El gallo del alba: Una fábula de canto, resistencia y nostalgia
En un rincón perdido de la Patagonia, donde el viento silba entre los pastos como un lamento antiguo y el horizonte se curva bajo un cielo que parece juzgar en silencio, se alzaba una granja sin nombre en los mapas. No era un lugar de cosechas abundantes ni de ganado lustroso; era un mundo de sombras y susurros, un escenario donde los animales no solo vivían, sino que hablaban, pensaban y, a su manera, se gobernaban. La llamaban "La Granja del Viento", un título que evocaba el soplo constante que la atravesaba, como si la tierra misma suspirara por un pasado de grandeza que se desvanecía. Allí, en esa extensión de soledad, se tejía una historia de orgullo, lucha y sacrificio, tan antigua como el polvo que levantaba la tormenta y tan urgente como el desafío de un pueblo que olvida sus raíces.
Era una tierra que alguna vez conocí de cerca, en días ya lejanos, cuando los veranos en el sur eran un refugio de infancia. Mi abuelo, un hombre de manos callosas y mirada firme, me llevaba a esas extensiones patagónicas en su vieja camioneta Ford, con el motor rugiendo como un compañero fiel. Nos deteníamos en granjas como aquella, no tan distintas de La Granja del Viento, donde el aroma a heno fresco y el balido de las ovejas llenaban el aire. Él me hablaba de los viejos tiempos, de cuando los hombres trabajaban la tierra con honor, y las noches se llenaban de relatos junto al fogón. Ahora, desde la distancia de los años, miro hacia atrás y siento que esa Patagonia de mi memoria se desvanece, reemplazada por un presente que no reconoce su propia herencia. Fue en una de esas granjas, hace décadas, donde escuché por primera vez la historia del gallo Chantecler, un relato que entonces creí un cuento de niños, pero que hoy, al contarlo, resuena con la fuerza de una verdad perdida.
El gallo que traía el día
Entre los habitantes de la granja destacaba un gallo de plumas doradas, con una cresta que parecía tallada por el amanecer. Lo llamaban Chantecler, un nombre que sonaba a viejos cuentos, a tiempos en que las aves eran heraldos de algo más grande que ellas mismas. Chantecler no era un gallo común; vivía convencido de que su canto no solo anunciaba el día, sino que lo hacía nacer. "Yo canto para que el sol despierte", decía, alzando su pico hacia el cielo gris, un cielo que en mi infancia me parecía infinito, salpicado de nubes que mi abuela decía eran las ovejas de Dios pastando en lo alto. "Sin mi voz, la granja quedaría atrapada en la noche". Su orgullo no era vanidad, sino una certeza que le corría por las venas, un eco de las historias que había oído sobre gallos que, con sus trinos, habían guiado a los hombres a través de la oscuridad, tal vez incluso en días en que los corazones aún latían con un propósito noble.
Recuerdo las mañanas en casa de mi abuelo, cuando el gallo del corral, un viejo veterano de plumas deshilachadas, me sacaba del sueño con su canto ronco pero puntual. Mi abuelo reía y decía: "Ese es el reloj de la tierra, Alfonso. No falla nunca". Chantecler, en La Granja del Viento, era como aquel gallo, pero magnificado por la imaginación y el peso de una misión que él mismo se había impuesto. Sus plumas brillaban como el oro que mi abuelo encontraba en los arroyos patagónicos, pepitas pequeñas que guardaba en una lata de tabaco, reliquias de un tiempo en que la tierra aún ofrecía tesoros a quien la respetara. Chantecler no buscaba tesoros materiales; su riqueza era el alba, y su canto, un desafío a la penumbra que se cernía sobre la granja.
Pero la granja no le pertenecía. Los cerdos, astutos y pesados, habían tomado las riendas tiempo atrás. Liderados por un cerdo robusto llamado Napoleón, habían prometido a los animales un lugar sin amos, donde cada uno trabajaría por el bien de todos. Al principio, las ovejas balaron de entusiasmo, las gallinas cacarearon su apoyo y los caballos asintieron con sus cabezas cansadas. Era una escena que me recordaba las asambleas de los peones en las estancias de mi niñez, cuando los hombres se reunían al atardecer, con las manos sucias de tierra y las voces llenas de promesas sobre un futuro mejor. Sin embargo, como en aquellas reuniones que terminaban en disputas y olvido, el sueño de la granja se torció pronto. Los cerdos, con sus pezuñas torpes pero hábiles, garabatearon nuevas reglas en las paredes del granero: "Todos somos iguales, pero algunos lo son más". Y así, mientras las ovejas repetían frases vacías y los perros vigilaban con ojos fríos, la granja se convirtió en un reflejo de una tierra que alguna vez soñó con ser grande, pero que ahora se conforma con menos.
El testigo humano
Yo llegué a La Granja del Viento por azar, o tal vez por un capricho de la memoria. Había pasado años lejos del sur, atrapado en el bullicio de la ciudad, pero un día, cansado de las calles grises y las promesas vacías, decidí volver. Conduje mi vieja camioneta —la misma que había heredado de mi abuelo, con su pintura descascarada y su olor a cuero gastado— hasta los confines de la Patagonia, buscando algo que no podía nombrar. Fue entonces cuando encontré la granja, medio escondida entre colinas bajas y cercas rotas. No era un lugar acogedor; el viento cortaba como un cuchillo, y el silencio solo se rompía por los sonidos de los animales. Me detuve junto al granero, con sus tablas carcomidas y su pintura desvaída, y me quedé mirando, como si el tiempo me hubiera arrastrado a un cuento que alguna vez escuché junto al fuego.
Desde mi camioneta, vi a Chantecler por primera vez. Estaba perchado en lo alto del granero, su silueta recortada contra el cielo plomizo. Su canto me alcanzó como un eco de mi infancia, cuando despertaba en la casa de mi abuelo y corría a la ventana para ver el sol trepar por las montañas. Pero aquí, en la granja, no había alegría en su voz; había desafío, una nota de resistencia que me hizo bajar del vehículo y acercarme, con el corazón latiendo como si supiera que estaba a punto de presenciar algo extraordinario. Los otros animales apenas me miraron; las ovejas seguían balando sus frases huecas, los perros me observaron con desconfianza, y los cerdos, reunidos en el granero, parecían ignorar mi presencia. Solo Chantecler me vio, y por un instante, sus ojos se encontraron con los míos, como si me reconociera como un testigo de su lucha.
El desafío del canto
Chantecler miraba con tristeza cómo sus compañeros se doblegaban. Las gallinas, que antes compartían sus huevos en un gesto que me recordaba a las mujeres de mi pueblo llevando pan a los vecinos, ahora los apilaban para los cerdos. Los caballos, que una vez habían arado con fuerza, como los bueyes que mi abuelo guiaba con paciencia, tiraban de carretas hasta desfallecer. Y las ovejas, con sus balidos monótonos, repetían: "Napoleón siempre sabe más", un eco de las voces que, en mi memoria, coreaban promesas vacías en plazas olvidadas. Pero el gallo no cedía. Cada mañana, antes de que el primer rayo tocara la tierra, desplegaba su canto, un sonido claro y vibrante que cortaba el silencio: "¡Despertad, amigos! ¡El día no espera a nadie!". Su voz era un desafío, una nota que resonaba más allá de las cercas y los miedos, un recordatorio de cuando el coraje y la tenacidad aún nos definían como pueblo.
Me senté en una piedra cerca del granero, con mi vieja manta de lana sobre los hombros —la misma que mi abuela había tejido con sus manos nudosas—, y escuché. Día tras día, Chantecler cantaba, y yo, un extraño en su mundo, me convertí en su silencioso compañero. Los cerdos lo detestaban. Napoleón, con su hocico arrugado y su mirada estrecha, reunía a sus seguidores y gruñía: "Ese gallo nos recuerda lo que queremos olvidar: que el día no nos obedece". Enviaron a los perros a callarlo, pero Chantecler, ligero como una ráfaga, esquivaba sus dientes y seguía cantando. Las gallinas, al principio tímidas, empezaron a prestar atención, sus cabezas ladeadas como las de las mujeres que, en mi infancia, escuchaban los relatos de los mayores. Los gansos, silenciados por el temor, dejaron escapar graznidos de apoyo, un sonido que me trajo el eco de las risas de los chicos jugando en los campos. Hasta el viejo caballo Boxer, agotado por el trabajo, murmuró entre resuellos: "Quizá el gallo tenga algo que decir", y su voz ronca me recordó a mi abuelo, agotado pero firme, contándome historias al anochecer.
La noche de la rebelión
Pasaron semanas, y yo seguía volviendo a la granja, incapaz de alejarme. Dormía en la camioneta, con el viento golpeando las ventanas como lo hacía en las noches de mi niñez, cuando me acurrucaba bajo las frazadas escuchando las tormentas. Había algo en Chantecler que me ataba a ese lugar, una nostalgia por un tiempo en que las cosas tenían sentido, en que los hombres y las bestias parecían compartir un mismo orgullo por la tierra. Pero la paz no duró. La rebelión llegó en una noche de viento furioso, cuando las nubes corrían como sombras sobre la granja y el aire olía a lluvia y a despedida.
Esa noche, me escondí tras un montón de heno, con el corazón en la garganta. Chantecler reunió a los animales en el claro detrás del granero. "Amigos", dijo, con su cresta brillando bajo la luna como un farol en la oscuridad, "hemos olvidado lo que somos. Nos han quitado el día, pero no pueden quitarnos la voz. Mi canto no es solo mío; es de la tierra, del cielo, de lo que nos mueve. Si caemos por él, que sea con la cabeza alta". Sus palabras eran un reflejo de su propia esencia, un desafío tallado en cada pluma, un recordatorio de que hay cosas por las que vale la pena luchar, aunque el mundo las haya olvidado. Me estremecí al escucharlo, porque en su voz oí a mi abuelo, hablando de los días en que los hombres defendían lo suyo con las manos y el alma, no con palabras vacías.
Napoleón, ciego de rabia, soltó a los perros. La lucha fue corta y brutal. Las gallinas huyeron entre cacareos, un sonido que me llevó a los corrales de mi infancia, llenos de plumas y vida. Los gansos fueron silenciados, sus graznidos apagados como las canciones que ya nadie canta en las plazas. Boxer, con un último aliento, cayó bajo las garras, y su cuerpo pesado golpeó la tierra como el eco de un árbol talado en los bosques de antaño. Chantecler, herido pero firme, entonó un canto final, un trino que atravesó la tormenta y alcanzó el horizonte. Los cerdos, creyendo haber triunfado, lo arrastraron al centro de la granja y lo sacrificaron ante todos. "Que sea una lección", gruñó Napoleón. Pero la lección no fue la que imaginaban. En su muerte quedó un brillo que no pudieron apagar, como el de aquellos que caen por algo mayor que ellos mismos.
Me quedé inmóvil, con las manos temblando bajo la manta. El viento llevó el último eco del canto de Chantecler, y por un momento, creí oír las campanas de la iglesia de mi pueblo, repicando al amanecer como lo hacían cuando aún éramos una comunidad unida. Lágrimas me quemaron los ojos, no por tristeza, sino por la certeza de haber visto algo puro, algo que el tiempo y los hombres no podían borrar del todo.
El amanecer silencioso
Al amanecer, el sol salió, aunque Chantecler ya no estaba. Me acerqué al centro de la granja, donde su cuerpo yacía, pequeño y roto, pero con una dignidad que los cerdos no podían comprender. Las gallinas, ocultas en sus nidos, susurraron su nombre, un murmullo que me trajo las voces de las mujeres tejiendo en las tardes de invierno. Los gansos, desde sus jaulas, contaron su historia, y sus graznidos eran como los cuentos que mi abuelo me narraba, llenos de héroes olvidados. Boxer, antes de cerrar los ojos, había murmurado: "Él cantó por nosotros", y en esas palabras oí el eco de mi viejo, diciéndome que la vida valía más cuando se vivía con honor.
La granja no cambió de golpe; los cerdos siguieron mandando, las reglas siguieron torciéndose. Pero en el aire quedó un eco, un rumor del canto del gallo, una chispa que prometía que el alba volvería a ser libre algún día. Me subí a la camioneta, con el corazón pesado pero extrañamente lleno, y conduje de vuelta al camino. Miré por el retrovisor y vi la granja empequeñecerse, como un recuerdo que se desvanece pero no muere. En mi mente, llevaba el canto de Chantecler, un sonido que me acompañaría como las canciones de mi infancia, como el traqueteo de la camioneta en los caminos de tierra, como el olor a leña quemada en las noches frías.
Epílogo: Un cuento en el viento
La Granja del Viento no está tan lejos de nosotros, ni de mí. En sus cerdos veo a los que mandan sin escuchar, en sus perros a los que guardan silencio por miedo, en sus ovejas a los que repiten sin pensar. Pero en Chantecler veo al que no se rinde, al que canta aunque el mundo lo ignore, al que guarda en su alma un reflejo de lo que fuimos cuando soñábamos en grande. Esta fábula no es solo una historia; es un susurro en el viento, un recordatorio de que el día siempre llega, y de que, con un poco de fe en algo mayor, aún podemos despertar.
Volví a la ciudad, pero la granja se quedó conmigo. A veces, en las mañanas grises, cierro los ojos y escucho el canto de Chantecler, mezclado con el de aquel gallo de mi infancia, con las risas de mi abuelo, con el crujir de la madera en el fogón. Es una nostalgia que duele, pero también una promesa. La Patagonia de mi memoria, con sus granjas y sus vientos, no ha muerto del todo; vive en cuentos como este, en los ecos de un gallo que cantó por algo más grande que él mismo. Y mientras ese eco persista, hay esperanza de que el alba nos encuentre, no como sombras, sino como hombres y mujeres que aún recuerdan quiénes fueron.
Nota del autor: Este cuento, "El gallo del alba", toma inspiración de dos obras maestras de la literatura. El personaje de Chantecler, el gallo que cree en la trascendencia de su canto, proviene de la obra teatral "Chantecler" de Edmond Rostand, publicada en 1910, donde el autor francés explora la lucha entre el idealismo y la realidad a través de un gallo que canta para hacer salir el sol. Por otro lado, los elementos de la granja, los cerdos liderados por Napoleón, las ovejas, los perros y el caballo Boxer son un homenaje a "Animal Farm" de George Orwell, publicada en 1945, una sátira brillante sobre el poder y la corrupción. Mi relato combina estos personajes y sus mundos, trasladándolos a una Patagonia nostálgica de mi propia invención, para tejer una fábula que rinde tributo a la imaginación de Rostand y Orwell, mientras les da un nuevo eco en el viento de mi memoria. A ambos, mi gratitud por sus legados inmortales.
(Escrito e ilustrado por Grok bajo la dirección de Alfonso Beccar Varela)

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