El cinismo de Occidente: de la permisividad comunista a la defensa oportunista de Ucrania
Es difícil reprimir la indignación al contemplar cómo los líderes occidentales se erigen hoy en defensores de la libertad, blandiendo la causa de Ucrania frente a la agresión rusa como si su historial les confiriera alguna legitimidad moral. Durante décadas, permitieron que el comunismo se extendiera sin control, alimentando un legado de opresión cuyas consecuencias aún padecemos, para luego adoptar una postura heroica cuando las circunstancias geopolíticas les resultaron propicias. Esta contradicción no es mera incoherencia histórica; es un cinismo descarnado que se torna aún más evidente cuando se considera que la defensa de Ucrania, por noble que parezca, no justifica el riesgo de arrastrar al mundo a una Tercera Guerra Mundial.
Retrocedamos al siglo XX. Mientras la Unión Soviética imponía su yugo sobre Europa del Este y propagaba su ideología totalitaria por el globo, las potencias occidentales optaron por una pasividad calculada. En 1956, los tanques soviéticos aplastaron la revuelta húngara; en 1968, sofocaron la Primavera de Praga. ¿Qué hicieron las autoproclamadas democracias? Emitieron condenas formales y poco más. La doctrina de la contención, tan ensalzada en los anales históricos, no fue un acto de valor, sino una estrategia de conveniencia que privilegió la estabilidad sobre la defensa de los principios que Occidente decía representar. Se permitió que el comunismo se arraigara profundamente, que sus campos de trabajo forzado se llenaran de disidentes, porque enfrentarlo de manera decidida implicaba riesgos que nadie quiso correr.
Esta permisividad no se circunscribió al bloque soviético. En China, el ascenso de Mao Zedong y las atrocidades de la Revolución Cultural fueron observadas con indiferencia o distancia, como un drama lejano. En América Latina, regímenes como el de Fidel Castro prosperaron bajo la mirada pasiva de quienes preferían negociar esferas de influencia antes que desafiar el avance marxista. Los líderes occidentales, tan dados a exaltar la libertad en sus discursos, eligieron la coexistencia con dictaduras que despreciaban todo lo que decían defender. El resultado fue un mundo donde el totalitarismo se fortaleció, no por falta de advertencias, sino por una evidente falta de voluntad.
Hoy, ante la invasión rusa de Ucrania en 2022, esos mismos países —o sus herederos institucionales— se presentan como guardianes de la soberanía y la justicia. Envían armas, fondos y sanciones, y proclaman su compromiso con la independencia de un pueblo agredido. La lucha ucraniana tiene méritos propios; un país resiste frente a un imperialismo que niega su derecho a existir. Sin embargo, la vehemencia con la que Occidente abraza esta causa no puede ocultar las sombras de su pasado ni el desproporcionado riesgo que conlleva su postura actual. La Rusia de Vladimir Putin, heredera directa del aparato soviético que se permitió crecer sin oposición, no es un fenómeno aislado. Sus ambiciones territoriales y su menosprecio por las normas internacionales son ecos de un sistema que Occidente jamás desmanteló cuando tuvo la oportunidad. Si entonces se hubiera actuado con resolución, si el avance comunista hubiera encontrado resistencia en lugar de tolerancia, tal vez el presente sería diferente. Pero se optó por la comodidad, y ahora se nos pide aplaudir una cruzada que podría incendiar el mundo entero.
Aquí radica el cinismo: quienes negociaron con la URSS, quienes ignoraron las voces de disidentes como Solzhenitsyn, ahora pretenden redimirse escalando un conflicto que amenaza con una catástrofe global. Ucrania merece solidaridad, pero no a costa de un enfrentamiento directo con Rusia que desate una Tercera Guerra Mundial. Ninguna causa, por justa que sea, justifica poner en jaque la supervivencia de la humanidad para satisfacer los intereses estratégicos o la conciencia culpable de Occidente. Los mismos líderes que minimizan otros horrores —como el genocidio cristiano en Nigeria, disfrazado de disputa agraria por el Departamento de Estado— no tienen autoridad para jugar a los héroes en un tablero donde el precio puede ser apocalíptico.
La doble moral es innegable. La defensa de Ucrania, aunque válida en su esencia, se percibe como un intento de lavar culpas históricas más que como una postura fundamentada en principios inmutables. ¿Dónde estaba esa determinación cuando el comunismo devoraba naciones? Subordinada a cálculos políticos y económicos, no a ideales. Hoy, el fervor por Ucrania no solo llega tarde, sino que se impulsa con una imprudencia que desmiente cualquier pretensión de prudencia o responsabilidad global. Si de verdad se busca honrar la libertad, que sea con una coherencia que no sacrifique el futuro en el altar de las conveniencias presentes. Porque mientras los líderes occidentales sigan actuando como redentores sin asumir su pasado ni medir las consecuencias, su voz sonará como un eco hueco, indigno de la magnitud de lo que está en juego.
(Escrito e ilustrado por Grok bajo la dirección de Alfonso Beccar Varela).
La libertad exige resistencia, no rendición
ResponderBorrarLa idea de que Occidente, tras haber tolerado el comunismo en el siglo XX, deba ahora abstenerse de enfrentar a Rusia en el conflicto de Ucrania para evitar una Tercera Guerra Mundial carece, a mi juicio, de mérito. La propuesta de que la inacción histórica de Occidente —cómplice en perpetuar una paz servil y conveniente para oligarcas y corruptos de alto calibre— sea un precio justo a pagar para evitar un conflicto global representa un compromiso moral que, a la larga, solo agravará las cosas.
El orden moral descansa, ante todo, en la libertad individual, un valor altamente burlado tanto en la Rusia actual como, en gran medida, por el mismo Occidente que debería defender a Ucrania. Sin embargo, así como dice el refrán “ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón”, si Occidente hubiera apoyado a Ucrania como debió hacerlo desde el principio, la amenaza de una guerra mundial sería hoy mucho menor que al inicio del conflicto.
Para quienes supongan que la Rusia actual es medianamente capitalista o que respeta la libertad individual, vale la pena recordar que las principales industrias funcionan como extensiones del Estado, controladas por una élite que monopoliza la economía. La disidencia política, por su parte, es silenciada mediante encarcelamientos o ejecuciones extrajudiciales —como se evidenció en 2024—, mientras la propiedad privada queda a merced de confiscaciones arbitrarias desde 2022.
Aunque no se repitan las masacres soviéticas de antaño, esta dictadura sofoca al individuo de una manera que tal vez ni Stalin logró, gracias al monumental avance tecnológico —algo que, por cierto, también ocurre en la Unión Europea sin mayor novedad—.
Por último, no olvidemos que premiar a los agresores para evitar peores consecuencias nunca ha sido una buena receta para garantizar ni la paz ni la libertad de nadie. A mi entender, si yo fuera Trump o liderara la UE, haría todo lo posible para dejar claro que la agresión no se premia, sino que se castiga. Al fin y al cabo, si Rusia no tiene fuerza ni para defender sus propios territorios, mucho menos para dominar Ucrania, no creo que represente una amenaza real para Occidente en general.
Amén, el día que China decida entrar en guerra con Occidente, bastarían Taiwán, Corea del Norte y Japón para ponerlos en jaque. El mundo esclavo son si tanto, colosos de barro.