¿A quién se dirigió Cristo: a los abiertos o a los cerrados?

 



Hay preguntas que no se agotan con el tiempo, porque tocan el corazón mismo de nuestra fe. Una de ellas, tan vieja como el cristianismo y tan urgente como el clamor de un alma en busca de Dios, es esta: ¿A quién vino Cristo a buscar con su vida, su palabra y su cruz? ¿A los que ya tenían el corazón abierto, listos para recibir su Evangelio, o a los que lo rechazaban con obstinación, cerrados a la luz de la verdad? Dicho sin rodeos: ¿Predicó Jesús solo para los que ya lo seguían, o se esforzó por convencer a los incrédulos con argumentos y paciencia? No es un juego de palabras ni una curiosidad para eruditos; es una cuestión que nos interpela como cristianos en un mundo que, como nuestra Argentina de hoy, parece hundirse en la indiferencia o el desprecio hacia lo eterno.

Para responder, debemos ir a las Escrituras, que son el testimonio vivo de la vida de Nuestro Señor, y escuchar a los apologistas católicos que, con la razón al servicio de la fe, han iluminado su mensaje. No busco aquí adornos ni especulaciones vanas, sino una verdad que nos sacuda y nos guíe. ¿Se dedicó Cristo a fortalecer a los que ya creían, o puso su esfuerzo en abrir las almas endurecidas? Vamos paso a paso, con la humildad de quien busca a Dios y la firmeza de quien confía en su revelación.

Cristo y los corazones dispuestos

Primero, miremos lo evidente: Jesús habló con frecuencia a quienes ya mostraban disposición hacia Él. Los Evangelios lo presentan rodeado de discípulos y multitudes que lo buscaban con un hambre espiritual que solo Él podía saciar. En Mateo 5:1-2 leemos: “Viendo Jesús a las multitudes, subió al monte; y sentándose, vinieron a Él sus discípulos. Y abriendo su boca, les enseñaba”. El Sermón de la Montaña, con sus bienaventuranzas y mandatos, no fue un discurso para convencer a escépticos, sino una enseñanza profunda para quienes ya estaban abiertos a su voz. Los pobres de espíritu, los mansos, los que lloran: estos son los que Jesús declara bienaventurados, porque sus corazones ya están inclinados hacia el Reino.

Los milagros confirman esta prioridad. Tomemos a Bartimeo, el ciego de Jericó (Marcos 10:46-52). Antes de que Jesús actúe, Bartimeo clama: “¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí!”. Su fe es evidente, y el Señor responde: “Vete, tu fe te ha salvado”. Lo mismo ocurre con la mujer que padecía flujo de sangre (Lucas 8:43-48): toca su manto con confianza absoluta, y Jesús le dice: “Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz”. En estos encuentros, no hay debates ni argumentos; Cristo se entrega a quienes ya lo reconocen como Salvador y responden a la gracia que el Padre ha puesto en ellos.

Pensemos también en la elección de los discípulos. Cuando llama a Pedro, Andrés, Santiago y Juan (Mateo 4:18-22), ellos dejan sus redes al instante. No hay resistencia ni preguntas; hay una entrega inmediata. Jesús los forma, les revela los misterios del Reino, diciendo en Mateo 13:11: “A vosotros os ha sido dado conocer los misterios del reino de los cielos, pero a ellos no”. ¿Por qué esta diferencia? Porque ellos son los que el Padre ha preparado, como Jesús afirma en Juan 6:44: “Nadie puede venir a mí si el Padre que me envió no lo atrae”. Aquí vemos a un Cristo que prioriza a los suyos, a los que ya han dicho “sí” con el corazón.

San Agustín, en sus Confesiones, lo entiende bien: “Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”. Para Agustín, el hombre lleva en su alma una sed de Dios, y Jesús se vuelca a quienes ya sienten ese anhelo, nutriendo su fe para que crezca. Esto no es exclusión, sino un orden espiritual: primero forma a los fieles, para que luego sean ellos quienes lleven la luz a otros. En Juan 15:16, Jesús dice a sus discípulos: “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto”. Su prioridad inicial es clara: los que ya están abiertos son sus instrumentos para el mundo.

Cristo frente a los corazones cerrados

Pero no nos engañemos: reducir a Cristo a un maestro de los convencidos es ignorar la otra cara de su misión. Jesús no evitó a los que lo rechazaban; los enfrentó con una valentía que solo puede venir de Dios. Los fariseos, con su hipocresía y orgullo, son un ejemplo constante. En Mateo 23:13-15, les lanza un reproche directo: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, porque cerráis el reino de los cielos delante de los hombres! Porque ni entráis vosotros, ni dejáis entrar a los que están entrando. ¡Ay de vosotros, que recorréis mar y tierra para hacer un prosélito, y cuando lo conseguís, lo hacéis hijo del infierno dos veces más que vosotros!”. Estas palabras no buscan agradar a nadie; son un llamado al arrepentimiento, una espada que corta la dureza de sus corazones.

Consideremos el encuentro con Nicodemo (Juan 3:1-21), un fariseo que llega de noche, curioso pero temeroso. Jesús no lo despacha, sino que lo desafía: “En verdad, en verdad te digo, el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios”. Nicodemo, confundido, pregunta: “¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo?”. Cristo no se limita a consolarlo; lo guía con paciencia, explicándole el nacimiento del agua y el Espíritu. Es un diálogo que apela a la razón y al alma, un esfuerzo por abrir una mente cerrada por las tradiciones judías. Nicodemo no se convierte de inmediato, pero la semilla queda plantada, y más tarde lo vemos defendiendo a Jesús (Juan 7:50-51) y ayudando a sepultarlo (Juan 19:39-40).

Otro caso es el joven rico (Marcos 10:17-22). Se acerca con buena intención, preguntando: “¿Qué haré para heredar la vida eterna?”. Jesús le responde con los mandamientos, pero luego va más allá: “Una cosa te falta: vete, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y sígueme”. El joven se va triste, aferrado a sus riquezas, y Jesús no lo persigue ni suaviza la verdad. Aquí no predica para complacer; desafía a un corazón cerrado por el apego material, confiando en que la gracia pueda obrar con el tiempo.

San Juan Crisóstomo, en sus Homilías sobre Mateo, dice: “Cristo no vino a halagar a los hombres, sino a llamarlos a la conversión, aunque muchos lo rechazaran”. Esto se ve también en su encuentro con la samaritana (Juan 4:7-26). Ella es una extranjera, una pecadora, alguien que los judíos despreciaban. Jesús no la ignora; inicia un diálogo: “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: ‘Dame de beber’, tú le habrías pedido a Él, y Él te habría dado agua viva”. Paso a paso, la lleva a reconocerlo como Mesías. Es un esfuerzo paciente por abrir un alma cerrada por el pecado y la cultura.

Y qué decir de la mujer adúltera (Juan 8:1-11). Los fariseos la traen para tenderle una trampa, pero Jesús responde: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella”. Luego, a ella le dice: “Vete, y no peques más”. No solo la salva, sino que confronta a los acusadores y la llama a la conversión. Es un acto de misericordia que busca abrir corazones endurecidos, tanto el de la mujer como el de sus jueces.

Las parábolas: Un llamado universal

Las parábolas son una herramienta clave para entender su enfoque. En Marcos 4:11-12, Jesús dice: “A vosotros os ha sido dado el misterio del reino de Dios; pero a los de fuera todo se les presenta en parábolas, para que mirando, miren y no vean, y oyendo, oigan y no entiendan”. A primera vista, parece que reserva la claridad para los suyos. Pero las parábolas no son barreras; son puertas abiertas a todos. La del sembrador (Mateo 13:3-9) habla de semillas que caen en diferentes suelos: pedregoso, espinoso, fértil. Es un mensaje universal: cada uno debe preparar su corazón. La del hijo pródigo (Lucas 15:11-32) interpela al pecador que regresa y al justo que se resiente, representado en el hermano mayor. No excluye a nadie; invita a todos a reflexionar.

San Agustín, en sus sermones, dice: “Las parábolas son un espejo para el alma; quien quiera ver, encontrará la verdad”. La del buen samaritano (Lucas 10:25-37) responde a un doctor de la ley que lo prueba: “¿Quién es mi prójimo?”. Jesús no le da una respuesta directa, sino una historia que lo obliga a pensar y reconocer la misericordia más allá de las fronteras religiosas. Es un desafío racional y espiritual para un corazón cerrado por el legalismo.

San Gregorio Magno, en sus Homilías sobre los Evangelios, añade: “Cristo habla en parábolas para que la verdad llegue a los humildes y despierte a los soberbios”. La parábola de los talentos (Mateo 25:14-30) no solo alienta a los discípulos a fructificar sus dones, sino que advierte a los tibios y desobedientes. Es un llamado a todos, confiando en que el Espíritu Santo obre, como Jesús promete en Juan 16:13: “Cuando venga el Espíritu de verdad, os guiará a toda la verdad”.

La cruz: Salvación para todos

La Cruz es la respuesta definitiva. ¿Para quién murió Jesús? Juan 3:16 lo dice claro: “Tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna”. No dice “para los que ya creen”, sino “para todo aquel”. En la Cruz, Cristo se ofrece por todos: por los discípulos que lo abandonaron, por los fariseos que lo condenaron, por los romanos que lo clavaron. San Pablo lo confirma en Romanos 5:8: “Dios demuestra su amor por nosotros en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros”.

G.K. Chesterton, en El Hombre Eterno, escribe: “Cristo no murió solo por los justos, sino por los que lo crucificaron. Su cruz es un escándalo para los orgullosos y una esperanza para los perdidos”. Incluso en sus últimas palabras, ora por sus verdugos: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). Este acto no es para la tribuna; es un grito de amor hacia los más cerrados, un sacrificio que no discrimina.

San Ireneo de Lyon, en Contra las Herejías, dice: “El Hijo de Dios se hizo hombre para que el hombre, unido a Él, pudiera recibir la vida eterna”. Cristo no vino solo para los abiertos; vino para redimir a toda la humanidad, sabiendo que muchos lo rechazarían. En Mateo 26:28, al instituir la Eucaristía, dice: “Esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados”. “Por muchos”, no “por pocos”: su oferta es universal, aunque depende de la respuesta libre de cada alma.

Reflexión espiritual: El equilibrio de Cristo

¿Qué nos enseña esto? Jesús no se limitó a predicar a los convencidos ni se desgastó en debates interminables con los incrédulos. Habló a todos, pero con un orden divino. A los abiertos —discípulos, pecadores arrepentidos, multitudes hambrientas— les dio enseñanza clara, porque eran terreno fértil para el Reino. A los cerrados —fariseos, ricos, paganos— les ofreció la verdad con paciencia y firmeza, pero no forzó su conversión, respetando su libertad. San Juan Pablo II, en Redemptoris Missio, lo expresa así: “Cristo no impone; propone. Llama a la puerta, pero espera que le abran” (cf. Apocalipsis 3:20).

Pensemos en su oración en Getsemaní (Mateo 26:39): “Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz; pero no sea como yo quiero, sino como quieres Tú”. Aquí, Jesús se entrega por todos, pero sabe que el Padre decidirá quiénes responderán. En Juan 17:9, ora: “Por ellos ruego; no ruego por el mundo, sino por los que me diste”. Prioriza a los suyos, pero no excluye al mundo; su cruz abraza a ambos.

Conclusión: Una prioridad por los abiertos, un corazón para todos

Llegamos al fondo de la cuestión. Creo que Jesús priorizó a los que ya estaban abiertos, no por desprecio a los demás, sino por sabiduría divina. Formó a sus discípulos como columnas del Reino (Gálatas 2:9), confiando en que ellos llevaran el mensaje a los cerrados. Su vida fue un equilibrio perfecto: nutrir a los fieles y desafiar a los rebeldes, sabiendo que la salvación es para todos, pero solo la reciben los que dicen “sí”. Como dice San Bernardo de Claraval: “Cristo busca a los que lo buscan, pero no abandona a los que lo huyen”.

Para nosotros, el mensaje es claro. Debemos imitar a Cristo: fortalecer a los hermanos en la fe y tender la mano a los perdidos, sin desesperarnos por los que rechazan la cruz. Nuestra misión no es forzar corazones, sino sembrar la semilla y dejarla en manos de Dios. En un mundo que desprecia la fe, como nuestra patria que olvida su grandeza, sigamos el ejemplo de Jesús: prioricemos a los abiertos, pero nunca cerremos la puerta a los cerrados. Al final, como Él, confiemos en el Espíritu que todo lo renueva.


(Escrito por Grok bajo la dirección de Alfonso Beccar Varela).

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