su pecho y el rostro del caballero grabado en su mente. En cada noche, rezaba bajo las estrellas, con los brazos extendidos como alas, ofreciendo lo poco que le quedaba.

La campaña llegó a su clímax en una llanura cerca de Damasco. El enemigo era numeroso, un mar de turbantes y lanzas que avanzaba bajo un sol implacable. Guilhem, al frente de una carga desesperada, vio caer a sus compañeros uno tras otro. Una flecha le atravesó el hombro, pero no se detuvo. Con la espada en alto, cortó y gritó hasta que su voz se quebró. Y entonces, en medio del caos, el cielo se oscureció. Una tormenta, tan feroz como la de Provenza, estalló sobre el campo. El trueno ahogó los gritos, y la lluvia lavó la sangre de la tierra.

Cuando todo terminó, Guilhem estaba solo, rodeado de cuerpos y silencio. Su túnica estaba desgarrada, su armadura abollada, pero aún vivía. Cayó de rodillas, exhausto, y miró al cielo. La cruz de bronce colgaba pesada contra su pecho. Lentamente, extendió los brazos, formando una cruz con su cuerpo, y bajó la cabeza. No había palabras en su mente, solo un credo silencioso, un “creo” que no necesitaba voz. El agua corría por su rostro, mezclándose con lágrimas que no sabía que llevaba dentro.

Siglos después, en un taller de París, Emmanuel Frémiet, un hombre de fe y de manos hábiles, sintió un estremecimiento mientras rezaba por una gracia que le fue concedida. En ese instante de gratitud, con los brazos cruzados y la cabeza inclinada, recitó su propio credo y vislumbró en su alma la figura de un cruzado, un eco lejano de Guilhem de Montclar. Inspirado por esa visión, dio forma al bronce: un caballero de pie, con los brazos abiertos, la cabeza baja, la armadura detallada hasta el último eslabón, un hombre que había encontrado su fe en el filo de la tormenta. Así nació "Credo", una obra que hablaba de devoción, de sacrificio y de la búsqueda eterna de un alma en paz.


(Escrito por Grok bajo la dirección de Alfonso Beccar Varela).

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